Pocos momentos en la historia de un país son tan definitorios como el actual para México. Las últimas semanas nos han orillado al punto de quiebre: avanzamos hacia delante o nos quedamos rezagados en el pasado. En este tiempo, hemos podido observar a un país que se encuentra en dos mundos de manera simultánea: por un lado, un México que cambia y se transforma, que se queja y a la vez intenta encontrar un nuevo rumbo. Pero, por otro lado, también es patente la existencia de lo opuesto, un México paralizado y que pretende paralizarlo todo. Se trata de dos Méxicos: el que ve para adelante y el que se aferra al pasado. La manera en que se resuelva o concluya el conflicto petrolero, así sea menos definitiva de lo que pudiera ser deseable, va a determinar hacia dónde vamos.
De que el país se encuentra dividido no cabe la menor duda. Sin embargo, un factor de optimismo que el actual conflicto petrolero ha podido develar es que esa división atraviesa a todos los sectores, partidos y regiones del país. Por más que haya grupos de interés dedicados a amarrar navajas entre los contendientes en esta disputa particular, el hecho es que todas las entidades y corporaciones del país enfrentan divisiones en su interior. Los propios priístas, que han hecho gala de unidad en el congreso, muestran una fractura abismal frente al llamado Pemexgate. Aunque muchos priístas se aferran a un pasado que les resulta idílico, muchos otros reconocen que el país ya cambió y que es tiempo de comenzar a ver hacia adelante.
Esta es precisamente la disyuntiva. Si uno se pone en los zapatos de los intereses que por décadas se beneficiaron de manera grosera y desmedida de la llamada institucionalidad de que tanto presumían los priístas, es natural que no quieran ceder ni un ápice y que aprovechen cada resquicio, en este caso un conflicto laboral, para buscar proteger los privilegios y abusos que los han caracterizado por décadas. La gran pregunta es si están verdaderamente decididos y dispuestos a arriesgar el bienestar de la población en general lanzándose a una huelga cuyas dimensiones y consecuencias nadie, a ciencia cierta, puede imaginar.
El que juega con fuego, como dice el dicho, corre el riesgo de quemarse. Esto es lo que ha hecho que a un sinnúmero de priístas les haya ganado la sensatez y se hayan convertido en los principales aliados ya no del gobierno, sino de la responsabilidad y de la prudencia. En todo caso, de la estabilidad y la paz social. A final de cuentas, el país vive rezagos enormes en todos los frentes y parece enfrentar una incapacidad estructural de resolver sus problemas. Una huelga petrolera no haría sino exacerbar los ánimos y llevaría a una secuencia de eventos que ningún político puede anticipar con certeza. Lo que sí es seguro es que la suma de parálisis gubernamental con un conflicto político abierto nos pondría en las puertas del mundo pobre del sur, cuando llevamos una década avanzando, a veces con titubeos y regañadientes, hacia la integración plena con los países ricos del norte. El conflicto petrolero nos coloca, una vez más, al borde del precipicio.
El conflicto petrolero entraña dos realidades contrastantes. Por un lado, pone en evidencia que el país adolece de los mecanismos institucionales idóneos para tomar decisiones y actuar en consecuencia. En ausencia de la capacidad de imposición por parte de la presidencia de antaño, el país tiene que lidiar con un sistema político que cuenta con contrapesos, pero no con capacidad de acción. Esto lleva a que sea imposible llevar a cabo reformas y a que los políticos se vanaglorien más de lo que han logrado impedir que de lo que han logrado avanzar. El problema es que el perjuicio lo paga una población empobrecida y cuya necesidad y anhelo es la de que la dejen vivir en paz, que le quiten tantos obstáculos y que se creen condiciones para que pueda prosperar. El legado priísta más pernicioso y perverso es precisamente ese: el de los amarres, los intereses creados y las estructuras anquilosadas que le impiden al mexicano común y corriente salir adelante. Contra lo que piensan los sindicalistas petroleros y muchos de sus apoyos priístas, el costo de sus prebendas, además de sus berrinches, lo pagan millones de mexicanos indefensos.
Otra realidad que ha sido puesta en evidencia por el Pemexgate pero que ha estado presente a lo largo del sexenio, es que hay todo un sector de la política mexicana que ha quedado congelado en el tiempo. Subsiste una enorme red de organizaciones, agrupaciones, sindicatos, guerrillas y mafias que crecieron en torno y al amparo del PRI, sobre todo después de 1968, y que viven y se nutren de la ilegalidad. El trágico fin del movimiento estudiantil del 68 trajo por consecuencia una reticencia casi absoluta de los gobiernos posteriores a recurrir a la fuerza pública para mantener el control político y la paz social. Hasta ese momento, el gobierno ofrecía dulces y satisfactores a todos los que se sumaban al sistema, pero el garrote a los que se le oponían. A partir de ese momento, el gobierno cambió de táctica: habiendo sufrido y sobrevivido un desafío a su existencia misma, a su legitimidad más profunda, el gobierno se abocó a incorporar y premiar a las organizaciones que surgían y que eran una fuente importante de apoyo o, en su defecto, una amenaza a la estabilidad, pero ya no hizo nada por disciplinarlas e institucionalizarlas. Con que no retaran al gobierno era suficiente. Que el costo fuese la delincuencia de unos o los privilegios y canonjías de otros era lo de menos. Lo crucial era que no retaran al gobierno. Ahí tiene su origen tanto el chantaje como la impunidad que caracteriza a sindicatos como el petrolero.
