A río revuelto, reza el dicho, ganancia de pescadores. Pero quien haya inventado el refrán jamás imaginó que el proceso postelectoral abriría la caja de Pandora y que el número y diversidad de pescadores sería tan revelador de nuestra realidad social y política. En este proceso todos los pescadores salieron en busca de fortuna. Los involucrados constituyen un grupo excepcionalmente visible y su común denominador ha sido muy simple: sacarle raja a la oportunidad. Para quienes estamos convencidos de que los individuos siempre buscan maximizar su interés personal, el comportamiento de estos actores clave en el país no es sorprendente. Lo que sí desconcierta es lo bajo de su mira, lo limitado de la visión de muchos de quienes tienen en sus manos el destino del país.
Un lamento generalizado estos días es que nadie piensa en el país, que todos anteponen su interés particular. Este es quizá el mejor resumen, el factor que distingue a los países exitosos y los que no lo son. La diferencia medular entre una nación exitosa y su contraria reside en la alineación de objetivos entre las personas y los del país; cuando éstos coinciden, las acciones de los individuos contribuyen al bien nacional. Un país exitoso logra que ambos se armonicen, creando con ello un círculo permanentemente virtuoso. Esto no ocurre en México, donde la norma es la divergencia de intereses y objetivos, algo que el drama postelectoral permitió observar con nitidez… y terror.
Si bien nadie debería esperar que el comportamiento individual fuese distinto al que observamos todos los días, no es nada grata la fotografía con la que concluimos este primer episodio de la sucesión más compleja de nuestra historia moderna. Lo que queda en el basurero es la imagen de los líderes de un país, los más exitosos y encumbrados –en todos los sentidos– concentrados en aprovechar el río revuelto, así como en crear una convulsión tan grande como fuese posible. Ahí está, por ejemplo, el narco, que aprovecha una coyuntura en la que todo mundo está distraído, para consolidar sus carteles a nivel nacional. Claramente, nadie debía esperar algo distinto del narco, pero sí de actores centrales que, en su lugar, nos han obsequiado como regalo la mezquindad más despreciable.
En la ventana de oportunidad que este río revuelto creó se pudo observar al empresario más poderoso aparentemente apostando para prolongar la agonía poselectoral y maximizar su flujo de efectivo, las rentas que le extrae al consumidor, por tanto tiempo como fuese posible. Todavía mejor si el periodo se extendía en la forma de un gobierno interino incompetente que paralizara toda decisión en el país. La parálisis se torna en el mejor mecanismo para preservar el interés personal, aunque ello implique la erosión de los valores económicos o políticos en el largo plazo. Todo se vale mientras aumente mi ingreso en el corto plazo, presumiblemente para alcanzar a Gates. A eso se llama altura de miras.
Pero el egoísmo y la vanidad no se limitan a intereses tan pequeños y obvios como el de un flujo de efectivo. Igual de chiquitos se vieron otros muchos actores. Aquellos que rodean al caudillo no porque compartan sus objetivos, sino porque confían en heredar los activos y bienes que dejará luego del funeral. Esos mismos que ahora se desviven por refrendar su respeto a las instituciones jugándole a las dos pistas, la del conflicto y la de la legalidad. Alguna tiene que pegar.
En esta lista presuntamente también está el rector de la UNAM quien arriesgó a la institución en aras de la oportunidad de llegar a la presidencia, así fuera por la puerta de atrás. Los académicos que, igual en una aventura personal, construyeron el caso de la nulidad no porque existieran elementos, sino porque eso servía a su causa. Los políticos que se cambiaron de tren en el último minuto no sólo para intentar purificar su pasado priísta en el altar de la redención perredista, sino para expiar sus propias culpas, como si nadie se diera cuenta. Ahora resulta, como afirmó uno de estos trashumantes, con la autoridad que le confiere la purificación, que mientras que la elección de 1988 fue limpia, ésta fue un muladar. Todo a la medida del comensal.
Los ejemplos son muchos, sus motivaciones muy distintas y la diversidad inmensa. Pero lo que a todos une es su enorme irresponsabilidad, magnificada por el hecho de que se trata de personajes públicos, líderes intelectuales, empresariales, políticos e incluso morales. Es decir, la crema y nata del país a la que muchos ven como ejemplo a seguir. Se trata de personajes en cuyos hombros descansa el presente y el futuro del país. Quizá por eso estamos como estamos.
Pero no todos los líderes políticos, empresariales o intelectuales son de la misma estirpe. Existen también personajes –en estos mismos ámbitos y en todos los partidos– dedicados a la vida institucional precisamente porque comprenden la enorme fragilidad de nuestras instituciones. Su presencia y actuar explica que el país haya funcionado, o al menos sobrevivido, en muchos momentos de nuestra historia, a pesar de que el conflicto entre intereses particulares y generales siempre haya estado presente. En ocasiones les llaman “hombres-institución” y lo que les distingue es una mayor altura de miras, una comprensión del carácter trascendente de la institucionalidad, así dependa ésta de sus valores más que de sus intereses (que no por ello, lógicamente, dejan de maximizar). Es decir, se comportan así porque creen en ello y no porque estén obligados a portarse de manera institucional.
Esa diferencia podría parecer nimia, pero su trascendencia es enorme. El país ha llegado a donde está no porque tengamos una estructura institucional idónea para su desarrollo, sino porque en momentos cruciales han existido individuos que han pensado más allá de su interés particular. En las últimas décadas, durante el periodo de erosión del viejo sistema político y sus reglas, hubo infinitas oportunidades para que el país se fuera por la borda. Sin embargo, esos individuos, cada uno desde su espacio, lograron evitar el caos. La coyuntura actual pone en evidencia tanto a quienes no ven más allá de su interés inmediato como a quienes comprenden el riesgo de jugar así. Pero un país no puede prosperar de esa manera. Por eso, la gran pregunta para nuestro futuro es cómo logramos que los intereses particulares y los generales coincidan para que las cosas funcionen porque así conviene a todos y no sólo porque alguien, por suerte, entendió que la alternativa era inaceptable
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