El TLC y la desigualdad social

Salud

Mucho se discute acerca del evidente problema de la desigualdad social. Tratándose de un problema ancestral que no ha sido atacado de manera definitiva, es irónico que muchos señalen al tratado de libre comercio de la región norteamericana como su causa. El TLC constituye un instrumento que puede servir para apalancar el desarrollo del país, pero no es, nunca fue concebido para ser, una estrategia integral de desarrollo. Es posible que al país le falte justamente eso: una estrategia integral de desarrollo que se apuntale en los dos instrumentos clave más exitosos de los últimos tiempos ?Oportunidades y el TLC- pero que vaya mucho más allá: que se proponga no sólo crear oportunidades, sino sesgar todas las políticas públicas a fin de avanzar decididamente hacia un desarrollo general que incluya a toda la población. El reporte de la Comisión Independiente sobre el Futuro de Norteamérica ofrece una perspectiva útil en esa dirección.

Vayamos por partes. La desigualdad es un hecho ostensible. Basta con observar el panorama nacional para identificar vastos contrastes de pobreza y riqueza, acceso y aislamiento. Aunque sin duda se trata de un problema ancestral, eso no lo justifica ni excusa su persistencia. De hecho, su existencia es el testimonio más convincente sobre los insuficientes, y muchas veces infructuosos, esfuerzos por impulsar el desarrollo del país, incluso de aquellos que fructificaron en tasas de crecimiento elevadas por largos periodos.

Lo peor de todo es que la brecha de la desigualdad se está ampliando. Por décadas, quizá siglos, esa brecha era persistente, pero no necesariamente se agudizaba. La pobreza convivía con la riqueza de una manera que siempre debió ser intolerable, pero no por ello era menos real. Pero esa brecha se ha agudizado no por el TLC, sino por los cambios estructurales que viene sufriendo la economía del mundo, incluida por supuesto la nuestra. En la medida en que se eliminan barreras al comercio y a la provisión de servicios (en parte por cambios en las regulaciones, pero sobre todo por el avance de la tecnología), la competencia en la producción de bienes tradicionales se torna inmisericorde.

La desigualdad se ha agudizado precisamente porque lo que se ha vuelto más rentable en esta nueva era del desarrollo económico es aquello vinculado ya no con el uso de la fuerza muscular, sino con la capacidad cerebral. Si un chino, un haitiano o un mexicano pueden llevar a cabo exactamente el mismo proceso industrial pero a diferentes costos, es porque la capacidad de competir en ese nivel se reduce a dos factores: la productividad y el salario. La productividad depende de la tecnología que se emplee y del valor agregado que le imprima cada empresa y trabajador. Si para fines de ejemplo suponemos que la tecnología empleada es la misma, el salario va a determinar quién se queda en el mercado y quién es desplazado.

Si llevamos este argumento un paso más adelante, hacia los servicios, las diferencias se tornan mucho más patentes, abriendo un sinfín de oportunidades. El esfuerzo que ha emprendido India por insertarse en la globalización a través de servicios más que de procesos industriales es particularmente relevante. En los servicios de valor agregado (aquellos que requieren de la creatividad y capacidad cerebral del trabajador más que de su mano de obra), lo que cuenta no es la capacidad de la persona para coser mil botones por minuto o jalar una palanca de determinada manera cada cierto tiempo, sino su habilidad para resolver problemas, incorporar nuevas ideas. En su versión más primitiva, como pueden ser los centros de atención telefónica que han hecho famosa a la ciudad de Bangalore, las personas tienen que atacar problemas relativamente simples, como preguntas sobre cuentas bancarias o formas de resolver un problema en la operación de una computadora o un sistema de sonido. En la medida en que se avanza en la escala de la complejidad, esos servicios involucran la preparación de declaraciones fiscales, lectura de análisis clínicos o radiográficos, diseño y desarrollo de software, etc.

En la era del conocimiento, la desigualdad se profundiza porque lo que cuenta son las capacidades intrínsecas de las personas, las cuales dependen en buena medida de dos fuentes: las que cada quien desarrolla en su casa y ambiente de nacimiento y las que le provee el sistema educativo y de salud. Algunas de esas diferencias son en cierta forma inevitables: un niño urbano y uno rural pueden nacer con los mismos atributos y en familias idénticas, pero el medio urbano constituye una fuente de estímulo mucho más poderosa que el rural. Pero otras diferencias son producto no del medio, sino de las políticas públicas: el conocimiento, la salud y el desarrollo de habilidades son factores que se desprenden directamente del sistema escolar y hospitalario (y de salud en general). El hecho de que las brechas se estén ampliando es un testimonio brutal de que ni uno ni el otro están funcionando en el país. En India, país infinitamente más complejo que el nuestro, ha habido avances notables en el sistema educativo y ese es el factor que explica su éxito, así sea todavía pequeño para un país tan enorme.

