El caso de Walmart nos descara porque ilustra una faceta de nuestra vida que nadie quiere enfrentar. Todos sabemos que en México no se puede resolver nada sin el empleo de un gestor que, en buen castellano, implica una negociación, sea ésta lícita o no. El impactante rasgado de vestiduras que el caso ha suscitado no hace más que confirmar el viejo dicho de que “un buen chivo expiatorio es casi tan bienvenido como la solución al problema”.
Más allá de lo específico del caso Walmart, cuyos detalles siguen siendo obscuros, lo que éste evidencia es la contradicción fundamental que hoy caracteriza al país y que se puede sintetizar en una frase: hoy tenemos empresarios del primer mundo pero seguimos teniendo un sistema gubernamental del quinto. La capacidad de crecimiento del país depende de la fortaleza de las empresas, pero ésta siempre se verá coartada por el poder de una inmunda burocracia cuya racionalidad nada tiene que ver con el crecimiento de la economía, la generación de empleos o el enriquecimiento del país.
El asunto exhibe varios ángulos. Ante todo está la transformación económica que ha experimentado el país en las últimas décadas y que, aunque real, ha tenido menor impacto del prometido. En los últimos veinticinco años se han hecho numerosas “inversiones” que, poco a poco, han transformado la naturaleza de la economía. Entre éstas sobresalen: la liberalización de las importaciones, que ha disminuido drásticamente el costo de insumos industriales, pero también de la carne, ropa y calzado, por citar ejemplos obvios. El crecimiento de la infraestructura física -carreteras, presas, puentes, generación eléctrica- ha permitido elevar la productividad de las empresas, reducir costos en las comunicaciones y hacer confiable el suministro del fluido eléctrico. La capacidad exportadora del país se ha multiplicado en volumen y en diversidad geográfica. Con todos sus defectos, el sistema electoral ha transformado la cultura política. La clase media ha crecido de manera prodigiosa. La productividad de las empresas es hoy comparable a la de economías mucho más ricas que la nuestra. El punto es que, a pesar de todas las limitaciones y problemas, el país se está transformando por debajo de la superficie.
Ciertamente persisten rezagos en materia económica y los insumos que proveen muchas de las empresas estatales, sobre todo PEMEX, no son competitivos en precio o confiables en sus tiempos de entrega. De la misma forma, continúa habiendo un sinnúmero de actividades que siguen protegidas y, por lo tanto, gozando del dudoso privilegio de no tener que competir. El resultado de todos estos males es que el conjunto de la economía es menos competitivo de lo que podría ser y que más que generalizarse los beneficios de la parte exitosa de la actividad productiva, estos tienden a concentrarse. Pero lo que no puede ignorarse es que hoy tenemos miles de empresas que son ultra competitivas y que, poco a poco, están cambiando la faz de nuestra economía.
Lo que no ha cambiado es la calidad de la administración gubernamental, sobre todo a nivel estatal y municipal. La famosa “permisología” sigue tan compleja como siempre. La simple apertura de un negocio puede llevar meses y la incorporación a Hacienda o al IMSS puede dejar viejo al más hábil. Pero la palma se la llevan sin duda los gobiernos locales, cuyo modus vivendi depende de “contribuciones” por parte de las empresas para poder emprender cualquier actividad. Los permisos de construcción y uso de suelo son el instrumento histórico de enriquecimiento de los políticos y burócratas, a los que se suman autorizaciones diversas como venta de alcohol en restaurantes y apertura de comercios.
Lo que tenemos es el choque de dos mundos. Por un lado, la liberalización de la economía fue y sigue siendo parcial, dejando una infinidad de resquicios de improductividad. Por el otro, un sistema político que nunca se reformó y que se traduce en criterios de expoliación más que de promoción por parte de la autoridad, a todos los niveles de gobierno.
En el viejo sistema, mucho del cual persiste, los puestos gubernamentales y políticos se repartían con criterios de premiación de lealtad o necesidad de inclusión de grupos. Es decir, los nombramientos de funcionarios respondían a una lógica política y corporativista y entrañaban un permiso implícito para utilizar cada puesto para fines personales. La lealtad al sistema se premiaba con puestos que daban acceso al poder y/o a la corrupción. Un funcionario veía al puesto no como una oportunidad para generar desarrollo económico, atraer empresas a su localidad o elevar la productividad de una industria o sector, sino como un medio de enriquecimiento personal o grupal.
Esto último no ha cambiado prácticamente en ningún lado. Las autoridades delegacionales (DF) o municipales siguen entendiendo sus puestos como medios para beneficiar a sus clientelas o para acumular fondos para su propia bolsa o la próxima campaña electoral. Puesto en otros términos, la corrupción fue y sigue siendo la razón de ser de la distribución de puestos en el gobierno. Es verdaderamente excepcional el funcionario -nombrado o electo- que entiende su función como la de promover el desarrollo económico y allanar el camino para que éste ocurra.
Desde esta perspectiva, lo patético del caso Walmart no es la corrupción en que esa empresa pudiera haber incurrido, sino el impresionante show de hipocresía que ha caracterizado tanto a los políticos, que ahora se aprestan a revisar los expedientes, o muchos de los críticos, que hacen creer que nunca en su vida habían visto evidencia alguna de corrupción. Dudo que fuera posible encontrar a un solo mexicano que no se haya visto obligado a optar entre obtener el servicio o permiso que requiere al costo inevitable de la corrupción, o mantenerse en el limbo de la moralidad.
En lugar de insistir en este mundo de simulación, sería más útil comenzar a buscar la forma de resolver el problema de fondo: construir un país moderno. El país requiere institucionalizar sus procesos gubernamentales, eliminar las fuentes de discrecionalidad que le dan tanto poder a la burocracia y generar la plataforma de crecimiento que, por estas ausencias, sigue siendo tan enclenque. Profesionalizar los servicios municipales con gerentes que no cambien con los ciclos electorales sería un buen lugar para comenzar. Pero esto sólo sería relevante sólo si el objetivo es el desarrollo del país…
Decía Yogi Berra que “antes de construir una mejor ratonera, necesitamos asegurarnos si hay ratones”. La pregunta es si tenemos estadistas en ciernes o meros burócratas depredadores.
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