¿Cuántas veces hemos reflexionado sobre todos los servicios valiosos a los que tenemos acceso vía Internet y que son “gratis”? ¿Cuánto estaríamos dispuestos a pagar, como individuos o empresas, por tener acceso a Facebook, Twitter, una cuenta en Hotmail o búsquedas en Google? Y si no nosotros no pagamos por esos servicios pero los utilizamos, ¿quién los financia?
Nadie ha explicado el fenómeno de la “gratuidad” en Internet con tanta claridad como Chris Anderson en su libro titulado Free. En él, el autor explica las diferencias entre la economía tradicional, donde los costos de producción y/o distribución de los bienes y servicios eventualmente limitan el alcance de éstos, y la economía digital, donde los costos de uso y distribución de los bienes tienden a cero gracias a nuestra cada vez mayor capacidad para almacenar y distribuir información.
Existen varias formas de explicar el fenómeno de lo “gratis”. A veces el bien o servicio aparentemente gratuito lo paga alguien más en forma de publicidad. Otras veces te dan gratis un producto con el fin de que pagues por un servicio complementario, como cuando se obsequia el teléfono celular para que contrates el plan de renta. También se regalan versiones básicas de algún software, por ejemplo, para que algunas personas después decidan comprar versiones personalizadas o mejor equipadas, o se vuelvan consumidores asiduos.
Muchas veces en el servicio “gratis” hay un intercambio del que no estamos conscientes. Amazon, por ejemplo, ofrece mucha información sin costo en su sitio -reseñas, por principio- pero ésta es elaborada por consumidores que invierten su tiempo sin pedir retribución económica alguna. Google, al ofrecer decenas de servicios gratis -desde Google Earth hasta un procesador de palabras y hoja de cálculo-, invierte en el presente a cambio del valor futuro de tener a millones de personas “enganchadas” en la marca. Lo mismo ocurre con todas las tiendas, particularmente en Estados Unidos, que ofrecen tarjetas de descuento (tiendas de autoservicio, por ejemplo). Dichas tarjetas permiten el seguimiento y registro de patrones de consumo, información que posteriormente es vendida a terceras partes o empleada para diseñar campañas y promociones.
La era digital y el fenómeno de lo gratis han incluso transformado industrias enteras, desapareciéndolas en algunos casos. El mejor ejemplo es el de Enciclopedia Británica, cuyo declive comenzó cuando Microsoft lanzó su enciclopedia digital, Encarta, a un precio de 99 dólares versus los mil que costaba la famosa colección de volúmenes impresos. Anderson calcula que por cada dólar que obtuvo Microsoft en ventas de Encarta, la industria de las enciclopedias impresas perdió seis dólares. Alguien podría argumentar que se destruyó mucho valor al “matar” la industria, pero en realidad éste se transfirió a la sociedad en formas difíciles de medir. La historia termina con el cierre de Encarta en 2009 y un sitio de Internet llamado Wikipedia con millones de artículos y usuarios… y cero utilidades.
En términos de políticas públicas, la revolución de lo gratis debe ser estudiada con cuidado. Con respecto a la competencia y regulación, hoy debe pensarse en qué hacer con empresas que acaparan buena parte del mercado, un fenómeno aparentemente alentado por lo digital. Así como en mercados tradicionales un jugador líder puede tener el 60 por ciento del mercado, otro jugador el 30 y el siguiente el 10, en Internet un jugador líder puede concentrar hasta el 95 por ciento de los usuarios. La razón: el efecto “red” o de “masa crítica”. Por ejemplo, se vuelve difícil competir contra Wikipedia cuando este sitio ya tiene una enorme masa crítica en términos de usuarios y economías de escala. En el caso de Facebook, los usuarios optan por este sitio porque sus amigos ya lo hicieron anteriormente, de modo que la tendencia se refuerza a sí misma. Igual con Amazon: los usuarios prefieren a esta empresa porque ofrece más reseñas que su competencia, y porque hay más usuarios en Amazon, se generan aún más reseñas.
La gratuidad puede incluso alterar nuestra visión de los derechos de propiedad. En China, por ejemplo, donde la piratería de música es apabullante y el gobierno parecería haberse resignado en este tema, los artistas han entendido que la difusión de su música se traduce en popularidad, la cual puede ser capitalizada vía conciertos, descargas de tonos musicales en celulares -una industria muy desarrollada en ese país- y patrocinios para el anuncio de productos. En Brasil, por otra parte, se ha ido más allá de la música. El gobierno brasileño ha atentado contra los derechos de propiedad intelectual al amenazar a las grandes farmacéuticas con autorizar la manufactura de algunos productos considerado “claves”, como lo son retrovirales contra el Sida, sin el pago de regalías. Esta amenaza “persuadió” a las empresas a reducir el precio de varios medicamentos hasta en 50 por ciento. (Qué repercusión podría tener esto sobre los incentivos de las farmacéuticas a investigar e innovar, es otro tema.)
Muchas empresas en México harían bien en hacer de lo “gratis” una estrategia a su favor. Los funcionarios también deberían tomar nota: los gobiernos de muchos otros países ya han recurrido con éxito al software de open source (gratuito aunque con costos de implementación), generando ahorros importantes. Por último, la creciente abundancia de la información y servicios sin costo en Internet es un llamado a que la población realmente tenga acceso a los medios tecnológicos para aprovechar el fenómeno de la gratuidad. La disponibilidad, sin costo, de miles de herramientas y fuentes de información en la red representa una oportunidad inédita para “igualar la cancha de juego” entre grupos sociales. Sin embargo, si seguimos con buena parte de la población excluida del Internet y con conexiones lentas y caras, de nada nos servirán todos los Wikipedias del mundo.
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