Fantasmas

Finanzas Públicas

El problema del Fobaproa afecta a todos los mexicanos. Muchos ignoran la existencia del problema, en tanto que otros preferirían que no se discutiera en público, como si se tratara de un fenómeno pasajero sin mayor trascendencia. Otros más se dedican a explotarlo para fines enteramente sectarios. Lo que nadie parece querer reconocer es que sin resolver el problema de la enorme deuda que ha legado el rescate bancario, los bancos no podrán revitalizarse para poder cumplir con su función, que es la de financiar el desarrollo económico del país. Muchos de los rezagos que enfrentamos se deben a la inexistencia, para todo fin práctico, de crédito bancario en la actualidad. La noción de destapar esta cloaca no es placentera; sin embargo, el tema es demasiado importante como para poder ignorarlo.

Es por ello que recibí con enorme regocijo, las severas críticas que diversos lectores hicieron a partes del contenido de mi artículo de hace dos semanas, intitulado “La herencia del Fobaproa”. En ese artículo yo afirmaba que el legado del Fobaproa iba a ser enorme en tres ámbitos. En primer lugar, apuntaba que las dimensiones de la deuda del Fobaproa eran tan grandes que su servicio, en los próximos años, podría llegar a representar cerca de la tercera parte del gasto programable del gobierno. En la actualidad, ese gasto equivale a aproximadamente 15% del PIB, por lo que los números del Fobaproa podrían llegar a representar un costo de entre 4% y 5% del PIB de cada año por varios años. En suma, concluí que el impacto del Fobaproa sobre los mexicanos iba a ser enorme en un plazo muy corto. En segundo lugar, decía yo que el manejo de todo el affaire Fobaproa ha sido tan deficiente –tanto en su administración como en la comunicación al respecto- que no ha habido transparencia alguna en los números. Y, en tercer lugar, que no existen incentivos para que los burócratas del IPAB, la institución creada para absorber las deudas del Fobaproa, administrarlas y liquidarlas (además de garantizar los depósitos bancarios), tomen los riesgos necesarios para vender o reestructurar los activos en su poder a la brevedad, y que esa dilación ya había costado muchísimo dinero, tanto en intereses acumulados como en el deterioro del valor implícito de la cartera del IPAB, y que, mientras no se llevaran a cabo esas ventas o reestructuraciones, el costo seguiría apilándose. En conjunto, el artículo llamaba la atención sobre el hecho de que los números eran tan grandes que el gobierno no tendría más remedio que elevar los impuestos, disminuir drásticamente su gasto o incurrir en un elevadísimo déficit.

El tema del Fobaproa se ha mitificado de una manera extraordinaria, esencialmente por tres razones: primero, por la serie de circunstancias, errores y negligencia que caracterizaron la labor de las diversas instituciones gubernamentales que vieron nacer y crecer el fondo de rescate de los ahorros del público en el sistema bancario. Segundo, por la torpeza (y, quizá dolo) en la comunicación gubernamental, que resulta en una ausencia casi total de información al respecto. Y finalmente, por la politización que sufrió el tema, producto sin duda del esfuerzo de los partidos de oposición por exhibir al gobierno, pero también del asombroso nivel de incompetencia de los responsables del rescate bancario, que ha hecho que el gobierno se haga acreedor del escarnio partidista. Las razones por las cuales el Fobaproa ha adquirido las dimensiones políticas que conocemos no son difíciles de dilucidar. Sin embargo, las consecuencias financieras del mismo siguen siendo objeto de disputa.

Mis muy estimados y respetables críticos están de acuerdo con que ha habido ausencia de transparencia e información y en que es inaceptable la parálisis que ha caracterizado al proceso de venta de los activos acumulados en el Fobaproa y que, por lo tanto, los incentivos tienen que ser modificados de raíz. Sin embargo, cuestionan los números que me llevan a concluir que el problema financiero es mayúsculo. Por ello, procedo a explicar de dónde los derivé.

La premisa básica de la que partió mi cálculo fue la contenida en la regla séptima de las Reglas Generales del Nuevo Programa al que se refiere el Artículo Quinto Transitorio de la Ley de Protección al Ahorro Bancario que establece que “…los nuevos instrumentos de pago mantendrán en conjunto el mismo valor contable a la fecha valor de la operación, plazo, pago de interés, tasas de rendimiento y amortizaciones de capital que los instrumentos de pago emitidos por el Fobaproa”. Es decir, que los pagarés que el Fobaproa entregó a los bancos a cambio de la cartera vencida mantendrían su valor al ser transferidos al IPAB y que éste, de acuerdo a su propia ley, los pagará en el plazo originalmente convenido, o sea, diez años a partir de su emisión (2005, 2006 y 2007, respectivamente).

