La dinámica de la política electoral actual está orientada directamente en contra de los tecnócratas. No es exagerado afirmar que estamos viviendo una verdadera revuelta contra ese equipo de economistas que, a pesar de los errores cometidos, que no son pocos, le ha abierto una nueva oportunidad de desarrollo al país. Como están las cosas, ningún candidato podría darse el lujo de sustraerse de esta dinámica perversa que culpa a los tecnócratas de todos los males, pero sin ofrecer una alternativa razonable y sensata a cambio. Sin embargo, más allá de esta embestida, lo verdaderamente importante, y con frecuencia ignorado en el calor del debate electoral, es que el tema de la política económica no es trivial: igual puede contribuir al enriquecimiento del país que a un nuevo desastre.
Ninguno de los candidatos que aspira a la presidencia puede ignorar la complejidad y, sobre todo, extrema sensibilidad, de la política económica actual. Tan pronto se inicien las campañas presidenciales en forma, o sea virtualmente ya, tanto los mexicanos como quienes administran enormes fondos de inversión en los mercados internacionales estarán permanentemente atentos a cada movimiento, a cada expresión y, sobre todo, a cada planteamiento que directa o indirectamente pudiese incidir sobre la política económica. El recuerdo del desastre en que cayó el país al final de 1994, justamente al inicio de la actual administración, hace temblar a todos los mexicanos que súbitamente se encontraron con que lo que parecía sólido y permanente no lo era tanto.
Sin embargo, esto último no parece disuadir a los candidatos, quienes se desviven por prometer un acceso fácil al Nirvana. Unos prometen fijar, si no es que reducir, los precios de algunos productos básicos, en tanto que otros hablan de tasas de crecimiento que no por deseables resultan fácilmente asequibles. De una u otra forma, la lógica natural de una campaña electoral lleva, inevitablemente, a obviar los temas de fondo en el discurso público. Pero esos temas de fondo son, como descubrió la administración actual, no sólo cruciales, sino tan delicados que no permiten diferenciar entre acciones motivadas por buenas intenciones y aquellas que simplemente resultan de la incompetencia. Ahora que nos encaminamos hacia un nuevo proceso de sucesión presidencial, no sobra recordar que un mal manejo económico puede volver a costarle al país una brutal recesión, con todo lo que eso implicaría para la legitimidad del nuevo gobierno.
No hay candidato en el mundo que no sea optimista respecto al futuro. Ser optimista es parte natural de su personalidad y de su objetivo: ¿alguien podría imaginar votar por un candidato que promete un nivel de vida peor, mayor criminalidad o todavía menores oportunidades? Aquellos que dudan del futuro o, incluso, quienes son razonablemente sensatos respecto a los problemas que enfrenta el país o las dificultades de resolverlos, rara vez logran atraer un porcentaje significativo del voto. Esta dinámica lleva de manera natural a prometer un acceso garantizado al cielo si se vota por tal o cual candidato. Pero la realidad es siempre menos favorable al logro de las promesas de campaña y generalmente mucho más terca del lo que los candidatos imaginan. Esto no implica que la realidad no pueda ser modificada para bien, sino que una transformación de gran envergadura demanda de un extraordinario realismo respecto a lo que existe, a lo que es posible lograr y a la voluntad de una ciudadanía que, a fuer de tantos golpes, se ha vuelto cínica, naturalmente suspicaz y extraordinariamente reacia a cualquier cambio.
Sobra decir que los márgenes de maniobra en el ámbito económico son por demás estrechos. Si bien la economía mexicana ha venido experimentando una impresionante transformación a lo largo de los últimos años (como evidencia el ritmo de crecimiento de las exportaciones), basta observar los rezagos, los elevadísimos niveles de pobreza y de desempleo abierto u oculto para concluir que el desempeño económico ha sido muy inferior a lo mínimo requerido. El ambiente de efervesencia electoral que domina la política nacional en la actualidad confunde aún más a la abrumadora mayoría de los mexicanos que no tiene la menor comprensión de los objetivos de la política económica, de la naturaleza de su dinámica o de la manera en que, al menos en teoría, sus beneficios llegarían eventualmente a favorecerla. El gobierno actual no ha concedido ni un mínimo de su tiempo a procurar diseminar sus objetivos, ni mucho menos a tratar de convencer a la población de la bondad de los mismos. Además de estas enormes carencias, la política económica ha sufrido la embestida de campañas informativas y políticas, todas ellas críticas (como la relativa al Fobaproa), que han sido largas, cuidadosamente planeadas y bien conducidas. En este contexto no es casual el desprestigio político de los tecnócratas: sus extraordinarias habilidades en materia económica no han venido acompañadas de iguales atributos en materia política.
