Energía y capital político

Competencia y Regulación

Lo más paradójico -y encomiable- del planteamiento de modernización, reestructuración y privatización parcial más grande y ambicioso de la administración del presidente Zedillo es que su éxito va a depender íntegramente de algún gobierno futuro. La iniciativa enviada por el Ejecutivo al Congreso plantea, con cuidado y buen fundamento analítico, una transformación de la estructura de la industria eléctrica del país que va mucho más allá de la mera privatización de algunos de sus componentes. Como buena muestra tanto de la honestidad política y personal del presidente, la iniciativa expresamente prohíbe cualquier cambio en lo que resta de su administración. De esta forma, el presidente se propone sentar las bases conceptuales y legales de la industria sin aspirar al beneficio económico o político que de ella espera se derive. Lo que no es evidente, sin embargo, es que la iniciativa, en su estado actual, vaya a hacer una mayor diferencia.

El objetivo expreso de las reformas propuestas por el presidente es el de modernizar la estructura de la industria eléctrica y establecer un sólido marco de referencia legal para hacer posible el crecimiento de la inversión privada tanto en la producción como en la distribución regional de la electricidad. La transmisión de la energía a lo largo y ancho del país, así como la supervisión y regulación del sistema, quedarían en manos del gobierno federal, a través de una entidad constituida expresamente para ese propósito. Además, se crearía un mecanismo para que los usuarios de la energía pudieran comprarla directamente a los productores, con lo que se generaría un mercado competitivo, obligando a todos los involucrados a reducir costos, elevar sus niveles de eficiencia y encontrar nuevas formas de innovar. Las grandes presas generadoras de electricidad, la planta nuclear así como otros activos políticamente sensibles, quedarían bajo el control gubernamental.

En su presentación, el gobierno presenta una sólida y convincente argumentación de por qué un mercado abierto y competitivo es más productivo y eficiente que uno cerrado y monopolizado por el gobierno. Explica cómo la liberalización de la industria, y la privatización de algunos de sus componentes actuales podrían, en el largo plazo, traducirse en factores promotores de la competitividad del sector industrial y, por lo tanto, redundar en beneficios para la economía en su conjunto. El documento presentado ante el Congreso describe la manera en que diversas naciones -desde Argentina hasta el Reino Unido- han liberalizado y privatizado sus respectivas industrias y explica las semejanzas y diferencias de su proyecto con los de esos países. La parte más débil de su presentación, irónicamente, reside en su argumento más ostensible: el de la escasez de recursos públicos para financiar la expansión anual que el sector requiere. Sin embargo, la enorme fortaleza del proyecto es su propuesta de reorganizar al sector eléctrico para abrir opciones sin mayores prisas.

Independientemente de la composición actual del Congreso, la iniciativa presidencial le presenta a los partidos y a los políticos dilemas muy particulares que van más allá de las líneas de ruptura política o ideológica tradicionales. Para comenzar, la mayor fuente de apoyo para la iniciativa proviene del sindicato de la Comisión Federal de Electricidad, el SUTERM. En un país donde la mayor parte de las privatizaciones han sido repudiadas por los sindicatos, el apoyo de esta organización sindical tiene un enorme significado.

Lo peculiar de la industria eléctrica en el país es que, comparada con otros sectores privatizados en los últimos años -como la telefonía y el acero-, la CFE es altamente eficiente. De acuerdo a comparaciones internacionales, la eficiencia de la CFE es aproximadamente del 75% de la norteamericana en la producción y del 50% en la distribución. Dado el hecho de que en México se ha invertido más o menos la mitad, en términos proporcionales, en la distribución de la energía que en Estados Unidos y que el costo del capital es muchísimo mayor, el desempeño de la industria es, de hecho, excepcional. Desde esta perspectiva, no es sorprendente que el sindicato apoye la iniciativa decididamente: a pesar de la corrupción que permea a todas las empresas y sindicatos de empresas gubernamentales -en donde es particularmente notorio el Sindicato Mexicano de Electricistas de Luz y Fuerza del Centro, la empresa distribuidora del centro del país-, los números demuestran fehacientemente que el SUTERM ha sido un activo excepcional para la industria.

