“El paso decisivo hacia la democracia, dice el profesor Adam Przeworski, consiste en la transferencia del poder de un grupo de personas a un conjunto de reglas”. Las reglas que norman el funcionamiento de la democracia mexicana son muchas, pero nunca lograron la supremacía que es requisito esencial para la democracia. Lo anterior no implica que el poder siga concentrado en la presidencia, pero sí que en México la transición a la democracia no arribó al puerto anticipado: el poder se dispersó pero no se institucionalizó.
Las transiciones a la democracia que comenzaron en la Europa mediterránea en los setenta crearon una enorme expectativa, tanto en las poblaciones de países que vivían bajo la férula autoritaria como entre estudiosos y activistas que soñaban con imitarla. Décadas después Thomas Carothers* dice que es tiempo de reconocer que es falso el paradigma de la inevitabilidad de la transición del autoritarismo a la democracia. Más bien, afirma, la mayoría de países que terminaron con sus regímenes autoritarios e intentaron la transición acabaron atorados en el camino en lo que, en el mejor de los casos, se puede llamar una democracia “inefectiva”, en tanto que en otros se quedaron paralizados en una zona gris caracterizada por un partido, personaje o conjunto de fuerzas políticas que dominan al sistema, impidiendo el avance de la democracia.
La tesis de Carothers, no muy distinta a la de “democracia iliberal” de Zakaria, obliga a situarnos en un escenario distinto al que prevalece en el consciente colectivo de la sociedad mexicana. En lugar de suponer que nos encontramos en un proceso que inexorablemente arribará a la democracia, el planteamiento del estudioso es que hemos llegado a un estadio distinto y que sólo reconociendo esa realidad será posible repensar lo que sigue.
Las naciones que viven en esa “zona gris” o de democracia “inefectiva” tienden a caracterizarse, según Carothers, por “amplias libertades políticas, elecciones regulares y alternancia en el poder entre grupos políticos genuinamente distinguibles; sin embargo, a pesar de estas características positivas, la democracia es poco profunda, superficial y turbulenta. La participación política, aunque amplia en momentos electorales, no trasciende al voto. Las élites políticas de todos los partidos son ampliamente percibidas como corruptas, concentradas exclusivamente en sus propios intereses y poco efectivas. La alternancia en el poder parece que no hace más que transferir los problemas nacionales de un desventurado lugar a otro… La competencia política se lleva a cabo entre partidos muy arraigados que operan redes clientelistas y nunca parecen renovarse”. ¿Suena conocido?
En un contexto como ese se avanza poco, las reformas se atoran, hay una absoluta incapacidad de realizar diagnósticos objetivos y mucho menos de debatir soluciones prácticas, no ideológicas. El gobierno no cuenta con los instrumentos necesarios para operar y la línea divisoria entre éste y su partido tiende a ser inexistente, lo que le lleva a manipular los procesos políticos para su beneficio. Ejemplificando con Rusia, el autor dice que en lugar de construir sobre lo existente, cada nuevo gobernante repudia el legado de su predecesor y se aboca a destruir los logros de los anteriores como mecanismo de afianzamiento en el poder. Pensé que hablaba de México.
La conclusión de Carothers, que trata el tema de manera genérica, es que la etiqueta de “transición” es poco útil para caracterizar a naciones que fueron incapaces de construir las instituciones necesarias para la operación de una democracia efectiva. No es que no haya algunos componentes democráticos o que la población no se haya beneficiado del cambio político que es inherente a los procesos electorales abiertos, sino que la distancia entre las élites partidistas y la ciudadanía, así como diversas carencias, tienden a empañar la vida democrática, disminuir su legitimidad e incentivar propuestas electorales alternativas, incluyendo la aparición de “salvadores”, convocando a retornar a un pasado idílico que, por supuesto, nunca existió.
En este tema los mexicanos vivimos una más de las esquizofrenias que separan el mundo de la realidad del de la fantasía. En el discurso político México es un país democrático que poco a poco avanza hacia el desarrollo y la plenitud. El problema es que el supuesto implícito de que, a pesar de los avatares, estamos avanzando hacia la democracia y el desarrollo, obscurece la naturaleza del problema que de hecho estamos viviendo. Para algunos no importa dónde estemos ni que tantos cambios se lleven a cabo, seguro llegaremos al puerto de la democracia. Para otros, quienes detentan el poder o se benefician de sus privilegios, no hay costo alguno al discurso altisonante que no hace sino elevar el grado de ilegitimidad del sistema. En conjunto, ambas perspectivas han tenido el efecto de servir de escudo para la parálisis política y, de hecho, de justificación a la regresión democrática que experimentamos.
La democracia mexicana nació a partir de un conjunto de reformas electorales que, poco a poco, lograron conferirle legitimidad al mecanismo de elección de representantes populares y gobernantes. Nunca se avanzó en el terreno de la transformación institucional que es crucial para la consolidación de una nación de reglas a la que los poderosos se subordinen. Esa contradicción ha abierto oportunidades para acotar los espacios democráticos pero, mucho más importante, para sostener un orden que no es autoritario pero tampoco democrático o, en palabras de Carothers, una democracia inefectiva.
Ejemplos de lo anterior hay muchos: el intento de desafuero en 2005, la búsqueda de medios para garantizar mayorías artificiales, las reformas a las leyes electorales de 2007 con las limitaciones crecientes a la libertad de expresión que entrañan. No es que la situación actual sea ideal, sino que la forma en que se pretende resolver sus desafíos es restringiendo las libertades ciudadanas, protegiendo a los partidos y consolidando un sistema en el que la ciudadanía está ahí para servir a los políticos y no al revés.
La buena noticia es que es imposible reconstruir al viejo sistema, por mucho que algunos priistas y ex priistas así lo pretendan. Así lo infería Lech Walesa cuando, ya en la democracia, fue derrotado por el partido comunista y afirmó que “no es lo mismo hacer sopa de pescado a partir de un acuario que un acuario a partir de sopa de pescado”. Puede haber mucha regresión pero restaurar el poder vertical de antaño es imposible. La mala noticia es que una democracia inefectiva no ayuda al desarrollo.
*The End of the Paradigm Transition, Journal of Democracy, Vol 13, Número 1, enero 2002
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