Las redes sociales en México han servido para exhibir lo que ya todos sabíamos: que existen ciertos grupos que llevan una vida opulenta y que creen que su poder económico les da permiso de violar la ley, no hacer filas, clausurar restaurantes donde no se les atiende bien, e insultar o sobornar al empleado o al funcionario público, entre otras monerías. Este tema incluso ha sido llevado recientemente al cine: Nosotros los nobles es hasta hoy la película mexicana más taquillera.
El comportamiento de ciertos segmentos de una sociedad alienta u obstaculiza el desarrollo del país. Eso no es nuevo. Pero hasta ahora la lupa la hemos colocado invariablemente sobre los mexicanos de menores ingresos. Ahí es donde vemos la falta de habilidades, la desnutrición o la baja productividad. Sin embargo, ¿qué hay de las élites económicas del país? De ellas también depende nuestro avance o retroceso.
Por principio, las élites económicas mexicanas no están acostumbradas a competir. México es un país de más de cien millones de habitantes donde unos cuantos se dan el lujo de pensar “qué chiquito es el mundo”. Y, sí, su mundo sí es chiquito, pues siguen mirando hacia dentro –viendo cómo conservar lo que se tiene– en vez de ponerse a la altura de lo que está pasando en otras partes del planeta y de contribuir a que haya más competidores en todos los ámbitos. Así, mientras que en China, India o Estados Unidos la competencia por entrar a una buena universidad es una competencia de miles o millones, en México sigue siendo un tema de unos cuantos. El mejor ejemplo es que en México existen cada año becas para estudiar en el extranjero que nadie usa.
Los grupos más privilegiados en muchos países se benefician de que sus países sigan sin desarrollarse. México no es la excepción. En efecto, existe una diferencia entre lo que las élites dicen querer para el país y sus verdaderos intereses. Por ejemplo, dicen querer un mayor Estado de derecho pero siguen sobornando a las autoridades; desean que no haya tráfico, pero a la vez impiden que se construyan estaciones de metro en su colonia; dicen querer mejores carreteras o que bajen los precios en los boletos de avión, pero que esto no genere más turistas en los lugares de vacaciones a donde van ellos; exigen de viva voz que mejore el nivel educativo del país, pero cuando a sus hijos no los aceptan en una universidad porque hubo mejores candidatos, se ofenden.
También es crucial considerar cómo conciben las élites a los grupos de menores ingresos. Los modelos de desarrollo más exitosos son aquellos que entienden dónde están las trampas de pobreza y evitan simplismos, como que los pobres son pobres porque así lo desean o –el otro extremo– que hay que ayudarlos siempre incondicionalmente.
Muchos de los problemas del país no encontrarán respuesta mientras no atendamos el rol que juegan los más privilegiados en el desarrollo. Hoy hay varios focos rojos encendidos, como que algunos de los individuos más ricos del país estén eligiendo ya no vivir en México, o el que universidades como Harvard –por malas experiencias– ahora están revisando todos y cada uno de los papeles de los candidatos mexicanos para verificar que sea cierto lo que se dice en el curriculum.
El país está pasando por un momento de reformas deseables pero que serán menos efectivas de lo que deseamos si todos, incluyendo a los más privilegiados, no mejoran a la par.
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