Si México viviera en una democracia consolidada, este artículo no tendría justificación ni razón de ser, pero nuestro país, desafortunadamente, aún no alcanza esa condición.
Está claro que el presidente tiene a salvo todos sus derechos políticos y entre ellos destaca, de manera relevante, el de la libre manifestación de sus ideas, que nadie puede pretender coartar o limitar en una democracia.
Empero, ese derecho tiene, en el caso del Ejecutivo mexicano, consideraciones e implicaciones que es preciso reconocer y valorar, y cuyas conclusiones apelan sencillamente a dos virtudes: a la prudencia y a la inteligencia del presidente de la República.
Debemos reconocer dos hechos: 1) que a pesar de todos los cambios que ha vivido nuestro país, no hemos reformado el poder, el Ejecutivo conserva un gran peso en nuestro sistema y sus opiniones políticas, su capacidad de presión y el uso de los recursos a su alcance le dan ventaja frente a los demás actores políticos. Como lo señaló hace poco algún secretario de Estad “El Presidente quizá no tiene poder para hacer el bien, pero sí tiene el poder para hacer el mal…” y, 2), que nuestra transición democrática viene de un régimen cuyo fundamento autoritario descansaba precisamente en la ventajosa relación presidente-partido.
A partir de estos dos hechos, debemos conceder que el presidente juega un rol fundamental en el cambio democrático y su actuación y su desempeño, de manera natural y explicable, están rodeados de sensibilidades, por lo tanto, cada una de sus acciones y palabras genera suspicacias políticas que es necesario aprender a procesar.
El riesgo estriba en que el poder presidencial pueda sesgar la equidad de la elección o bien generar la percepción de que eso pueda suceder.
En la última década de nuestra democracia el debate se ha centrado en la necesaria equidad en el juego democrático y el “fraude electoral” se ha trasladado, del robo de urnas y la mapachería profesional de los años 80, al uso abusivo de recursos, relaciones, redes, información y medios de comunicación.
Todos los actores, en 1994, reconocieron la limpieza de los comicios, pero también advirtieron que se trató de una elección inequitativa. Quizá por eso, en 2000, el presidente Zedillo actuó con tantos escrúpulos y discreción con respecto a la campaña de su partido y mantuvo una actitud prudente y tolerante hasta ante los ataques y malos modos recibidos de sus adversarios, entre quienes se encontraba el entonces candidato Vicente Fox. En justicia, debe reconocerse que el silencio de Zedillo contribuyó a lograr una alternancia pacífica y ordenada del poder.
En contraste con aquella actitud, seis años después, el presidente Fox está haciendo francamente campaña a favor de uno de los candidatos. Y le está dando resultado. El problema consiste en que la ventaja que está obteniendo Calderón, está siendo con cargo a la credibilidad y la legitimidad de las elecciones.
Ningún análisis serio puede pasar por alto las múltiples alusiones públicas y privadas que hace el presidente en contra de López Obrador. Están en sus discursos y en los medios las referencias contra el populismo, su mensaje de “si seguimos por este camino…” y su mal discurso hípico, en el cual el presidente recomienda continuamente cambiar de jinete, pero no de caballo.
El Consejo General del IFE emitió el 19 de febrero un Acuerdo de Neutralidad en el cual establece reglas para el comportamiento de los servidores públicos y, Fox, correctamente, aceptó acatarlo, pero debe reconocerse que eso no basta.
Es necesario que el presidente y su equipo dejen de hacer campaña a favor de un candidato, porque no es equitativo, no es democrático y, además, al hacerlo, van a terminar perjudicando a Calderón y dañando la credibilidad de todos los comicios y la gobernabilidad del país. ¿Qué, no lo entienden?
No podemos hablar hoy, en verdad, de una elección de Estado, ese es un argumento excesivo y absurdo, pero sí podemos mencionar una campaña del gobierno federal a favor de un candidato y eso es igualmente preocupante. El presidente con sus discursos y declaraciones exacerba los ánimos, polariza, confronta y se aleja de la Jefatura de Estado, para acercarse a la de una de las campañas.
Es un gesto de responsabilidad necesario, que el presidente guarde silencio en las seis semanas faltantes para la elección. Sólo se le pide a Fox neutralidad, atendiendo a las características de nuestro país y al momento actual de nuestra democracia. No es una obligación legal, pero es prudente e inteligente asumir una actitud más discreta y menos provocadora. Este no es el momento del mandatario, es el tiempo de las campañas y de los candidatos.
El silencio de los presidentes es algo que nuestra democracia deberá superar, pero, por lo pronto, lo necesitamos. Como decía Chesterton: “Cualquiera que quiera jugar algo tiene que ser serio,” si el mandatario quiere jugar a la democracia, lo menos que le podemos pedir es que sea serio…
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