En todo esto, ¿qué tiene que ver el TLC con la desigualdad? La respuesta directa y exacta es que el TLC no tiene nada que ver. En su esencia, el TLC fue concebido como un instrumento para facilitar los flujos de inversión extranjera y eliminar barreras al comercio entre los tres países de Norteamérica. Si uno observa la forma en que ha crecido la inversión extranjera y el comercio, es evidente que esos objetivos se han logrado con creces. Pero así como son innegables los beneficios del TLC, una buena parte de la población no se siente satisfecha con su situación particular. La verdad, simple y llana, es que el TLC es un mero instrumento de política pública y no constituye una estrategia de desarrollo; aunque ha logrado sus objetivos de manera espectacular y sobrada, al país le sigue haciendo falta una estrategia integral de desarrollo. No hay vuelta de hoja.

Los números le dan la razón a la población que se siente insatisfecha. Según las Cuentas Nacionales que produce el INEGI, mientras que la región norte del país creció en un 53% entre 1994 y 2004, la región sur creció en sólo 16% y la del centro en 22%. Estas cifras nos dicen al menos tres cosas: primero, que los beneficios del crecimiento (y del TLC) se han distribuido de una manera muy desigual; segundo, dado que el TLC es de aplicación general en todo el territorio, resulta evidente que existen enormes problemas en el sur del país y que éstos le han salido carísimos a toda la población que ahí reside; y tercero, que hay muchas oportunidades, pero que no hemos sido capaces de aprovecharlas. La mejor evidencia de lo anterior es que una infinidad de personas y empresas han logrado un enorme éxito en el norte del país. ¿Qué no podría lograrse de haber mejores condiciones para que toda la población del país tuviera acceso?

Aunque se pueden identificar muchas diferencias entre el sur y el norte del país, una por demás significativa es la de la infraestructura. No cabe la menor duda de que el sur del país está mucho más desconectado del resto del mundo que el norte. Si bien nuestra infraestructura de por sí deja mucho que desear, las diferencias regionales son enormes. Y esas diferencias entrañan graves consecuencias para el desarrollo de la población en cada localidad. La falta de infraestructura favorece la existencia de cacicazgos y les confiere un enorme poder a los gobiernos local y estatal, a la vez que el aislamiento relativo crea inmensas oportunidades para la corrupción. No menos importante, esas carencias se traducen en gobernadores abusivos, inseguridad pública y, sobre todo, una impotencia ciudadana para forzar cambios a su realidad social y económica. El punto es que las diferencias en infraestructura favorecen (de hecho, promueven) el rezago en que vive una buena parte del país.

En días pasados se publicó el reporte final de la Comisión Independiente sobre el futuro de Norteamérica (http://www.cfr.org/publication.php?id=8102). La Comisión integró a un conjunto de estudiosos de la región, a expertos en comercio e inversión, a ex funcionarios públicos, políticos y académicos de los tres países. El objetivo de la comisión era producir un reporte que propusiera una ruta a seguir en la relación entre los tres países. En lo que toca a México, el punto de partida fue el reconocimiento tanto en Canadá como en Estados Unidos de que el país no está creciendo al ritmo necesario y no está atacando exitosamente el problema de pobreza para que, en un plazo razonable (por ejemplo, dos décadas), el producto per cápita de los mexicanos comience a acercarse al de sus dos socios comerciales.

Si bien el debate dentro de la comisión incluyó un sinnúmero de temas, grandes y pequeños, que aquejan a alguno de los tres países en asuntos tan diversos como el comercio y la inversión, la educación y la tasa de crecimiento económico, el funcionamiento de las fronteras y la seguridad integral de la región, las preocupaciones centrales eran las de asegurar que la relación entre los tres países sirviera de palanca para avanzar hacia la prosperidad en un entorno de seguridad física. Desde luego, cada miembro de la comisión llegó con preocupaciones distintas. Las preocupaciones de los canadienses no son iguales a las nuestras y ninguna de éstas es absolutamente convergente con las de los estadounidenses. Pero lo interesante del proceso fue que se pudo ir construyendo una propuesta satisfactoria para todos los integrantes y, al mismo tiempo, clara y convincente como visión para el futuro.

En su esencia, la visión de futuro que presenta la comisión entraña la necesidad de que los mexicanos nos definamos. Aunque en la práctica la abrumadora mayoría de los mexicanos ha optado por mirar hacia el norte, las élites intelectual y política han estado claramente indispuestas a definirse. La visión que la comisión ofrece es una de transformación integral de México, incluyendo la posibilidad de enormes fondos destinados a la inversión en infraestructura, siempre y cuando nosotros articulemos una estrategia de desarrollo inteligente y adecuada para emplear bien esos recursos y convertirlos en el factor transformador que nos ha hecho tanta falta.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.