¿Estado de derecho?

Derechos Humanos

A los mexicanos nos encanta hablar del Estado de derecho, aunque todos sabemos que vivimos en un estado de indefinición -y, frecuentemente, indefensión- jurídica. Nos referimos a la interminable colección de leyes y reglamentos con que contamos, y que nunca atendemos, excepto cuando algún funcionario opta por la arbitrariedad en pleno. Las leyes y reglamentos están ahí no para proteger a la población sino para acosarla, mediatizarla e impedir que se transforme en una ciudadanía pujante, vigorosa y exitosa. El momento político que estamos viviendo constituye una oportunidad excepcional para sentar los cimientos de un Estado de derecho en pleno.

La primera pregunta que uno tiene que hacerse cuando habla del Estado de derecho es la de su definición: ¿qué es el Estado de derecho? La definición que más frecuentemente se emplea se relaciona con el cumplimiento de las leyes. Algunos abogados y muchos funcionarios afirman que si se satisfacen las formas y si el gobierno se apega a la legalidad, vivimos en un Estado de derecho. Desafortunadamente, las cosas no son tan sencillas.

Distintos gobiernos en las últimas décadas formalmente se han apegado a la letra de la ley al emprender cualquier acción. En realidad, muy pocas veces se dio en el país una situación, como la que se presentó con la expropiación bancaria, en la que el gobierno justificó su arbitrariedad jurídica después de haber cometido el acto. De hecho, si en algo se distinguieron los gobiernos priístas, sobre todo los de antaño, fue por su devoción al cuidado de las formas. El problema es que las formas no son una condición suficiente para que exista un Estado de derecho. En la medida en que un gobierno pueda cambiar las leyes o las reglas del juego sin que medie un proceso público y abierto de discusión y debate dentro de un contexto donde existen pesos y contrapesos reales y efectivos, el Estado de derecho es inexistente.

Un ejemplo dice más que mil palabras: mientras que en México los cambios constitucionales han sido, históricamente, un deporte sexenal, en otros países el proceso de enmienda constitucional es extraordinariamente difícil. En Dinamarca, por ejemplo, una enmienda constitucional requiere, primero, la aprobación del parlamento, posteriormente una elección parlamentaria y luego el voto del nuevo parlamento. Pero, además de todo lo anterior, requiere del apoyo de por lo menos el 40% de la población en un referéndum entre toda la población en condiciones de votar. Es decir, se trata de un proceso engorroso, tardado e incierto, diseñado precisamente para que cualquier cambio constitucional que se realice sea producto del consenso popular y no de la imposición gubernamental o burocrática. Ahí no se aprueban leyes al vapor.

La vigencia de un Estado de derecho se fundamenta en tres características esenciales: a) la garantía política y jurídica de los derechos individuales y de propiedad; b) la existencia de un poder judicial eficiente que disminuya los costos de transacción y que limite en forma efectiva el comportamiento predatorio de las autoridades, especialmente las burocráticas; y c) la existencia de un ambiente de seguridad jurídica consistente en que los ciudadanos puedan planear la realización de sus propios objetivos en un contexto de reglas conocidas y con la certeza de que las autoridades no usarán el poder coercible en su contra y en forma arbitraria. Estos componentes del Estado de derecho son centrales para la convivencia humana, para el desarrollo económico y para la paz social. En un Estado de derecho las autoridades no pueden afectar la esfera de derechos del individuo sin que dicha facultad esté descrita en las leyes (principio de legalidad), y estas últimas escritas sin referencia a personas, lugares o tiempos específicos. A su vez el afectado debe contar con la posibilidad de defenderse y ser escuchado (garantía de audiencia o principio del debido proceso legal).

En esencia, según Friedrich Hayek, el Estado de derecho implica “que el gobierno en todas sus acciones se encuentra sujeto a reglas fijas conocidas de antemano -reglas que hacen posible prever con suficiente certeza la forma como la autoridad usará sus poderes coercibles en determinadas circunstancias”. El énfasis en la legalidad, sin embargo, no es sinónimo de Estado de derecho. Esto es, a pesar de que todas las acciones del gobierno estén autorizadas por la ley, esto no implica que con ello se preserve el Estado de derecho. En las economías centralmente planificadas no existía un Estado de derecho a pesar de que la ley se llegara a respetar. Ello se debía a que la legislación facultaba de poderes arbitrarios y discrecionales a las autoridades dejando en sus manos la decisión de aplicar o no la ley al caso concreto, haciendo referencia a lo que se consideraba “justo” o conforme a “el bien público”. Cuando la legislación se plantea de esta manera se mina el principio de igualdad formal ante la ley y posibilita al gobierno a otorgar privilegios legales en favor de sus grupos de apoyo.

