El gobierno prometió grandes cambios, pero los meses pasan y, pronto, dejará de tener la posibilidad de hablar del pasado sin referirse a sí mismo. La inercia es apabullante y constituye un riesgo creciente. Por supuesto, no todas las inercias son malas: en un sinnúmero de instancias la continuidad entre el gobierno anterior y el actual se ha traducido en enormes beneficios, como lo muestra la fortaleza del tipo de cambio, el hecho de que México no haya caído presa del efecto tango, como le ocurrió a Brasil y, más importante, que la tan temida transición política se diera sin violencia ni aspavientos. Las ventajas de la inercia son enormes, pero también lo son sus perjuicios. Para la mayor parte de los mexicanos se vuelve cada vez más difícil separar el gobierno anterior del actual. Empieza a crecer la sensación, al estilo de Lampedusa, de que todo cambió para que todo permaneciera igual. Pero ese no es el riesgo más grave. El verdadero riesgo reside en que acabemos peor de como empezamos. De no actuar en diversos frentes podemos terminar como Argentina, en crisis y sin opciones.
El gobierno actual no es culpable de los males que existen en el país y, a diferencia de sus predecesores (que, por asociación partidista, heredaban lo bueno pero también lo malo), nadie supone responsabilidad alguna sobre el pasado. Pero la abrumadora mayoría de los mexicanos, igual los que votaron por Vicente Fox que los que no lo hicieron, tiene carencias y demandas concretas que requieren respuestas. El riesgo para el nuevo gobierno reside en que todos esos mexicanos lo acaben viendo como otro más del montón y no como aquél que dio inicio a una nueva era, tal y como pretende ser considerada la presente administración.
Independientemente de cómo acabe siendo el desempeño del actual gobierno, el hecho de que éste emane de un partido distinto al PRI entraña, en sí mismo, el inicio de una nueva era para el país. Pero la presidencia se ganó para llevar a cabo un cambio y no para perseverar en un proyecto político que los propios electores desecharon. La oferta presidencial incluía no sólo programas específicos en diversas áreas sino también –y más importante- una nueva manera de hacer las cosas. Sin embargo, todo esto ha sido mucho más difícil de lograr de lo que suponía el gobierno gracias a la combinación de una extraordinaria complejidad en las labores gubernamentales, la inevitable inexperiencia que caracteriza al equipo gubernamental y, particularmente, la diversidad de objetivos, grupos, intereses y posturas que conformaron la coalición que organizó el entonces candidato Fox. Estas circunstancias han contribuido a que la inercia se haga cargo del volante del automóvil gubernamental.
A estas alturas ya es evidente que el gobierno del presidente Fox no va a poder cambiar al país tanto como pretendía. Eso ya era obvio para todos los mexicanos en el momento de depositar su voto y aún meses después, según muestra el seguimiento de las encuestas. En este sentido, la problemática que enfrenta el gobierno tiene menos que ver con el logro de determinados propósitos que con la creciente sensación de que no está al mando, es decir, que no está logrando dejar su propia marca en la vida del país. Quizá el mayor problema es que el presidente Fox no ha logrado imprimir un derrotero claro, un sentido de dirección específico. Esto resulta, al menos en parte, de esa noción abstracta y vaga de “cambio” que prometió en campaña, pero también es visible en la aparente incapacidad de avanzar al menos en unos cuantos temas que, a la larga, acabarían haciendo una gran diferencia.
Algunos de los temas clave del momento son por demás obvios y exigen acciones concretas para poder articular coaliciones legislativas que permitan avanzar la agenda presidencial. Entre estos se encuentran algunos como el de la consolidación de la democracia y el estado de derecho (con todo lo que eso implica en términos de reconocer la legitimidad de todos los actores políticos y el desarrollo de la estructura legal y profesional para hacer cumplir la ley), pero también aquéllos que el presidente identificó desde el principio: educación, seguridad y crecimiento económico. A la fecha, sin embargo, no hay un programa convincente con el que toda la población se sienta identificada en esas u otras áreas. Lo que es peor, ni siquiera hay un consenso dentro de su propio gabinete sobre el camino a seguir. Por ahí sería necesario comenzar.
Las iniciativas que adopte el gobierno no pueden ser más de lo mismo, pero tampoco pueden partir de un conjunto de deseos e ilusiones sin fundamento en la realidad. Visto desde esta perspectiva, los tropiezos legislativos que ha sufrido el gobierno a la fecha no son más que anuncios de los límites que impone esa realidad. Sin embargo, nada impide que el presidente reduzca las restricciones que ahora existen. De hecho, muchas de esas restricciones son autoimpuestas, producto de las contradicciones que se presentan entre los miembros de su gabinete y de la falta de definiciones claras y específicas sobre temas que han sido debatidos internamente hasta el cansancio -como el del manejo que se debe hacer del pasado- pero que no han conducido a decisiones firmes y definitivas por parte del ejecutivo. El punto no es que las decisiones deban ir en una dirección o en otra, sino que éstas tienen que tomarse y, una vez que se hayan tomado, tiene que desplegarse la capacidad para obligar a que todos los integrantes del gabinete se ciñan a las mismas. A la fecha no hay decisiones, ni la disciplina para hacerlas viables.
