La contienda que concluye en nueve días no ha sido la más polarizada de la historia; quien recuerde la era de Vietnam sabe que hay ciclos en este sentido, pero también una extraordinaria capacidad de regeneración. Esa es una de sus fortalezas y características y no hay razón para suponer que algo similar sea imposible en el futuro mediato. La pregunta es qué clase de relación seguirá entre las dos naciones.
México acabó siendo un actor involuntario y (casi) ausente en la contienda electoral estadounidense; muchos factores coadyuvaron a crear el escenario electoral actual: desde el cambio tecnológico hasta los migrantes, pasando por pésimos programas estadounidenses de apoyo al ajuste por factores comerciales y tecnológicos y, de no poca monta, el desprestigio político del TLC en ese país. Todos y cada uno de los planteamientos y clamores que surgieron en esta contienda -desde Sanders hasta Trump- son analíticamente disputables, pero el hecho político es que México acabó siendo un blanco fácil de la crítica.
Hay dos escenarios postelectorales para nosotros y ambos son complejos. En primer lugar, se encuentra la posibilidad de que gane el señor Trump: este es el escenario menos deseable desde la perspectiva mexicana por la simple razón de que entraña una enorme incertidumbre, misma que se agrava por la personalidad explosiva e impulsiva del personaje. El principal riesgo de un posible triunfo de Trump radica en las acciones que individualmente, en su calidad de jefe del ejecutivo, pudiese tomar, particularmente respecto al TLC. De ganar Trump y no actuar impulsivamente en esa materia, entraríamos en un periodo de incertidumbre que probablemente entrañaría extensas negociaciones dentro de Estados Unidos y, en un segundo plano, en materia bilateral, sobre los pasos a seguir.
El segundo escenario, el del triunfo de Clinton, aunque más benigno, no estaría ausente de riesgos y complicaciones. Clinton no ha encabezado una campaña propositiva, lo que le negaría lo que los estadounidenses denominan como un “mandato”. En contraste con Trump, su campaña ha sido más bien obscura y defensiva por lo que no tendría un proyecto distinto al de Obama y, en ese sentido, se convertiría en un tercer periodo presidencial, similar a como ocurrió con Bush padre en 1988. Clinton tiene una larga experiencia con México y entiende la complejidad de la relación, por lo que no habría que esperar mayores aspavientos, excepto su obvio deseo por penalizar al gobierno de Peña por la invitación a Trump.
El mayor riesgo de un gobierno de Clinton radicaría no en ella misma sino en el poder legislativo: de ganar control del senado y, en una de esas, del congreso, Clinton quedaría en manos de legisladores activistas decididos a regular lo financiero, laboral y comercial, mucho de ello con severas consecuencias para el TLC. Por el lado más benigno, bajo este escenario sería concebible que prosperara una iniciativa de reforma migratoria.
Me parece que hay tres lecciones que derivar de esta elección. La primera es sin duda que el gobierno mexicano debe entender mejor a nuestros vecinos para evitar torpezas como las acontecidas con la invitación a Trump: existen procedimientos bien establecidos para contactar a los candidatos, por lo que no es necesario inventar el agua tibia.
La segunda es que el gobierno mexicano no puede ni debe intervenir en los asuntos internos de otro país, pero sí debe avanzar sus intereses. En el caso de Estados Unidos, esta separación es un tanto difícil, si no es que artificial, por el hecho de que las dos sociedades y sus economías están tan profundamente imbricadas. Aunque el gobierno mexicano debe articular una estrategia que repare la mala reputación de México que se exhibió en esta contienda, es claro que es la sociedad mexicana, y no el gobierno, quien debe responder ante improperios como los prodigados por Trump. Baste recordar que tanto las declaraciones de Fox como la invitación a Trump elevaron sus bonos electorales. Mejor que sean artistas, literatos, empresarios y chefs quienes defiendan la mexicanidad y no sus asediados gobernantes.
La realidad geopolítica nos obliga a lidiar y construir con los estadounidenses y somos nosotros quienes, en ausencia de un liderazgo visionario de su parte, tendremos que tomar la iniciativa. Así, sea cual fuere el escenario electoral del próximo ocho de noviembre, México no tiene alternativa a buscar la mejor forma de atenuar los exabruptos electorales y corregir su propia ausencia de claridad estratégica en la relación.
Finalmente, mucho de lo que se discutió en la contienda estadounidense y sus efectos en el proceso (por ejemplo, en materia cambiaria) tiene que ver con lo que no se ha hecho dentro de México. Seguimos siendo una sociedad dependiente de salarios bajos para ser competitivos, hemos retornado a políticas financieras que hacen vulnerable la estabilidad económica y no hemos resuelto procesos políticos básicos que impidan que siempre esté en disputa la esencia del funcionamiento de la economía del país. Mientras no atendamos estos factores, seguiremos produciendo factores de riesgos que alimentan los que se originan en el exterior.
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