En lugar de estimular la libertad de los ciudadanos de optar por las películas que más les gusten, la iniciativa de ley que circula por los pasillos de la Cámara de Diputados tiende a cerrar las pocas puertas que ya están abiertas. Nadie en su sano juicio puede oponerse a que se promueva el cine nacional o a que se busquen maneras de fortalecerlo y desarrollarlo. Pero esa promoción no puede realizarse a costa del debilitamiento de los segmentos de distribución y exhibición de la industria cinematográfica. Se trata de un argumento económico que esconde un ataque a la libertad individual.
La industria cinematográfica enfrenta un dilema semejante en todos los países del mundo, con excepción de uno. Para nadie es novedad que la gran mayoría de las películas que se exhiben en los cines de todos los países son de origen estadounidense. Este hecho causa resquemor en un gran número de naciones. En algunos casos, los críticos e intelectuales reprueban el hecho mismo de que, a través del cine, se proyecte el llamado “American Way of Life” como ejemplo a seguirse en todo el mundo. El hecho de que los consumidores disfruten del cine estadounidense constituye una verdadera afrenta a los códigos culturales que, según esos críticos, la población debería sostener y respetar en su actuar cotidiano. Es decir, según esos críticos, en países tan diversos como Francia y Argentina y en regiones como Quebec, en Canadá, los individuos no deberían tener la libertad de hacer con sus horas de diversión lo que les dé la gana.
La consecuencia de esas posturas ha sido, en muchos países, la de introducir legislaciones dirigidas a limitar el número de películas extranjeras que pueden ser exhibidas y, a la vez, subsidiar a la industria cinematográfica local. Esas legislaciones típicamente utilizan dos instrumentos: por una parte, le exigen a los propietarios de los cines que destinen un amplio número de salas y asientos a la exhibición de películas nacionales que en algunos casos alcanza hasta el treinta por ciento del total. El otro instrumento que se emplea es el del subsidio a la industria local. Los resultados de esos esfuerzos han sido magros, si no es que contraproducentes, en todo el mundo, sin excepción.
El hecho de que se facilite y subsidie la producción y exhibición de películas nacionales no ha traído como consecuencia que la calidad de esas cintas mejore o, mucho más importante, que la población las quiera ver. Muchas de las mejores cintas mexicanas de los últimos tiempos no han gozado de subsidio alguno, lo que no ha impedido que tengan un éxito enorme. El punto es que el subsidio no garantiza el éxito de una película y, en cambio, sí constituye un fuerte freno a la libertad ciudadana.
El gusto del consumidor no puede ser impuesto por un conjunto de críticos, intelectuales o productores de cine. La población va al cine porque ahí encuentra entretenimiento. Si hubiera películas nacionales de buena calidad, los espectadores las verían con el mismo interés que ven las extranjeras, como muestran ejemplos tan distintos como: Cilantro y Perejil, Como Agua Para Chocolate, El Secreto de Romelia, El Bulto, Sólo con tu Pareja y La Mujer de Benjamín. Más publicidad, mejor promoción y mercadotecnia seguramente habrían hecho todavía más exitosas a estas cintas y a otras más. Lo significativo es que hay cintas nacionales que son apreciadas por el auditorio sin necesidad de limitar la capacidad de decisión del ciudadano que asiste al cine.
Pero lo anterior no niega que efectivamente existe un grave problema en el cine nacional. Las cintas que tienen éxito son muy pocas, su calidad suele ser ínfima, la producción con frecuencia es patética (inclusive en muchas de las cintas exitosas) y la capacidad de atraer a los auditorios prácticamente nula. Estos problemas son serios y requieren de atención. Pero la salida fácil que encuentran los promotores de una reforma a la Ley de Cinematografía en estudio está orientada a forrar los bolsillos de los productores fracasados y no a mejorar el cine nacional.
