Todas las evaluaciones internas sobre los problemas de la economía suelen incluir: la falta de crédito, la competitividad de la planta industrial y la competencia por parte de productos chinos. Cada uno de estos síntomas tiene su propia dinámica y estructura de causalidad; lo que los tres tienen en común es que, en el fondo, se trata del mismo problema.
Primero el crédito. Una queja perenne y permanente del lado empresarial, y de no pocos políticos, es la que se refiere a la relativamente baja “bancarización” de la economía mexicana y, sobre todo, la participación del crédito como porcentaje del PIB. La participación del sistema bancario en la economía es menor que en otras economías similares pero hay razones que explican la diferencia. En Brasil, el crédito total otorgado a personas y empresas representó aproximadamente 60% del PIB en 2012, comparado con 27% en México. De ese 60% en Brasil, el banco de desarrollo BNDES representó 21% del PIB, o sea, la tercera parte del crédito total. Visto en conjunto, todo indicaría que una explicación de los problemas del crecimiento en México yace en la ausencia de crédito.
Un análisis más cuidadoso revela factores trascendentes. Por un lado, en contraste con los bancos privados, el BNDES ha tomado enormes riesgos crediticios y ha asumido ingentes pasivos empresariales. Muchos analistas anticipan que mucha de su cartera acabará siendo incobrable. El tiempo dirá. Con eso, las cifras que sí son comparables son 49 vs 27, es decir, una diferencia de 22 puntos porcentuales, que no son pocos, y quizá se explique fundamentalmente por la crisis bancaria de los noventa en México, que generó una cultura financiera mucho menos tolerante al riesgo de lo que existía antes. Pero hay otro factor que es mucho más revelador: las cifras de crédito a empresas grandes y al consumo en México no son significativamente distintas a las brasileñas. La gran diferencia reside en el sector industrial pequeño y mediano, donde casi no se extiende crédito en México.
En la baja competitividad de la planta productiva yace quizá el principal problema de la industria nacional. Si uno escucha a esos empresarios, la explicación se remite al asunto del crédito, la ausencia de apoyos y protección por parte del gobierno y el contrabando, es decir, el tercer factor. El problema del crédito es real pero circular: no hay crédito por la falta de competitividad y no hay competitividad por la falta de crédito. Los bancos afirman, con razón desde mi perspectiva, que no es posible extenderle crédito a empresas que no tienen un proyecto viable y competitivo de inversión, susceptible de tornarlas exitosas en una economía globalizada. La demanda por subsidios y protección arancelaria y no arancelaria (demanda cada vez más exitosa en esta administración) confirma lo que dicen los bancos: que estas empresas pretenden vivir no por su capacidad para producir bienes que el mercado demanda a buenos precios y de buena calidad sino por la protección que les confiere el gobierno respecto a sus competidores. Incrementar el crédito vía NAFINSA no va a resolver el problema.
En su esencia, el problema industrial del país se remite a un desempate que ha ocurrido entre la teoría y la realidad. Hasta los ochenta, la estructura de la economía mexicana no era muy distinta a la brasileña. El modelo de desarrollo que se había adoptado después de la segunda guerra mundial se orientaba a promover el crecimiento de la industria por medio de subsidios y protección de importaciones. Se buscaba, a través de la substitución de importaciones, el crecimiento de una poderosa industria. El modelo privilegiaba al productor por encima del consumidor y acabó creando una industria poco competitiva que típicamente producía bienes de baja calidad a altos precios. En los ochenta, el gobierno mexicano optó por la liberalización comercial con el objetivo de elevar la competitividad de la economía y, con ello, mejorar tanto la calidad como el precio de los bienes, pero sobre todo favorecer un rápido crecimiento de la productividad que se tradujera en mejores empleos con salarios más elevados.
Detrás de la decisión de liberalizar reside un principio bien conocido entre los estudiosos de la economía: el de la ventaja comparativa. En una ocasión, el matemático Stanislaw Ulam le preguntó al decano de los economistas de su época, Paul Samuelson, si había un ejemplo de un principio económico que fuese, a una misma vez, verídico de manera universal y no evidente. Samuelson respondió de inmediato con el principio de la ventaja comparativa de David Ricardo, elaborado en 1817. Bajo este principio, lo que importa para una economía no es su capacidad y habilidad absoluta de producir bienes sino esa capacidad y habilidad relativa, respecto a otros.
Aunque en un país se produzcan muchas cosas, cada economía es más eficiente en la producción de unos bienes que en otros. Bajo esta premisa, el comercio internacional permite que un país se especialice en algún tipo de bienes que además exportará, mientras importa otros en que es menos eficiente, logrando con ello un nivel de bienestar mayor. El principio está bien establecido y no hay la menor duda que funciona. El problema es cómo aplicarlo en una economía que ya opera bajo la premisa de la virtual inexistencia de comercio internacional, como era nuestro caso hasta los ochenta.
De acuerdo a la teoría económica, al liberalizarse la economía mexicana, el país se habría especializado en cierto tipo de bienes (como electrónicos, automóviles, motores, aviación, frutas y verduras, carne, etcétera, es decir, todos los sectores en que somos brutalmente competitivos como exportadores) y habría abandonado otros sectores en que no tenemos ventajas comparativas y que sólo existieron como resultado de la estrategia de protección y subsidio de antaño. Algo de esto ocurrió, lo que explica la desaparición de muchas empresas en sectores como juguetes y textiles pero, gracias a la persistencia de mecanismos directos e indirectos de protección, muchas empresas que normalmente habrían tenido que transformarse o fenecer permanecen funcionando. Unos cuantos se benefician a costa de un menor crecimiento general de la economía.
El país enfrenta un dilema que no se ha resuelto desde la apertura comercial hace casi treinta años: entrar de lleno a la construcción de una planta productiva moderna o persistir en la protección de un sector que, como está, no tiene futuro. Se puede persistir, pero el costo es creciente y se mide en malos empleos, bajo crecimiento y, sobre todo, empleos poco productivos que, inevitablemente, pagan mal.
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