Alexis de Tocqueville, el famoso pensador y político francés, acuñó la idea de que algunos países podían ser excepcionales, es decir, cualitativamente distintos a todos los demás. De esa apreciación se han construido grandes mitos. Lo que hace distintiva a una sociedad es la naturaleza de su población, su historia y cultura y su manera de ser. En esta dimensión no existen dos sociedades iguales en el mundo. Pero esto no significa que los seres humanos estemos condenados a ser como fueron nuestros predecesores o que no haya poder en esta tierra capaz de hacernos cambiar.
La democracia, tema que apasionó a de Tocqueville, es un perfecto ejemplo. Por décadas, si no es que siglos, sólo un puñado de naciones podían llamarse democrática; sin embargo, hoy podemos ver cómo la democracia ha logrado arraigo en sociedades tan distintas como la coreana y japonesa, chilena y española, la hindú y la mexicana. Una vez que esas otras sociedades hicieron suyas las estructuras institucionales que son necesarias para que funcione la democracia, ésta comenzó a florecer. Personas que hace algunas décadas rechazaban la posibilidad de que el mexicano pudiera discernir entre candidatos y ejercer su derecho al voto se han visto rebasadas por la devoción con la que la población ha respondido en los comicios.
Somos distintos a otras nacionalidades por los atributos culinarios, culturales, arquitectónicos e históricos que conforman la mexicanidad. Estas características con frecuencia nos hacen sentirnos excepcionales. Sin embargo, el mal entendimiento de estos atributos se ha convertido en un dogma que nos impide mejorar, desarrollar nuestra economía y ser exitosos. Muchos de los intereses más recalcitrantes en el país se han adueñado de la idea de excepcionalidad no porque la crean sino porque su objetivo es el mantenimiento del statu quo y mientras más gente lo acepte como dogma, mejor para ellos. Sentirnos excepcionales es muy bueno para la autoestima, pero pésimo para el desarrollo porque implica que medidas que funcionan en otras sociedades no serían aplicables a México, como el libre comercio, la competencia en el mercado, un buen gobierno, la ausencia de corrupción, un sistema policiaco efectivo o una sociedad más rica.
No somos únicos y excepcionales en el sentido en que no podemos duplicar los éxitos de otros países o adoptar las mejores formas de hacer las cosas. Aceptar lo contrario implicaría negar la libertad que tenemos los seres humanos de transformarnos y desarrollarnos, así como la responsabilidad sobre nuestro propio devenir. Una nación que no se adapta es una nación que acepta que otros –sus políticos, grupos de interés o, como aquí les llamamos, los poderes fácticos- decidan por los ciudadanos. Algunos ven a un partido como la causa de nuestros males, otros culpan a personas en lo individual. La verdad es que somos nosotros, los ciudadanos, quienes hemos cedido nuestro derecho, nuestra libertad, para que otros decidan por nosotros.
El cambio político de los últimos años ha sido enorme y, sin embargo, insuficiente. En la discusión pública, los mexicanos soñamos con una transición “de terciopelo” hacia la democracia, tal y como ocurrió en algunas naciones del este europeo, o por la vía del consenso, como en España. Hoy sabemos, pero quizá no hemos logrado asimilarlo, que esas soluciones elegantes ya no se dieron en nuestro país. Nuestra realidad es la de una sociedad que transitó hacia la democracia pero sin las anclas institucionales y sin la decidida participación de todas las fuerzas políticas, lo que acabó traduciéndose en un gran desencuentro que no permite avanzar: no existen las condiciones necesarias para propiciar entendidos de gran calado entre los actores políticos. Sin embargo, en lugar de procurar el mejor arreglo posible, como han hecho tantas otras sociedades, nos hemos quedado atorados por la nostalgia de la solución ideal. La alternativa sería que en lugar de buscar un acuerdo entre todos los actores, nos enfocáramos en una sola meta: crear riqueza.
Lo que México requiere es una nueva manera de entender su desarrollo, aceptando nuestras características y circunstancias. El camino en el que estamos entrampados hace por demás riesgoso el futuro toda vez que no se están satisfaciendo los requerimientos mínimos de empleo, oportunidades e ingreso que justamente exige la población. Esta realidad nos exige pensar distinto, enfocar nuestros problemas de maneras novedosas. En una palabra: dejar de pretender la perfección que legítimamente anima a muchas de las propuestas de transformación grandiosa para abocarnos a resolver los problemas inmediatos que son urgentes y necesarios. Nada quita que, una vez avanzando, el país encuentre mejores condiciones para construir el andamiaje de una ambiciosa transformación como las que se discuten pero no son factibles en el momento y circunstancias actuales.
El primer apartado que tenemos que resolver no es el de las reformas institucionales que se discuten sino el de la reactivación de la economía. Nuestra economía lleva décadas sin crecer al ritmo de que es capaz, pero sobre todo al que demanda nuestra realidad demográfica y social. Una economía creciente permite atenuar la conflictividad social y contribuye a resolver problemas ancestrales. Esto sólo se puede lograr en la medida en que todos los mexicanos adoptemos el crecimiento económico como el objetivo central de la administración pública y, en función de eso, se dediquen todos los recursos políticos y legales para que éste se acelere. Así, en lugar de dispersar esfuerzos en un sinnúmero de temas y reformas, abocarnos casi exclusivamente a hacer posible la generación de riqueza, resolviendo problemas que directamente la afecten en los ámbitos político, laboral y regulatorio.
La manera de articular este objetivo es crítica. En una nación plenamente desarrollada e institucionalizada, la discusión se llevaría a cabo esencialmente en el foro legislativo y se tomarían las decisiones pertinentes. En nuestro caso, la situación es muy distinta. México necesita un liderazgo fuerte y efectivo cuyo único interés y objetivo sea el del desarrollo del país. Ese líder se abocaría a forjar los entendidos necesarios, a imponer los acuerdos relevantes y a sumar a la población detrás de una estrategia dedicada enteramente a la transformación económica del país. Nuestra experiencia con liderazgos fuertes en las últimas décadas no es muy buena pero no veo otra manera de lograrlo. Quizá depende de que los ciudadanos estemos dispuestos a permitir que emerja un líder con esas características pero luego supervisarlo como halcones.
Presentación del libro Ganarle a la mediocridad: concentrémonos en crecer. M.A.Porrua 2012
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