Treinta años después, todos sabemos que el costo de no retar al gobierno acabó siendo la destrucción de la legitimidad del PRI y del sistema político tradicional, pero también la existencia de todas esas mafias gangsteriles que medran del sistema, cobran del erario y ponen en jaque el desarrollo del país. Sus maneras de operar cambian según la naturaleza de la organización, pero su característica común es la ilegalidad y/o el abuso. Un agudo observador de la realidad priísta observaba hace no mucho tiempo que los mítines de campaña de ese partido habían cambiado dramáticamente de naturaleza a lo largo de los años; mientras que en los sesenta y setenta las mantas y pancartas mostraban el apoyo o la presencia de las organizaciones priístas tradicionales (como la CTM, la CNC y la CNOP), las mismas mantas en los noventa mostraban la adhesión de grupos que ya nada tenían que ver con esas corporaciones formales, sino con organizaciones de invasores de tierras y taxistas tolerados, comerciantes informales y grupos que simpatizaban con narcotraficantes y guerrilleros. El punto es que el viejo sistema se transformó a lo largo de los setenta y ochenta hasta arrojar ya no la disciplina y control que eran su marca histórica, sino la antítesis de la institucionalidad y la propensión permanente al conflicto y la violencia.
El conflicto petrolero se inscribe en este contexto. Bien planteado o no, el gobierno decidió que tenía que agarrar al toro por los cuernos y pintar una raya definitiva. Se trata de la primera vez en esta administración que el gobierno se unifica y adopta una postura común. Grupos de lo más diverso de la sociedad mexicana han salido a manifestarse con toda claridad respecto al riesgo de una huelga, pero también de la necesidad imperiosa de acabar de romper con el pasado y comenzar a ver hacia adelante. Nadie que aspire a construir un mundo mejor puede en su sano juicio dudar que eso es lo que está en juego en este conflicto. De perder el gobierno el juego de las vencidas de los últimos días, todos los intereses retrógrados del país saldrían a la calle a demandar nuevos satisfactores. El riesgo es grande.
La transición política había sido, hasta este momento, sumamente tersa. Todo caminaba como si no existieran conflictos ni diferencias. Ciertamente, el desencuentro entre el ejecutivo y el legislativo era motivo de seria preocupación, pero hasta este momento no había habido amenazas serias a la estabilidad económica o política del país. Esa tersura había sido resultado de tres circunstancias fundamentales: primero, que el PRI entregó el poder sin discusión y sus integrantes en el congreso se habían comportado de manera institucional; segundo, que existen mecanismos de resolución de disputas, sobre todo a través de la Suprema Corte de Justicia, que han resultado funcionales y que han permitido resolver las diferencias de manera institucional: y, finalmente, la tercera razón es que el gobierno no había emprendido iniciativa alguna en materia de limpieza, ataque a la corrupción o desmantelamiento del aparato corporativista del pasado. Una vez que comenzó a hacerlo, sobre todo en el caso de Pemex, se abrió la caja de Pandora.
Lo cierto es que el conflicto que hoy vivimos era perfectamente anticipable. Era evidente que, tarde o temprano, el gobierno tendría que emprender una acción directa contra todo ese mundo de privilegios y cotos de caza que caracterizaron al viejo sistema, pero que siguen viviendo como si nada hubiera cambiado. Es posible, como muchos piensan, que fue imprudente lanzar esta iniciativa en el caso de Pemex, en el que los riesgos son elevados. El hecho es que el gobierno ya no tenía muchas opciones cuando decidió actuar: la sucesión de circunstancias desde que se hizo público el llamado Pemexgate lo había convertido en un asunto que el gobierno difícilmente podía eludir, a menos de que aceptara hacerse partícipe de la corrupción.
El gobierno tiene que ganar esta disputa porque de lo contrario el país acabaría condenado a una situación como la que vive Bangladesh: atorado en el pasado y sin capacidad de moverse hacia ninguna parte. Lo que está de por medio es si el país va a acercarse al norte desarrollado o si triunfarán las fuerzas reaccionarias que se empeñan en condenarnos a sucumbir y quedar atrapados en la dinámica populista, autoritaria y de crisis permanente que caracteriza a muchas naciones al sur del continente: entre el norte y el abismo.
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