En la película navideña “It’s a wonderful life”, un ángel de la guarda, Clarence, le muestra a George Bailey qué hubiera pasado de no haber vivido. Para ello inventa el pueblo Pottersville, la ciudad del malvado Potter, para ilustrar cómo podría haber sido tan terrible e inhóspito el lugar de no haber nacido Bailey. Bailey reconsidera su decisión de saltar del puente y regresa triunfante en la épica hollywoodesca. El problema, dice Gary Kamiya, es que muchos prefieren la vida excitante y pervertida de Pottersville a la aburrición y tranquilidad que Bedford Falls representa. En Bedford Falls todo es un mundo ideal desde la perspectiva de lo “correcto”; Pottersville es el mundo de lo deseable, de lo divertido. Sirva esta metáfora para ilustrar que lo políticamente correcto no siempre es la mejor política pública.
En los últimos años, el país adoptó una serie de medidas en materia energética y ambiental que serían lógicas y aceptables –políticamente correctas- en el mundo ideal, pero que chocan con el mejor interés y características del país en la actualidad. Al inicio del año pasado se legisló en materia ambiental (Ley General de Cambio Climático), adoptándose un régimen casi tan estricto como el que caracteriza a la Unión Europea. La legislación establece metas sumamente restrictivas, como que para 2024 el 35% de la energía que se produzca en el país provenga de fuentes renovables y que para esa fecha la emisión de carbón sea 50% inferior a la de 2000. La aprobación de la ley trajo como consecuencia dos reacciones: por un lado, el aplauso de todos los políticamente correctos que legítimamente abrazan un mundo menos contaminado, pero generalmente sin contemplar las implicaciones del régimen adoptado. Por otro lado, como es usual, la ley establece metas grandiosas pero no instrumentos específicos ni sanciones. Es decir, algunos por desidia y otros por responsabilidad, nuestros legisladores optaron por el aplauso sin generar costos intolerables. Recientemente, se ha dado otro paso hacia adelante en la misma dirección con la iniciativa hacendaria de imponer un impuesto al carbón.
Desde mi perspectiva, el criterio central que los mexicanos deberíamos adoptar para el futuro es el del crecimiento económico. Ese objetivo es el único que une a todos los partidos, fuerzas políticas, sindicatos, empresarios y ciudadanos: todos queremos una economía pujante y boyante que permita elevar los niveles de vida, generar más y mejores empleos y crear condiciones más amables para resolver nuestros problemas –los nuevos y los ancestrales. En esta era del mundo, la única forma de lograr el crecimiento es elevando la productividad y siendo cada vez más competitivos. La pregunta es si esto choca con el régimen ambiental que se promueve.
En términos pragmáticos es imperativo reconocer dos factores: por un lado, paradójicamente, ningún tratado internacional ni régimen legal (tipo Kyoto), exige que un país como México tenga que asumir semejante compromiso. Para bien o para mal, ninguno de los tratados incorpora a los países en desarrollo en el régimen de compromisos. La aprobación de la ley ofrecía una enorme oportunidad de lucimiento para el país ante la realización de la Conferencia sobre Cambio Climático en Cancún hace un par de años. Sin embargo, también demuestra una necesidad de complacer antes que un reconocimiento de las realidades y necesidades del país.
El otro factor que es necesario reconocer es que es una absoluta locura asumir un régimen de eliminación de fuentes de energía basadas en carbón en un país en desarrollo con amplios recursos de petróleo y gas. Lo que se requiere es un régimen de competencia -un verdadero mercado- que permita el desarrollo de distintas formas y fuentes de energía y tecnologías para desarrollarla, incluyendo, por supuesto a las renovables. Resulta absurdo penalizar el uso de energías tradicionales, quizá la mayor ventaja comparativa potencial con que cuenta el país, máxime en esta época en que el precio del gas natural podría convertirse en una fuente de crecimiento, empleo y riqueza inenarrable. La reforma energética propone liberalizar al mercado nacional y, de hacerse esto con un proyecto que efectivamente se fundamente en la competencia, permitiría hacer florecer tanto las energías tradicionales como las nuevas, renovables. Lo que no tiene sentido sería comprometer ingentes inversiones en energías alternativas cuando un mercado eficiente podría hacerlo a un mucho menor costo y de manera compatible con el crecimiento económico. No es casualidad que naciones como China, Brasil e India se hayan mantenido al margen: mejor que los critiquen por no decir nada que por incumplir sus compromisos.
Según el Instituto Bruno Leoni de Italia, el costo de crear un empleo “verde” es equivalente al de crear 6.9 empleos industriales. Esta lógica fue la que llevó al connotado ambientalista alemán Fritz Vahrenholt a afirmar que, en una época de austeridad y restricciones en todos los frentes, “estamos destruyendo los cimientos de nuestra prosperidad. Al final, lo que estamos haciendo es poner en riesgo al sector automotriz alemán, al acero, cobre y sector químico y del silicio…”. Si así piensa uno de los héroes del movimiento verde, ¿qué nos lleva a nosotros a ser más papistas que el Papa?
El tema del futuro es productividad porque esa es la principal fuente de competitividad, factor que atrae inversión y permite generar empleos que agregan más valor y, por lo tanto, pagan mejores salarios. Además, mayor productividad conlleva un menor consumo de energía y, por lo tanto, contamina menos. Como todos sabemos, la productividad implica hacer más con menos y para eso se requieren condiciones que lo hagan posible. En el caso de la energía, el asunto medular es la creación de un mercado competitivo, no ingentes inversiones gubernamentales o impuestos paralizantes.
Bjorn Lomborg, el ambientalista que abandonó el movimiento cuando se percató de que el costo de asumir la lucha contra el calentamiento global era enorme frente a lo limitado del potencial de lograr el objetivo deseado, dice que la mayor parte del dinero invertido en combatir el cambio climático –sobre todo subsidios directos e indirectos a la generación de energía renovable- constituye un desperdicio porque incluso los regímenes más restrictivos no tienen ninguna posibilidad de modificar las tendencias en esta materia. Frente a eso, nosotros haríamos bien en dedicarnos a eliminar los impedimentos al crecimiento de la productividad, pues es de ahí donde saldrá el ingreso y el empleo que el país tanto necesita.
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