Está de moda culpar al TLC de todos los males de la economía. Al TLC se le atribuye la creciente depauperización de una parte importante de la población, el desempleo que afecta a millones de mexicanos y el profundo deterioro que ha sufrido la planta industrial, sobre todo aquella localizada en el centro geográfico del país. La realidad, sin embargo, es exactamente la opuesta. Lo único que verdaderamente funciona de la economía mexicana es aquella parte que está vinculada con el TLC o que se ha modernizado en línea con el tratado. Sin el TLC la economía mexicana estaría en crisis y los niveles de pobreza y desempleo serían abrumadores.
Gracias al TLC la economía mexicana, en su conjunto, ha logrado revertir las tendencias negativas de décadas de aislamiento, lo que se ha traducido en una prosperidad incipiente. La razón de esto no es casual. El TLC entraña dos características que hacen posible la reanudación del crecimiento económico: la apertura del mercado norteamericano y canadiense y la garantía que éste ofrece a la inversión. Gracias al TLC México se ha convertido en uno de los países más atractivos para invertir y producir bienes, particularmente aquellos destinados al mercado de nuestros dos vecinos al norte. Antes del TLC, en la relación comercial con Estados Unidos predominaba el tema legal: durante la década de los ochenta el número de conflictos comerciales se multiplicó, llegándose a acumular centenares de disputas. A partir de la entrada en vigor del TLC el comercio total entre las dos naciones ha hecho explosión y los conflictos han disminuido drásticamente. La propensión frecuente de los productores norteamericanos a escudarse tras acusaciones de dumping ha desaparecido casi del todo, razón por la cual centenares de empresas estadounidenses, canadienses, europeas y asiáticas se han instalado en México para aquí manufacturar los productos que luego exportan a otros mercados: desde automóviles y autopartes hasta una amplia gama de productos electrónicos, metal mecánicos, químicos, papel, acero, etcétera. El TLC ofrece una garantía de acceso al mayor mercado del mundo para cualquier producto que satisfaga los requisitos formales acordados en el documento. Aunque los mexicanos no nos demos cuenta, ser un productor privilegiado de bienes para el mercado norteamericano es algo que todo el mundo nos envidia.
La garantía de acceso al mercado estadounidense y la protección política y legal que el TLC le otorga a la inversión representan un imán sumamente poderoso para la instalación de empresas en el país. Aunque algunas de esas inversiones tienen las características de una maquiladora (que, en todo caso, genera muchos empleos bien remunerados), la gran mayoría de ellas se distingue por la sofisticación de su maquinaria y por la complejidad de sus operaciones. De hecho, hay varios casos de empresas y plantas localizadas en México, operadas por trabajadores mexicanos, que ostentan niveles de productividad superiores a los de plantas similares en Estados Unidos o Asia. Es decir, los trabajadores mexicanos han demostrado ser tan capaces o más que cualquiera en el mundo. Esto último es tanto más impresionante cuando recordamos que esos trabajadores mexicanos con frecuencia tienen niveles de educación, en calidad y profundidad, muy inferiores, y un historial de acceso a servicios de salud e infraestructura en general, que son infinitamente menos sofisticados y modernos que sus contrapartes en países como Corea, Taiwán o Estados Unidos, por no hablar de Europa. En sentido contrario a lo que argumentan muchos críticos del TLC, el acuerdo ha abierto oportunidades antes impensables para el desarrollo de empresarios y trabajadores mexicanos.
Además del viejo chauvinismo que seguramente se esconde detrás de las críticas al TLC, hay una razón muy específica por la cual se le culpa de nuestros males económicos. La planta productiva mexicana vivió por decádas del gasto del gobierno, de los subsidios gubernamentales y de la protección que las empresas recibían por parte del gobierno para no tener que competir con importaciones del exterior. La gran mayoría de los empresarios mexicanos se acostumbró a no tener que molestarse por manufacturar productos de buena calidad, por elevar su productividad o por ofrecer bienes o servicios al consumidor mexicano a un precio razonable. El empresario prototípico adquirió maquinaria vieja, de tercera o cuarta mano, y jamás se preocupó por el consumidor. Todavía el día de hoy, a más de doce años de iniciada la apertura a las importaciones, hay millares de productos hechos en el país que no han cambiado ni un ápice y que siguen siendo de pésima calidad. Es decir, una gran parte de las empresas, en términos absolutos, no sólo no se ha modernizado, sino que ni siquiera se ha percatado de la necesidad de hacerlo.
