“En un disturbio, como en un una novela”, escribió Tocqueville, “lo más difícil de inventar es el final”. En ese mismo libro, Recuerdos, el astuto observador francés apuntó que las cosas no ocurren como resultado del azar, sino que “los hechos que preceden, la naturaleza de las instituciones, la forma de concebir las cosas y las costumbres y creencias son la base sobre la cual surgen esos sucesos espontáneos que nos sorprenden y aterran”. De la misma forma, el futuro de la política mexicana, y del país, se irá conformando como resultado de los ingredientes existentes y de los que se vayan sumando.
El primer ingrediente es sin duda la compleja historia que nos precede y que establece marcos de referencia inescapables. Por ejemplo, una peculiaridad del tipo de autoritarismo que existió en el país es que prácticamente nadie en el mundo político lo reconoce o acepta. Los priistas siempre se creyeron el mito de que México era una democracia, lo que les hace inertes a muchos de los cambios que han acontecido. El autoritarismo no ha sido desacreditado en muchos sectores de la política y muchos de quienes lo ejercieron (y, que, en muchas instancias, siguen siendo instrumento de sus resabios) no lo asumen. La otra cara de esta moneda es que la democracia se ha convertido en otro mito al que se le hacen caravanas a la vez que se le intenta socavar. Los mecanismos para este objetivo varían, pero la esencia no cambia: el intento por recentralizar el poder, los múltiples y renovados mecanismos de control, la manipulación que ejercen las televisoras, la indisposición a someter a los poderes fácticos, el embate contra las entidades supuestamente autónomas.
Un segundo ingrediente es la forma en que se llevaron a cabo los procesos de transición tanto en la economía como en la política. El país pasó de una era de controles a una de fragmentación pero sin un proyecto prestablecido, sobre todo en el ámbito político. Las reformas electorales fueron reactivas; con pocas excepciones, no hubo la construcción de instituciones apropiadas a una sociedad abierta; la liberalización propició la consolidación de poderes fácticos que desafían a la sociedad y al gobierno de manera sistemática; y todo esto ocurrió sin un acuerdo sobre el puerto de arribo. Eso es lo que ha llevado a que una parte importante de la sociedad considere que la mexicana todavía no es una sociedad democrática mientras que otra considera que siempre lo fue. El contraste con España o Chile es extraordinario: ahí hubo un proyecto claro, un consenso sobre el proceso y una dedicación a construir un futuro distinto. Este sigue siendo el reto de México.
La fragilidad de nuestras instituciones es el tercer ingrediente: no sólo no se han construido instituciones idóneas a un esquema democrático para hacer posible la consolidación de una sociedad moderna, sino que se socavan las existentes. Muchos de los esfuerzos que han cobrado forma en la sociedad civil han acabado mediatizados por esos poderes fácticos que los amenazan y apabullan. El gobierno ha actuado en esta dimensión pero, de manera reveladora, ha procurando fortalecerse a sí mismo, no creando pesos y contrapesos.
El pacto, como cuarto ingrediente, es una gran idea sobre todo porque atiende a la enorme frustración que caracteriza a la ciudadanía frente a la parálisis e inmovilidad de los políticos, pero su naturaleza entraña riesgos para los partidos que ahí participan y que, en buena medida, han apostado su futuro. De convertirse en camisa de fuerza, el pacto acabaría impidiendo que los partidos de oposición sirvan de representantes de la ciudadanía y acaben siendo cómplices del silencio, a la vieja usanza del PRI. Por otra parte, si el pacto se convierte en una instancia de negociación donde se avanzan otras agendas, el país podría salir enormemente fortalecido: con instituciones nuevas y con un desempeño mejor.
Quinto, nadie puede dudar que todo el sistema de partidos está en crisis. Aunque el PRI gobierna y ha logrado encubrir sus fisuras, las circunstancias de los últimos lustros le permitieron recobrar el poder sin reformarse y es de anticiparse que las divisiones aflorarán en la medida en que el gobierno intente afectar intereses, precondición para cualquier reforma. El caso del PRD es distinto: producto de la fusión de dos historias, la izquierda histórica y la izquierda del PRI, ahora experimenta el reto de construir una social democracia moderna y, a la vez, recuperar a esa base de votantes que ha apoyado un proyecto estatista y reaccionario que ya no cabe en el PRI y que es incompatible con una izquierda moderna y cosmopolita. El PAN enfrenta una división y una crisis de legitimidad. La división refleja una pugna profunda entre las fuerzas del calderonismo que no supo emplear el poder para construir al partido y los panistas más tradicionales que son producto de la ciudadanía. Su crisis de legitimidad tiene que ver con su poca destreza política como gobierno y, sobre todo, la corrupción de la que cayeron presa estando en el poder.
Por razones distintas, ninguno de los tres partidos grandes la tiene fácil y ninguno tiene razones para regocijarse. No es casualidad que el presidente del propio PRI sea el más crítico respecto a lo necesario para poder retener el poder.
Estos ingredientes conforman el entorno. Lo que ocurra en los próximos años dependerá de la forma en que cada uno de sus componentes actúe. En términos conceptuales, hay dos posibles escenarios: uno, producto del acomodo o la resignación, llevaría a renunciar a los cambios profundos que el país requiere para ser exitoso. El otro, implicaría convertir al pacto (y a otros mecanismos) en instrumentos de transformación institucional. Inevitablemente, en un sistema presidencial, la voz cantante la llevará el gobierno. Los partidos de oposición, y la sociedad en general, podrán cooperar (para bien o para mal) o construir alternativas, pero la oportunidad está en manos del gobierno.
El futuro será resultado de las acciones e incentivos que se construyan para crear una nueva plataforma de desarrollo. Una posibilidad sería sin duda abdicar y hay muchos elementos que sugieren intentos por recrear el pasado. La alternativa sería que el PRI se asuma como el proyecto reformador y encabece una nueva era. La ironía es que un escenario como este haría mucho más probable su permanencia que la del camino de la mediocridad que nos han legado sus poderes fácticos o su indisposición a acabar con ellos.
El asunto no es nuevo. En su campaña para la presidencia, una señora le dijo a Carlos Salinas: “mejor tapar la barranca que sacar al buey cada seis años”. El reto sigue igual.
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