El sistema entrampado

Competencia y Regulación

El gobierno, desde los ochenta, está entrampado en una reforma inconclusa porque ha demostrado que no está dispuesto a asumir las consecuencias de llevarla hasta su fin. En realidad el objetivo de los reformadores nunca fue -ni ha sido- transformar al país. Eso explica la problemática que ahora enfrentamos y que impide que se avance, se transforme y se modernice el sistema político y que se concluya con el proceso de modernización de la economía. Por bien intencionados que hayan sido los esfuerzos reformadores de los últimos tres gobiernos, la realidad es que la lógica que animó sus reformas está impidiendo que éstas sean totalmente exitosas. El resultado es un conjunto de contrastes brutales entre lo que funciona y lo que no funciona, entre lo que ha avanzado y lo que se ha rezagado y, en consecuencia, un proceso lento y engorroso de ajuste para millones de mexicanos. Lo más grave es que nada de esto ha cambiado ni es obvio que cambiaría de llegar otro partido a la presidencia de la República.

Cuando se inician las reformas económicas, a mediados de los ochenta, el gobierno se encontraba en una situación desesperada. Aunque el gobierno había introducido un severo paquete de medidas de austeridad para el gasto público a partir del mes de enero de 1983, dos años después la economía seguía contrayéndose, los precios ascendían sin control y la deuda pública, tanto la interna como la externa, era tan grande que resultaba impagable. El enojo popular crecía. Apenas un par de años después de la expropiación de los bancos, los empresarios no tenían certeza alguna de que se restablecería un entorno propicio al desarrollo económico. Los políticos comenzaban a mostrarse inquietos, demandando “menos realidades y más promesas” por parte del gobierno. De una o de otra manera, la situación tanto económica como política era sumamente grave.

Pero el gobierno se encontraba en un dilema sin salida aparente. Resultaba crecientemente evidente que, para poder reactivarse con fuerza, la economía del país exigía cambios drásticos. Sin embargo, cualquier cambio significativo entrañaba la afectación de intereses burocráticos y políticos que el gobierno no estaba dispuesto a tocar. Por tres años, las pugnas interburocráticas no permitieron avanzar más allá del terreno de las finanzas públicas. La economía se administró, en esos años, de acuerdo al principio aplicado exitosamente durante los cincuenta y sesenta: procurar un equilibrio fiscal. Aunque ese equilibrio no se logró sino hasta el final de los ochenta, la noción de que lo único que se requería para reactivar la economía era un manejo prudente de las cuentas públicas fue derrotado por la terca realidad: por más que el gobierno se caracterizó por su extraordinaria prudencia, sobre todo cuando se le compara con los doce años anteriores de lujuria fiscal, la economía ni se estabilizaba ni mostraba capacidad de sólida recuperación. Para fines de 1985 las cosas comenzaron a cambiar.

Ante el riesgo de poner en entredicho la estabilidad política del país, a final de 1985 el gobierno comenzó a introducir diversas reformas que, aunque tibias, eran sumamente significativas. Las más importantes de éstas fueron la apertura de la economía a las importaciones, seguida de la solicitud para ingresar al GATT y algunas privatizaciones. En retrospectiva, quizá lo más importante de las reformas llevadas a cabo entre 1985 y 1988 fue el cambio de orientación de la economía y la sociedad que éstas iniciaron. De una economía cerrada y orientada hacia en interior y hacia atrás, las reformas comenzaron a forzar a los agentes económicos a ver hacia afuera y hacia adelante.

Casi quince años después, es evidente que esas reformas iniciaron una verdadera revolución económica que, si bien está lejos de haber resuelto los problemas del país, ciertamente ha abierto un horizonte de oportunidades que a mediados de los ochenta simplemente no existía. Pero esas reformas nacieron preñadas de contradicciones que hoy se han convertido en factores paralizantes, en impedimentos a la conclusión exitosa de las reformas económicas o a la construcción de una sólida base de desarrollo político para el país.

Las reformas económicas iniciadas en 1985, y proseguidas con altibajos desde entonces, tenían un objetivo político muy específico: el lograr una reactivación económica que permitiera mantener intacto el statu quo político. Es decir, por ambiciosas que hubiesen sido las reformas a distintos aspectos de la política y estructura económica, el objetivo último era el de preservar intacto al sistema político. No es que se hubiera iniciado primero una reforma económica para luego empatarla con una eventual reforma política en un proyecto de reforma integral, sino que el objetivo de entrada era hacer innecesaria una profunda reforma política.