Por décadas, el país vivió inmerso en un conjunto interminable de círculos viciosos. Aunque seguramente nadie diseñó el sistema con el propósito de generar obstáculos en lugar de soluciones, no cabe la menor duda de que los criterios que guiaban las acciones y decisiones de los constructores del sistema priísta hicieron que esto así ocurriera. En lugar de perseguir grandes cambios cosméticos, el gobierno del presidente Fox debería abocarse a romper con esos vicios. Eso haría mucho más exitosa su gestión. Aunque en principio parece una tarea titánica, ésta es menos compleja de lo que aparenta. La mayoría de los problemas que enfrenta el ciudadano común y corriente se remite al exceso de discrecionalidad con que cuentan la burocracia. En lugar de facultades definidas y concretas, las leyes y regulaciones que caracterizan a nuestro sistema legal tienden a conferirle a la autoridad facultades tan amplias que generalmente derivan en arbitrariedad. Cuando un burócrata puede incidir, aunque sea indirectamente, en la viabilidad de un proyecto de inversión, u obligar a un ciudadano a volver a formarse en una cola interminable porque le faltó un documento para finalizar un trámite, su capacidad de extorsión es infinita. Eliminar esas facultades arbitrarias implicaría mejorar la vida de la mayoría de los mexicanos al facilitarle su actividad cotidiana y al darle un golpe definitivo a una de las fuentes más perniciosas y molestas de corrupción.
Pero los círculos viciosos no se agotan en la relación cotidiana entre los ciudadanos y la burocracia. La educación se ha convertido en un enorme cuello de botella para una infinidad de mexicanos que tiene enormes aspiraciones, pero pocas posibilidades de hacerlas realidad debido a la pésima educación básica que recibieron. La infraestructura es una vergüenza como lo ilustra nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo en torno a la inversión requerida para generar electricidad, así como el pésimo estado de un buen número de calles y carreteras, por no hablar de aeropuertos saturados como el de la ciudad de México. La inseguridad pública es motivo no sólo de quejas y temores por parte de los mexicanos y de un sinnúmero de inversionistas potenciales del exterior, sino que se ha convertido en un impedimento estructural al desarrollo. Aunque el gobierno actual no es culpable de esta situación, sus declaraciones al respecto tienden a ser cada vez más parecidas a las de sus predecesores: el problema, dicen, es menos grave de lo aparente, sobre todo porque así lo sugieren las estadísticas. El hecho es que el problema es tan grave que tiene paralizada a una buena parte de la población y el gobierno federal, como un buen número de sus contrapartes estatales y municipales, no tiene una política idónea para enfrentar el problema. Los meses pasan y los problemas que antes eran de otros ahora comienzan a ser suyos y, en algunos meses, la población va a comenzar a responsabilizarlo.
Por la naturaleza del sistema político que nos caracterizó por décadas, el país se rezagó en temas tan vitales como el de la democracia, la participación ciudadana, los pesos y contrapesos y la negociación política. El cambio producido por las elecciones del año pasado fue enorme y sacudió a todos los mexicanos por igual, cambiando los esquemas que hasta entonces existían. El problema hoy es que tenemos que aprender a vivir y funcionar en un contexto político totalmente distinto y enfrentarnos a problemas nuevos pero con las estructuras del pasado. Es como pelear una guerra del siglo XXI con armas del siglo XIX. La única manera de dar un salto y colocarnos en el momento actual es a través de un liderazgo presidencial efectivo, apoyado en un gabinete bien coordinado, que persigue un derrotero claro y que no pierde tiempo resolviendo conflictos internos sobre temas centrales de la administración.
El liderazgo presidencial ha sido excepcional en sus primeros meses, pero se ha orientado menos a construir el país del futuro que ha mantener las expectativas de los mexicanos respecto a ese futuro. Para ser exitoso, el gobierno tiene que actuar en ambos frentes: debe definir las prioridades y hacerlas acatar al interior de su administración, a la vez que convence a los mexicanos de su trascendencia e importancia. La evolución reciente de Argentina pone de manifiesto los enormes costos, en términos de empleos y bienestar, que ocasiona la reticencia de los políticos a enfrentar los problemas a tiempo (en este caso particular, el referente al tema fiscal). La experiencia argentina debería obligar a los mexicanos –desde el presidente de la república hasta el ciudadano más modesto- a reflexionar sobre el camino que, de facto, estamos adoptando. Sería muy triste que esta administración, que sin duda marca un hito en nuestra historia política moderna, concluya con una crisis por nuestra incapacidad de llegar a acuerdos en lo más elemental.
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