El poder ¿para qué?

Presidencia

Todos los presidentes se sienten destinados a cambiar el mundo. Muy pocos, de hecho casi ninguno, lo logra. Sin embargo, este hecho comprobable nunca ha servido para convencer a los aspirantes a la presidencia y menos a los que ya llegaron y se sienten omnipotentes una vez ahí. Pero el problema no reside en el deseo de cambiar al mundo, legítimo en sí mismo, sino en el hecho de que la mayoría de los presidentes cree que el mero hecho de sentarse en la silla conlleva un cambio en la realidad. La historia demuestra que no es así: el poder no es para guardarse o acumularse sino para emplearse porque no hay nada más fútil, nada más efímero, que el poder presidencial.

Mi impresión de cuatro décadas de observar a ocho presidencias es que cuando un presidente se sienta en la silla y, sobre todo, cuando consolida su poder, siente que el mundo le debe la vida y que “ya la hizo”. Nada puede impedir su triunfo y lo único que falta es que la realidad comience a evidenciar un cambio radical. La historia demuestra que los sueños de grandeza son sólo eso: sueños. Todo el resto es trabajo duro. Lamentablemente, muy pocos presidentes se percatan de que el poder es para emplearse y por eso pocos logran su cometido.

Hace años visité una exhibición del Faraón Tutankamón. Ningún grupo de soberanos jamás gozó de la ilusión de un poder más grande. Ramsés II reinó por 66 años: a juzgar por las imágenes de poder, las pirámides y los enormes monumentos en Luxor y Abu Simbel el poder fue enorme pero no quedó nada más que eso. Todo ese poder se desvaneció y todo lo que quedó, siglos después, es un país pobre sin muchas oportunidades de desarrollo. A la salida recuerdo haber pensado en la futilidad el poder, en la impotencia que, a final de cuentas, éste representa.

A Napoleón Bonaparte no le fue mucho mejor. En el verano de 1812 encabezaba un ejército de más de un millón de hombres que se enfilaba hacia las puertas de Moscú. Tres años más tarde se encontraba desperdiciando su vida en la isla de Elba. En 1940 Hitler comandaba el ejército más poderoso del mundo; en 1945 se quejaba de que sólo Eva Braun y su perro se mantenían fieles. Al final de su vida, según la historia que cuenta su médico, el doctor Li Zhisui, Mao era una figura patética que ya no inspiraba autoridad alguna. La historia está saturada de hombres poderosos y frustrados.

Es aleccionador observar que, en las últimas décadas, el único presidente mexicano que destaca por haber sobrevivido el oprobio de la historia y la reprobación generalizada de la población es el menos ambicioso de todos. El único presidente que ha logrado el respeto de la población es quien se dedicó en cuerpo y alma a un conjunto de objetivos limitados pero realistas: atendió los problemas del momento, dejando los sueños de grandeza y trascendencia histórica en el closet. Ernesto Zedillo quizá pudo haber apuntado hacia algo más grande pero, con la perspectiva que permite el tiempo, es el único que logró lo que se propuso y es ampliamente reconocido por ello. No es poca cosa y menos cuando se le compara con el resto.

La grandeza del poder no se encuentra en los símbolos, las apariencias o los acólitos gratuitos sino en los resultados de su ejercicio. Como dice el dicho, el año más difícil de la presidencia mexicana es el séptimo porque es en ese momento cuando comienza la realidad. Es en ese momento cuando el presidente recién salido comienza a otear el mundo como es y no como lo imaginaba. Los presidentes que resaltan son aquellos que voltean y pueden observar al menos un legado respetable. De los ocho que me ha tocado ver en persona sólo uno pasa la prueba. La historia sugeriría que es imperativo aprender del pasado la necesidad de evaluar el poder con humildad, como algo pasajero y, en última instancia, efímero. El poder no es lo que se tiene sino lo que se hace con él.

El punto no es negar el valor o trascendencia del poder, sino observar tanto sus limitaciones como sus posibilidades. Un presidente poderoso puede hacer un enorme bien, pero también un enorme mal. Los que son exitosos son aquellos que aceptan la realidad como es y emplean su poder para aprovecharla y sacarle todo el beneficio posible. En esta era del mundo y del país, la realidad se mide por dos cosas muy simples: el grado de institucionalización del poder y de la sociedad y el crecimiento de la productividad. Podría parecer pueril disminuir todo el poder presidencial a estos dos elementos, pero no se trata de algo trivial: esos son los factores que podrían transformar a México. Un presidente que lograra incidir favorablemente en ellos transformaría al país y, con ello, lograría el legado que ha sido imposible para siete de los últimos ocho presidentes.

La institucionalización del país es una promesa que se remonta a Plutarco Elías Calles, el primer presidente que entendió la necesidad de lograrlo pero, como el niño pequeño que sabe lo que no se debe hacer pero lo hace de todas maneras, prefirió el beneficio del poder, así acabara siendo efímero, que el de la institucionalización. Institucionalizar implica limitar los poderes del presidente, razón por la cual casi ninguno lo ha promovido. La paradoja es que sólo un presidente poderoso puede avanzar una agenda de institucionalización.

Baste observar el penoso espectáculo que ofrecen entidades como el IFE, el IFAI y varios de los organismos de regulación económica para reconocer que el país no ha logrado la institucionalización de sus principales funciones ejecutivas. Presumimos de ello pero todos sabemos de la fragilidad de lo que se ha construido. La tentación obvia sería acabar con el concepto e imponer a sacristanes confiables. Lo que hay que hacer es nombrar a funcionarios públicos dedicados y comprometidos con el Estado, no con el gobierno. Personas intachables que no se dedicarán a cuidar su nombre y espalda sino el éxito de su función. Personas que no cederán ante la presión de la autoridad superior.

En el ámbito económico no se requiere ser un científico espacial para saber que el factor de éxito se llama productividad. Todo lo que contribuye a su crecimiento debe ser bienvenido, todo lo que la impide debe ser erradicado. Las claves son competencia, eliminación de obstáculos, menos burocracia, simplificación, apertura, cero preferencias (y discriminación). Todo el resto impide el crecimiento de la productividad, el factor que permite elevar los ingresos de la población.

Instituciones y productividad. Para eso es el poder, si es que el presidente realmente quiere trascender. Podría parecer poca cosa, pero es todo, mucho más de lo que podría imaginar en su primer año.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.