Quiero suponer que las autoridades del IPAB, y el gobierno en general, piensan cumplir con lo establecido por la ley, como es su obligación constitucional. De esta manera, si uno supone que la autoridad va a dar cumplimiento a lo establecido por la Ley de Protección al Ahorro Bancario, entonces el gobierno tendrá que hacer una serie de enormes pagos (equivalentes a entre el 8% y 9% del PIB anual –o sea casi dos terceras partes de todo el gasto programable del gobierno- en los años 2005 y 2006, con un “pequeño” saldo de alrededor de 1.5% en el 2007, suponiendo que la economía logra crecer a un 4% por año). De estar contemplando el pago de esas obligaciones tal y como lo establece la ley, el gobierno tendría que comenzar a crear provisiones para poder cumplir las obligaciones contraídas por el Fobaproa. Esto implicaría aportaciones anuales por parte del gobierno de aproximadamente el 4% del PIB entre intereses y provisiones para la amortización, que se tendrían que efectuar entre el 2005 y el 2007, dependiendo de la fecha de emisión del instrumento original del Fobaproa. Estos montos son virtualmente inimaginables.

Por lo anterior, dado el tamaño del compromiso financiero que asumió el gobierno a través del Fobaproa y ahora del IPAB, éste podría, simple y llanamente, ignorar la ley o proceder a modificarla. Hace unos meses, el Director Ejecutivo del IPAB, Vicente Corta, afirmaba que “los vencimientos deberán modificarse porque es prácticamente imposible que a esa fecha se liquide esa cantidad de pasivos” (El Universal, 20 de junio), con lo que ya comenzaba a indicar que el gobierno no se encuentra en la posibilidad y en la disposición de hacer cumplir con sus obligaciones y acatar la ley. De ser ésta la manera de proceder, el gobierno resolvería su problema financiero inmediato, pero no el del país.

Cuando comenzó el rescate bancario, el Fobaproa no transfirió dinero a los bancos. Simplemente emitió pagarés a cambio de la cartera mala que los bancos habían acumulado luego de que sus clientes dejaron de pagar. De esta manera, los depósitos del público, antes respaldados por los créditos, ahora pasaron a estar respaldados por los pagarés del Fobaproa. Se trató de un movimiento contable, más no de una transferencia de fondos. Ahora que empezamos a acercarnos al día en que se tendrán que hacer efectivos esos pagarés, el problema deja de ser de carácter contable para convertirse en uno de pesos y centavos: por cierto, muchos pesos y muchos centavos.

La única forma en que el IPAB puede cumplir con su obligación legal es si el gobierno le hace las transferencias necesarias para pagar el principal y los intereses. Los ingresos con que cuenta el IPAB se limitan a la venta de activos que realice (sobre lo cual tiene mucho planes pero pocos logros y, en todo caso, representa apenas una pequeña porción del total de sus pasivos), y a sus ingresos por concepto de la prima que le cobra a los bancos como seguro a los depósitos. En pocas palabras, sin enormes transferencias gubernamentales el IPAB no puede cumplir con sus obligaciones, razón por la cual el gobierno se comprometió a respaldar esas erogaciones con recursos del presupuesto.

El gobierno no tiene muchas opciones. Puede reducir su gasto en una proporción igual a la que tiene que pagar por concepto del Fobaproa; puede incrementar impuestos por una cantidad igual; puede hacer una mezcla de reducciones de gasto e incrementos de impuestos; y puede incumplir su obligación. En la práctica, esta última alternativa no es en realidad una opción: el gobierno puede hacer que los mexicanos de hoy paguemos el costo del mal llamado rescate bancario o puede decidir que lo paguen las generaciones futuras, pero no puede evitar el pago. De optar por posponer el problema y echárselo a alguien más en el futuro, el problema político y financiero de corto plazo sería enorme.

Para comenzar, huelga decir que ninguno de los bancos mexicanos que fueron privatizados a principios de esta década y que todavía subsisten, sobreviviría si se aceptara como premisa de trabajo el que no se van a pagar las obligaciones del Fobaproa, mismas que, como explicaba, corresponden a una enorme proporción de sus pasivos, es decir, al ahorro del público. De ahí que, al menos en términos formales, de no hacerse efectivas esas obligaciones a los bancos, éstos serían insolventes frente a sus depositantes. Por supuesto que podría argumentarse que todo esto se resuelve si se convierte la deuda del IPAB en deuda pública, entregando CETES a los bancos en pago de las obligaciones originalmente contraídas por el Fobaproa. Sin embargo, las consecuencias financieras serían enormes puesto que el volumen de CETES en circulación se multiplicaría hasta por diez veces (de convertirse toda la deuda del IPAB) de un día al otro, lo que resultaría en altísimas tasas de interés. Esto, a su vez, volvería a poner a los bancos al borde de la quiebra.

Además, hay que recordar que el objetivo del PAN al impedir que se consolidara la deuda del rescate bancario como deuda pública era precisamente la de mantener la transparencia en el manejo de esos recursos. Como la aprobación de las partidas presupuestales para el pago de la deuda del IPAB es un ejercicio anual, el problema podría ser mayúsculo. En este sentido, aunque el gobierno podría de facto consolidar las dos deudas (la deuda pública y la deuda del IPAB), el costo sería enorme por su impacto sobre el crecimiento de la economía. De no cumplir con las obligaciones establecidas por la Ley del IPAB, el gobierno orillaría a los bancos a la quiebra o a permanecer cargados de activos inviables, de dudoso valor, haciendo imposible el financiamiento del desarrollo. También, por supuesto, podría pasar el costo de esta pesadilla a las futuras generaciones.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.