Enfrentamos, pues, un peligroso cocktail con tres componentes: un ambiente de demandas insatisfechas, promesas interminables y fuerte incertidumbre entre los profesionales de la economía respecto a su futuro. Sobra decir que muchos de nuestros problemas se remontan menos a los errores de la tecnocracia que a la ausencia de reformas en ámbitos centrales como el de la política tributaria, la política laboral, la competencia económica, las regulaciones excesivas e inadecuadas y, en general, la ausencia de un Estado de derecho. Ahora que, por primera vez en prácticamente dos décadas, el gobierno será encabezado por una persona ajena a la política económica de los últimos años, los mexicanos tenemos razones para estar preocupados. A final de cuentas, nuestras experiencias con gobiernos previos, como los conocidos popularmente como “la docena trágica”, encabezados por políticos que, con toda alevosía, ignoraron y excluyeron a los expertos en la economía, acabó siendo tan desastrosa que todavía hoy seguimos pagando sus consecuencias.
El retorno de los políticos a la cabeza del gobierno puede igual representar una oportunidad que una catástrofe. La especialidad de los políticos reside en su habilidad para lograr que ocurran las cosas (“el arte de lo posible”), para convencer a la población de la bondad de sus objetivos y para negociar con los intereses que perderían como resultado de la consecución de los mismos. En este sentido, el retorno de los políticos bien podría entrañar grandes oportunidades para romper los impedimentos que, en los últimos años, han paralizado el avance de las reformas que urgentemente demanda el país en ámbitos tan diversos como el económico, el de la distribución de los recursos fiscales entre la federación y los estados, el de la criminalidad, la ausencia de un Estado de derecho y muchos otros más. Un equilibrio apropiado entre técnicos y políticos dentro del gobierno bien podría llevarnos a un nuevo y mejor estadio de desarrollo.
Pero la otra cara del retorno de los políticos a la cúspide del gobierno reside en que, en aras de lograr sus propósitos, los políticos son mucho más dados a ver el mundo con toda flexibilidad y, por lo tanto, a ignorar los límites de lo posible en la administración de la economía. Lo natural para un político es expresar su voluntad respecto al desarrollo de la economía y prometer transformaciones que, si bien pueden ser necesarias, no por esa razón resultan posibles: ya sea por escasez de recursos, porque lo deseable no necesariamente es aceptable o realista para los mercados internacionales o, simplemente, porque no existen las condiciones, de confianza o de infraestructura, en el sentido más amplio, para que los objetivos sean viables. La salida fácil, la que hemos vivido a lo largo de estos últimos años, es no hacer nada: el gobierno parece esperar a que la realidad se ajuste por sí misma.
La salida necesaria es la de sumar los esfuerzos de todos los mexicanos detrás de un proyecto común de desarrollo que sea, a una misma vez, atractivo y realista. Esta conjunción de objetivos y apoyos es, casi por definición, el escenario ideal para cualquier político. Desafortunadamente pocos lo logran no porque sus objetivos sean malos, sino porque su capacidad para vincularlos con la política económica acaba siendo mínima, cuando no catastrófica. La experiencia en diversos países –de Argentina a Rusia- muestra que el desarrollo no depende de la voluntad del político, sino de su capacidad para articular cambios y transformaciones dentro de un entorno de administración económica realista y ortodoxa.
Puesto en términos concretos, es más que evidente que el potencial económico del país es infinitamente superior al que hemos observado a lo largo de los últimos años. Las oportunidades de desarrollo que se han dejado pasar son tantas que sobra enumerarlas. Tienen razón los candidatos que afirman que es posible alcanzar tasas de crecimiento muy superiores a las logradas en las últimas décadas, de crearse las condiciones y eliminarse las trabas que ahora lo impiden. La clave reside precisamente en la habilidad que despliegue quien llegue a la presidencia para crear esas condiciones y eliminar los obstáculos que tan persistentes han resultado para sus predecesores. Por ejemplo, es patente la necesidad de atacar problemas de esencia, como el de la baja recaudación fiscal. Pero no por urgente, necesario o posible algo se ha hecho al respecto.
Quizá lo que el país requiera sea precisamente de las habilidades de un político que logre lo que los economistas simplemente no pudieron alcanzar. Pero los agentes económicos albergan, aquí y en China, una profunda desconfianza hacia los políticos, para lo cual no ayudan las posturas, en ocasiones incendiarias (aunque los políticos ni cuenta se den de ello) que son comunes en las campañas electorales. Por ello, más valdría que quienes aspiran a gobernar al país comiencen por construir una plataforma de confiabilidad en su manejo de la economía si no quieren encontrarse con que cada día tienen menos que gobernar. Sin confianza, como decía Mao, el gobierno es imposible.
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