Pero el verdadero tema de fondo que será determinante en el éxito o fracaso del proyecto gubernamental se encuentra en otro lado. Aunque la producción de electricidad ha crecido a un ritmo de aproximadamente 6% por décadas, las continuas devaluaciones y la inflación han distorsionado el desempeño financiero de la CFE, como el de todas las empresas del país. Pero, a diferencia de otras empresas, que regularmente ajustan sus precios con velocidad, las de la CFE se han quedado rezagadas, en buena medida porque el gobierno siempre ha creido que le puede esconder a la población las consecuencias de las devaluaciones. Por ello, si las tarifas fueran lo suficientemente elevadas como para cubrir el costo marginal de producción, no habría razón alguna para que el crecimiento no siguiera su ritmo histórico, aun manteniendo subsidiadas las de los consumidores menores. De lo anterior no cabe más que una interrogante: si el gobierno está dispuesto a subir las tarifas al nivel necesario para promover la inversión, ¿para qué exponerse a todo el fuego de una confrontación política ideológica con una propuesta tan modesta de privatización? Y, por otro lado, si el gobierno no está dispuesto a elevar las tarifas, ¿qué inversionista en su sano juicio va a aceptar participar en la industria?

Ciertamente, la privatización de las plantas actualmente existentes y de las redes de distribución regional se convertiría en una fuente inmediata de fondos para una administración carente de recursos. Con mayores recursos, el gobierno podría asignar fondos a programas sociales o a otros más urgentes. Pero, aun en las mejores circunstancias, la venta de los activos gubernamentales en la industria traería fondos de una sola vez, sin posibilidad de ingreso alguno en el futuro. Además, con las tarifas actuales, el monto de esos fondos sería irrisorio. Por lo tanto, si el gobierno está dispuesto a pagar el precio político de elevar las tarifas, no habría necesidad de privatizar. La conclusión obvia es que el propósito último de la iniciativa no es de carácter esencialmente financiero.

El gobierno parece tener dos objetivos: uno es el de impulsar la modernización de la industria. El otro es mucho más de orden político. Su propósito modernizador es transparente: aunque limitada en sus alcances, la iniciativa efectivamente persigue generar un mercado competitivo que permita reducir drásticamente los costos de producción, transmisión y distribución de la energía y derivar beneficios que son imposibles dentro de una estructura monopólica y burocrática. Por otro lado, al proponer sólo una liberalización parcial, en contraste con países como Argentina e Inglaterra, el gobierno está apostando a que podrá articular una estructura regulatoria apropiada para un mercado híbrido -público-privado-, algo que no ha probado ser exitosa en ninguna parte, sobre todo sin una entidad regulatoria verdaderamente fuerte e independiente.

Por su parte, el objetivo político que parece perseguir el gobierno no es menos importante. Prácticamente todas las plantas generadoras de electricidad que han sido construidas en la última década son producto de esquemas de inversión privada que le venden la totalidad de la producción a la CFE a un precio prestablecido. Estas plantas, junto con algunas otras que operan bajo el régimen de autogeneración, previsiblemente van a convertirse en la principal fuente de energía en el país en el curso de la próxima década. Sin embargo, a pesar del impresionante crecimiento de este tipo de plantas, su fundamentación jurídica es endeble. Por lo tanto, aun si la iniciativa gubernamental se estanca porque el próximo gobierno decide no instrumentarla, el hecho de que exista una ley apropiada que legitime y legalice a este sector crítico de la industria va a constituir un paso trascendental para asegurar el suministro en el futuro.

El mayor valor de la iniciativa presidencial reside en el hecho de que este gobierno no busca salir beneficiado con sus resultados. Es claro que el presidente no persigue beneficios políticos para su administración, lo que le confiere una enorme autoridad moral en la negociación con el Congreso. Sin embargo, eso no garantiza una fácil aprobación. Aunque el PAN probablemente estaría dispuesto a votar a favor, es previsible que en esta ocasión busque saldar cuentas con el gobierno por acciones legislativas pasadas. De la oposición del PRD nadie puede dudar. Además, el SME, sin duda va a hacer lo posible por descarrilar la iniciativa. Los miembros del PRI sin duda estarán renuentes, pero la postura del SUTERM será invaluable para que la apoyen. Por donde uno le vea, la llave está en manos del PAN.

Si la historia del Fobaproa sirve como referente para ilustrar lo que viene en el Congreso, podemos anticipar que habrá una fuerte confrontación, sobre todo porque el gobierno probablemente será incapaz de articular una fuerte coalición de entrada. El PRD y el SME se desvivirán por proteger a todos los intereses creados del mundo y por socavar no sólo la iniciativa específica, sino todo recurso de modernización del país. A la luz de lo anticipable, es evidente que habrá una buena y desgastante confrontación. Todo en aras de una modesta iniciativa cuyo éxito dependerá de lo que algún gobierno futuro decida hacer. Y, por si no fuera obvio, ningún gobierno en la historia, en ningún país, ha podido imponer su agenda sobre sus sucesores. En estas circunstancias, sólo la responsabilidad del presidente explica su disposición a emplear tanto capital político en una iniciativa trascendental, pero de dudoso valor político.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.