La verdad es que por varias décadas, mismas en que la economía estuvo cerrada, no era difícil llegar a ser un empresario exitoso en México. Por lustros, el gobierno protegió a los empresarios, prohibiendo toda -o casi toda- importación. Esto le permitió a millares de empresarios prosperar, independientemente de la eficiencia o productividad de sus empresas. En adición a lo anterior, en los setenta, el gobierno acudió al gasto público como una manera de ampliar el mercado interno, circunstancia que facilitó el crecimiento de las empresas instaladas en el país. Tanto la protección como el gasto público hicieron crisis a principios de los ochenta. La protección de la industria impidió que se modernizara la planta productiva y la hizo incapaz de exportar. Por su parte, el excesivo gasto público (así como el endeudamiento externo de que éste vino acompañado) llevó a un crecimiento vertiginoso de los precios, al punto de llevar al gobierno mexicano a una virtual quiebra en 1982.
Muchos críticos del TLC, en la actualidad, argumentan que el gobierno debería fortalecer al mercado interno por la vía de un mayor gasto público y de una renovada protección a las importaciones. La idea suena muy atractiva, pero es profundamente falaz. El gasto público no puede resolver el problema económico del país esencialmente porque el problema tiene que ver con los niveles excesivamente bajos de productividad que existen en la vieja planta industrial del país. Aumentar el gasto público llevaría a que subieran los precios, pero no a que mejorara la situación de los empresarios (y sus obreros) que se han rezagado en el proceso de modernización industrial. Por su parte, elevar (todavía más) las barreras arancelarias y no arancelarias que de por sí persisten, sin duda ayudaría a que los empresarios rezagados vendieran más de sus productos. Pero eso dañaría al resto de la economía que ya compite con gran éxito. Es decir, elevar la protección para apoyar a los rezagados implicaría favorecer a quienes no han podido o no han querido modernizarse, a costa de todos los que han hecho ingentes esfuerzos por transformarse y ser exitosos. Un absurdo por donde se le vea. Por lo anterior, el TLC es de los pocos mecanismos de protección con que contamos los mexicanos para limitar el renovado contubernio entre la burocracia y muchos industriales para reducir las opciones de los consumidores y elevar los precios, a través de normas y regulaciones del viejo estilo.
La economía creció siete por ciento en 1997. Esa tasa fue la mayor que se haya logrado en casi dos décadas. Para los mexicanos que tienen la suerte de estar vinculados con ese éxito, todos los argumentos orientados a renegociar el TLC son absolutamente ridículos. Pero para los empresarios y obreros que no se han modernizado, esos llamados son, naturalmente, muy atractivos. Pero el problema no se encuentra en la apertura -pues doce años de apertura no han llevado a la modernización de esas empresas- sino a la total incapacidad del país -el gobierno, los empresarios y los trabajadores- por crear condiciones para que se modernice la vieja planta industrial, para que se creen nuevas empresas y para se se recupere aquello que es valioso de la vieja industria y se deseche definitivamente el resto. Es decir, nuestro problema industrial no se refiere al comercio exterior ni al TLC, sino al rezago tecnológico y empresarial de nuestra industria.
Para resolver ese problema se requiere un sistema financiero funcional (que no tenemos), un sistema legal que facilite la quiebra o reestructuración de empresas endeudadas (que no tenemos) y un gobierno dispuesto a eliminar las enormes barreras y obstáculos que persisten a la creación de nuevas empresas y a la creación de empleos (que tampoco tenemos). Nadie, en México o en China, puede inventar empresarios o empleadores exitosos. Doce años de apertura y cuatro del TLC muestran que el potencial del empresariado mexicano es virtualmente infinito, pero también que sólo serán exitosos los empresarios que se ayuden a sí mismos. Por su parte, el gobierno tiene que crear las condiciones para que el empresario se desarrrolle, pero sólo éste puede lograr el éxito.
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