La contradicción inherente en el origen de las reformas económicas ha resultado catastrófica para el desarrollo tanto de la economía como del sistema político en el país. Por una parte, ha impedido que se avance tanto como hubiera sido posible en el ámbito económico porque el gobierno todavía concibe a la reforma de la economía como un costo y no como una oportunidad. Por la otra, ha evitado que el gobierno lleve a cabo una profunda modernización política, convirtiéndolo en un obstáculo a cualquier cambio y, peor, en un guardián de los intereses más retrógrados (y, con frecuencia contraproducentes) de su partido. Lo peor de todo es que las reformas económicas han minado los intereses de muchos de los grupos y apoyos más fuertes del gobierno y del PRI y, con ello, los mecanismos de control que los mantenía disciplinados, sin que se hayan creado los mecanismos alternos para canalizar esas enormes fuerzas en una dirección positiva. Esto explica, al menos en forma indirecta, tanto el caos político al que en ocasiones parecemos encaminarnos, como problemas esenciales como el de la criminalidad.

Las reformas económicas gradualmente erosionaron muchos intereses y monopolios burocráticos dentro y fuera del gobierno: por ejemplo, con la liberalización de importaciones desapareció toda una mafia de burócratas y coyotes dedicada a conseguir permisos de importación (o a impedir que algún competidor los obtuviera). Lo mismo ocurrió con la desregulación de toda clase de procedimientos gubernamentales y legales, cuya única razón de existir era la protección de intereses políticos y burocráticos que por décadas habían medrado -directa o indirectamente- de la sociedad. Poco a poco, los beneficios de un sinnúmero de grupos y personas a los cuales les había “hecho justicia la Revolución” comenzaron a disminuirse y, en muchos casos, a desaparecer. Cuando se inicia la privatización de empresas esos intereses pierden enormes fuentes de negocios e ingresos. Aunque muchos grupos políticos que abandonaron al PRI desde entonces lo hicieron por diferencias ideológicas muy respetables, una gran parte de ellos tenían razones más mundanas y terrenales para hacerlo…

Por quince años, tres distintas administraciones han perseverado en un proceso de reforma sumamente ambicioso y trascendente. Para ello han empleado toda la fuerza del gobierno. Lo que han logrado es una economía cada vez más competitiva y pujante y con un potencial por demás promisorio, aunque sus beneficios estén lejos de haber alcanzado a todos los mexicanos. Pero todos esos cambios han tenido un extraordinario costo, muy superior al necesario, porque el paradigma que orienta al actuar gubernamental no es el de un país moderno que mira hacia adelante, sino el de un grupo aferrado al poder, renuente a transformar al país, que se ha quedado a la mitad del camino: impedido de retornar al pasado pero sin la convicción de seguir adelante.

El paradigma que orienta al actuar gubernamental es el de antaño. Si el gobierno pudiera, retornaría al mundo ideal de los sesenta en el que la burocracia determinaba desde las tasas de interés hasta el tipo de cambio y los precios de la mayor parte de los bienes; en el que los empresarios invertían donde y cuando el gobierno decía; en el que la guía más certera para actuar era la de la cleptocracia; el mundo de un partido dominante; una sociedad sin información y sin derecho a obtenerla; y, por encima de todo lo anterior, una total ausencia de competencia en lo económico y en lo político. A diferencia de países como Chile y Argentina, el gobierno mexicano ha avanzado mucho en lo económico, pero sigue pensando en lo deseable que sería retornar al pasado.

El problema es que el costo de las resistencias burocráticas y políticas al cambio lo pagamos todos los mexicanos. Las instituciones que sostenían al país han venido perdiendo efectividad y con ellas han desaparecido los incentivos para que los grupos e intereses políticos se sumen al esfuerzo por alcanzar y mantener la estabilidad. Lo imperativo sería alcanzar acuerdos políticos para reconstruir el andamiaje institucional del país, promover la competencia económica y política, fortalecer todas las fuentes potenciales de pesos y contrapesos, modernizar al poder legislativo, modificar los incentivos que hoy conducen a la parálisis en éste y, en general, introducir una profunda modernización institucional en el país. Pero el gobierno no puede liderear semejante proceso porque su visión se limita a salvar al viejo sistema político, como muestra la incapacidad del PRI de definir un proceso viable de apertura y transformación. En la economía tuvimos que esperar hasta llegar al borde del abismo para que se iniciara un proceso de reformas económicas; ¿tendremos que adentrarnos en el caos político para que finalmente comience a cambiar el paradigma político que nos mantiene estancados?

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.