Si uno analiza nuestra estructura legal, es curioso observar que sus características principales son análogas a las de los antiguos regímenes comunistas. Ahí era común encontrar leyes y reglamentos escritos en términos discrecionales y que hacían referencia a lo que en el momento el gobierno consideraba como el bien común. En México, las facultades discrecionales vuelven impredecible el actuar del gobierno no sólo porque son ambiguas y manipulables, sino también porque resulta sumamente difícil limitar los excesos y abusos inherentes a este tipo de actos de gobierno, con todo y que ha habido mejoría con el desarrollo de algunas fuentes de autonomía en el poder judicial.

Lo anterior indica que tenemos tres problemas distintos. El primero es que buena parte de nuestras leyes, la estructura jurídica misma, privilegia la discrecionalidad de la autoridad. Esto le confiere enormes facultades al gobierno y daña el entorno dentro del cual los ciudadanos -desde los consumidores hasta los votantes, los ahorradores y los inversionistas- tienen que tomar sus decisiones. En la medida en que se perciba que la autoridad actuará en forma caprichosa y, peor, que la ley le confiere esa facultad, el ciudadano va a responder en consecuencia. En la práctica, esto implica que el ciudadano seguirá haciendo como que cumple la ley (en todos los ámbitos), seguirá tomando sólo los menores riesgos de inversión y ahorro y seguirá percibiendo a las autoridades como ilegítimas. Por lo anterior, antes de contemplar una nueva arquitectura constitucional, la tarea gubernamental y legislativa, por ardua e inmensa que pudiese parecer, no puede ser otra que la de comenzar a reconcebir la estructura y contenido de nuestras leyes, ya sea promulgando nuevas o enmendando las anteriores.

El segundo problema que resulta de la ausencia de un Estado de derecho se refiere a los parches que se han adoptado en los últimos años para conferir garantías a la ciudadanía de que sus derechos serán respetados. En algunos ámbitos, sobre todo en el comercial y de inversión, los últimos gobiernos dieron pasos importantes para atender esta carencia. Por ejemplo, el TLC norteamericano incorpora diversos mecanismos para brindar la certidumbre jurídica e incluso confiere garantías de compensación en caso de expropiación. Lo irónico es que, por virtud del TLC, los inversionistas del exterior que se amparen en esas cláusulas obtienen garantías y un marco de seguridad jurídica del que no gozan los mexicanos. De esta forma, nos encontramos con que existen distintos niveles de certidumbre jurídica, dependiendo de la nacionalidad del inversionista en este caso. Lo imperativo sería ampliar esas garantías a la población en su conjunto y no sólo en el ámbito económico, sino en todos los que involucra la vida nacional.

Finalmente, el tercer grupo de problemas tiene que ver con el profundo cambio que entrañaría la adopción de un Estado de derecho. Abusar de la retórica de la legalidad es fácil y todos los políticos lo hacen en forma cotidiana. Sin embargo, comenzar a vivir en un mundo de legalidad en el que los ciudadanos se convierten en la razón de ser del gobierno y en que sus derechos tienen primacía sobre la actividad gubernamental entraña mucho más que una decisión política. Un presidente, un gobernador o un alcalde pueden estar verdaderamente comprometidos con el Estado de derecho y creer que sus acciones se enmarcan en ese ámbito por el hecho de que actúan de una determinada manera. La verdad es casi la opuesta: un gobernante o funcionario no puede optar por actuar dentro o fuera del Estado de derecho. Si esa disyuntiva es real, el Estado de derecho no existe. Por ello, no cabe la menor duda de que a ningún político danés, por seguir el ejemplo anterior, se le ocurriría afirmar que actuará dentro de la ley o que protegerá la soberanía del país. El hecho de que no pueda actuar fuera de la ley y de que la soberanía no esté a su alcance prueba que en su país el Estado de derecho tiene vigencia plena.

Los mexicanos hemos dado un enorme paso en la dirección de la democracia y la legalidad, pero se trata tan sólo de un primer peldaño en una larga escalera. La legalidad y el Estado de derecho no se van a construir por arte de magia; más bien, su consolidación será resultado de un persistente empeño por parte de todas las fuerzas políticas de llegar a un acuerdo, de establecer las bases políticas que den sustento a un nuevo orden institucional. Sin un pacto político que le dé sentido y contenido a una lucha por la legalidad, entendida ésta como aquí se ha planteado, las perspectivas de consolidar un Estado de derecho son nulas. Sin embargo, esto sólo podrá ocurrir una vez que el conjunto de las fuerzas políticas reconozca que su única opción de éxito reside en entenderse con las demás y de que todas ganan de inscribirse en el marco de un Estado de derecho con todo lo que ello implica. Las legítimas diferencias de orden político o ideológico tienen cabida siempre y cuando acepten cimentar el principio fundamental: el fin de la arbitrariedad.

La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org

Comentarios

Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.