Según la “Iniciativa de Reformas y Adiciones a la Ley Federal de Cinematografía”: 1) las salas de exhibición y empresas que rentan películas tendrían que transferir el cinco por ciento de su cobranza a un fideicomiso de promoción de películas mexicanas; 2) estaría prohibido el doblaje de películas extranjeras; 3) las salas de exhibición tendrían que destinar por lo menos el treinta por ciento de sus funciones por pantalla al estreno de películas mexicanas; y 4) los empresarios cinematográficos no podrían exhibir películas importadas en un porcentaje mayor al treinta por ciento destinado a las películas nacionales.
Aunque cada uno de los requisitos propuestos en la iniciativa de ley pudiera responder a un objetivo razonable, el medio escogido para lograrlo es inaceptable. En primer lugar, es simplemente absurdo pretender obligar a que un empresario subsidie a otro empresario. La noción de que la producción cinematográfica nacional debe prosperar como resultado de la transferencia de un enorme subsidio por parte de los empresarios de la exhibición, no es distinta a la de pedirle a los productores de tela que subsidien a la industria de la confección (o viceversa) o a que los banqueros cobren tasas más bajas a una determinada industria porque eso conviene a sus empresarios. La única fuente socialmente aceptable de subsidio para una industria es el gobierno. Si existe consenso político (en el Congreso o en la sociedad) de que el apoyo, la promoción y el subsidio de la industria cinematográfica es una manera de preservar los valores nacionales, esto debe hacerse con cargo al presupuesto público, que está bajo el control de los diputados. Cualquier otra modalidad de subsidio sería atentatoria contra la esencia de la libertad de empresa.
Lo mismo ocurre en el tema de los porcentajes de salas y asientos que, según la iniciativa, deberían ser destinados a la exhibición de estrenos de películas nacionales. Los propietarios de las salas de exhibición están en el negocio de exhibir películas que les resulten rentables, sean éstas nacionales o extranjeras. Si una cinta determinada, independientemente de su origen, cautiva el interés del auditorio, la empresa exhibidora le destinará todas las salas y asientos que sean necesarios. Para que las cintas nacionales ganen ese auditorio necesitarán mejorar su calidad y sus estrategias de comercialización. Pero son los espectadores, en uso pleno de su libertad, quienes deben escoger. En este sentido, la iniciativa de ley es paternalista y persigue un obscuro medio de subsidio para hacer ricos a algunos productores de cine sin garantía alguna de que eso mejorará la calidad de las películas o, en todo caso, de que éstas gozarán de la preferencia del público. El último experimento de esa naturaleza, en los setenta, arrojó decenas de películas que no llevaron a ninguna parte pero que enriquecieron a algunos vivales, incluyendo a parientes cercanos de grandes personajes de la política. Nadie puede, por decreto, mejorar la calidad del cine nacional, ni debe tener autoridad para manipular el gusto de los espectadores.
El doblaje es un tema más controvertido. Las películas infantiles con frecuencia siguen ese proceso, por la naturaleza del público al que están dirigidas. Yo en lo personal detesto las películas dobladas, pero reconozco que hay un enorme número de adultos mexicanos que requiere del doblaje por las terribles deficiencias de nuestro sistema educativo. Por ello, prohibir el doblaje es una manera más, pero particularmente burda e indigna, de discriminar al núcleo menos educado de la población y esto con el fin de subsidiar y proteger a los productores cinematográficos nacionales, que parecen no tener mucho más que ofrecerle al público espectador.
La industria cinematográfica nacional está decrépita por la incompetencia de sus directores, creadores y empresarios, no por la exhibición de películas del exterior. Ciertamente es loable el propósito de promover el desarrollo de esa industria, pero no a costa de los empresarios de la exhibición, ni mucho menos de la libertad de los mexicanos de decidir su forma de entretenimiento. Promovamos una industria cinematográfica nacional de la misma manera en que promovemos el desarrollo tecnológico o la investigación científica: por la vía del presupuesto público, en forma transparente y perfectamente enfocada, y no por la vía de la imposición. Es tiempo de abandonar el paternalismo que siempre tiende a retornar por la puerta trasera y de fortalecer -en lugar de disminuir- las pocas libertades con que efectivamente todavía cuenta la ciudadanía.
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