Las encuestas fueron un protagonista central en la pasada elección. Sin embargo, en lugar de ser un instrumento de medición y fundamento de confiabilidad, adquirieron una trascendencia inusual y altamente perniciosa. Acabaron siendo medios que manipularon la elección e impidieron conferirle certidumbre. Ante esto, es evidente que vendrán llamados a regular el servicio. Yo discrepo: lo que hace falta es apertura, transparencia y competencia.
¿Es posible manipular una elección con las encuestas? Según el diccionario de la Real Academia, manipular significa “Intervenir con medios hábiles y, a veces, arteros, en la política, en el mercado, en la información con distorsión de la verdad o la justicia, y al servicio de intereses particulares”. El elemento clave de esta definición es la búsqueda consciente de un determinado objetivo: distorsionar. La pregunta evidente es si es posible utilizar a las encuestas para manipular al votante. Según Edward L. Bernays, experto en propaganda, “la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones de las masas es un importante componente de las sociedades democráticas”. En otras palabras, se trata de un asunto por demás sutil donde el factor crucial reside en el objetivo: si se trata de distorsionar de manera intencional la información estamos ante un caso de manipulación; sin embargo, si se trata de influir en los hábitos y opiniones no. El punto central no es, pues, si las encuestas influyen en el comportamiento de los votantes, sino si se utilizaron consciente y deliberadamente por quienes las produjeron o publicaron con el objetivo expreso de alterar e inducir percepciones entre los ciudadanos.
Hay dos temas clave: la diferencia entre las últimas encuestas y el resultado final; y la manipulación a que sirvieron las mismas. Son temas distintos que ameritan un análisis diferenciado porque no son lo mismo.
Un gran mito de las pasadas elecciones residió en la suposición de que el margen de ventaja con que inició el proceso se mantendría hasta el final. Cualquiera que haya observado elecciones alrededor del mundo sabe que las elecciones siempre se cierran, generalmente entre dos contendientes. Las excepciones a esta regla tienen explicaciones perfectamente obvias. Un ejemplo fue la elección, en segunda vuelta, entre Jacques Chirac y Jean-Marie Le Pen en Francia. En lugar de la tradicional confrontación izquierda-derecha, la elección acabó siendo entre la derecha y la extrema derecha, lo que llevó a que la izquierda votara por la derecha. Chirac arrasó con más del 80% del voto. Otro caso similar fue el de Eruviel Avila en el Edomex: ahí tanto el PAN como el PRD se confiaron, suponiendo que el PRI nominaría a alguien cercano al entonces gobernador Peña Nieto y no construyeron candidatura propia. De hecho, muchos apostaron a que el propio Eruviel podría ser el candidato de una alianza de oposición. El resultado no fue tan abrumador como el de Chirac, pero casi.
Todas las elecciones se cierran al final y muchas de las encuestas no logran capturar la evolución que se da en el votante en los últimos días antes de la elección. La elección de este año acabó definiéndose por el voto anti-PRI y anti-López Obrador y eso llevó a que el PAN cayera muy por debajo de lo que decían las encuestas: este es un patrón típico y nada tiene que ver con manipulación alguna. Los votantes ajustan sus preferencias en función de sus deseos pero también de sus miedos, factores que claramente modificaron los resultados finales respecto a las últimas encuestas publicadas.
Mucho más complejo es el tema de la presunta manipulación. En nuestro país hay toda clase de encuestas, muchas de ellas pagadas por partidos y candidatos, que se publican como si fueran ciencia, cuando en muchas ocasiones reflejan marcos muestrales construidos ex profeso para promover a sus clientes. Otras simplemente reflejan una menor calidad y habilidad técnica de los encuestadores. La forma de tratar a indecisos y a quienes no contestan influye mucho la determinación de los resultados. El caso es que la diversidad de encuestas permite que éstas se presenten como iguales y comparables, cuando muchas claramente no lo son. O sea, algunas constituyen intentos expresamente diseñados para manipular al votante.
La gran novedad en la contienda fue la aparición de una encuesta diaria, algo que nunca antes se había presentado en México y que, hasta donde se, no existe en el mundo. Una encuesta diaria que arroja cambios de hasta ocho puntos porcentuales en un solo día es inmediatamente sospechosa. La encuesta puede ser técnicamente impecable, pero su aparición diaria se presta a toda clase de interpretaciones. Peor cuando la manera de presentar las noticias cotidianas en el mismo diario y, en algunos casos, las opiniones de sus columnistas, coincide con los resultados de la encuesta, todo lo cual genera una inevitable suspicacia de que hay mar de fondo y conexiones inconfesas entre una cosa y la otra.
La pregunta es qué hacer con esto. Es imposible determinar si hubo un intento expreso por emplear las encuestas como medio de manipulación. Sin embargo, el asunto es tan grave en un país que todavía no logra lo elemental del proceso democrático, el reconocimiento del resultado, que es un tema que inexorablemente regresará a la discusión.
Ante esto, yo anticipo que se dará el llamado típico para prohibir o regular las encuestas, sancionar a los medios que las publican o, en cualquier caso, seguir afianzando el régimen prohibicionista que es tan pernicioso para el desarrollo de un país democrático. Peor porque no se lograría nada, como se ha demostrado en el caso del dinero.
Otra respuesta, muy distinta, consistiría en obligar a los encuestadores a publicar su historial técnico, es decir, a hacer pública en cada encuesta la comparación entre sus predicciones en contiendas anteriores y el resultado final. La autoridad electoral podría emular la forma en que se advierte al consumidor de cigarros sobre el cáncer con un letrero claro e inconfundible con una leyenda como “esta encuesta falló en X puntos en la elección anterior”. Con esos datos, el elector tendría la información necesaria para poder discriminar entre los profesionales de las encuestas y los vulgares manipuladores.
No hay solución perfecta, pero el grado de conflictividad que nos caracteriza obliga a pensar en medios creativos que le confieran certidumbre al proceso. La competencia es la única solución posible y ésta entraña apertura y transparencia. Así también se avanza hacia la legitimidad plena de los procesos políticos, evidenciando a los charlatanes y manipuladores profesionales.
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