Las elecciones presidenciales no se ganan con ideas sino con emociones. El trazo que marcamos sobre una boleta electoral no es una orden del cerebro. El acto de votar es, más bien, un impulso del estómago o un mandato del corazón. Los ciudadanos somos seres pensantes, pero no somos dueños de una racionalidad químicamente pura. Nuestra capacidad de análisis se contamina y enriquece de nuestros afectos y fobias. En el mejor escenario nos presentamos a las urnas porque uno de los contendientes nos despierta esperanza. En el peor de los casos, emitimos nuestro voto arrastrados por el miedo o el coraje.
En las elecciones presidenciales del 2004 en Estados Unidos, el candidato demócrata John Kerry tenía como asesores a las mentes más brillantes de su país. Aspirantes al premio Nóbel y doctores de las universidades más famosas del planeta eran los encargados de redactar los planes de gobierno en temas de impuestos y política energética. Kerry y su Congreso de sabios fueron arrasados en las urnas por la propaganda emocional de los republicanos. Mientras el aspirante demócrata basó su discurso en ideas y proyectos, George W. Bush ganó por la vía de los sentimientos. A la sombra del 11 de septiembre no era difícil inspirar temor. “El mundo es un lugar peligroso”, insistía el mensaje republicano, “los terroristas están a la espera de una oportunidad para atacar de nuevo”. George W. Bush se presentó como un líder patriota y religioso que podía enfrentar la amenaza. Sesenta y dos millones de estadounidenses creyeron en su mensaje.
En el 2006, la propaganda electoral en México no procura los votos de un elector racional sino del votante sentimental. “López Obrador, un peligro para México” es una frase que apela al espanto que provoca AMLO en algunos sectores de la sociedad. Con el comercial de los ladrillos, el PAN recurre a mentiras e inexactitudes para desacreditar el manejo financiero del perredista en su paso por el gobierno del Distrito Federal. Con el lema “Primero los pobres” el PRD busca al votante con deseos de reivindicación social. Sin embargo, AMLO no explica con qué dinero pagará todos sus programas de inversión y gasto social. “Roberto sí puede” inspira a los electores nostálgicos de la eficiencia autoritaria del antiguo régimen. Pero Madrazo tampoco nos dice cómo con una pandilla de delincuentes podrá conformar un gobierno de resultados. La propaganda electoral no está dirigida a las neuronas de los ciudadanos, sino a sus fibras sensibles.
El votante sentimental castigó a López Obrador por su agresión verbal al presidente Fox. El peor error de AMLO en la campaña presidencial no ha sido su desdén por las instituciones o su trasnochado programa económico, sino su falta de modales. Vía los medios de comunicación, el próximo presidente de México será un invitado frecuente dentro de nuestras casas. ¿Quién quiere a un tipo tosco y grosero en el sofá de su sala? La mayoría de los ciudadanos no queremos como titular del Ejecutivo a un personaje pendenciero que propina insultos a sus adversarios políticos. Cuando era candidato, Vicente Fox jamás le puso nombre y apellido a las tepocatas y víboras prietas. ¡Cállese, chachalaca! sentó un nuevo parámetro de brusquedad en las campañas presidenciales.
La reciente caída de AMLO en las encuestas no es un rechazo al discurso populista, ni a un proyecto de izquierda, sino a la falta de urbanidad. En privado, los mexicanos tenemos el gozo y la costumbre de ser muy malhablados, pero también tenemos el pudor de mantener ese tipo de lenguaje al margen del discurso público. El tropezón del Peje es consecuencia de lo altisonante de sus palabras y no por el contenido de sus mensajes. Más allá de su ideología o su plan alternativo de nación, un sector del electorado le volteó la espalda a los arranques tropicales del tabasqueño.
En una democracia el sufragio del votante emocional vale igual que la decisión de un elector racional. En menos de 90 días, con la cabeza o con las tripas, los mexicanos elegiremos gobierno y destino.
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