Reflexionando sobre la política británica, Bertrand Russell decía que las generaciones de electores siguen un patrón predecible que lleva inexorablemente a la frustración. Primero votan por el partido de sus sueños para encontrarse con que ahí no encuentran las soluciones que buscan, razón por la cual votan por la alternativa, creyendo que ese “otro partido es el que le va a dar la fortuna”. Así inicia un círculo vicioso de desilusión. Para Russell, el problema residía en la necedad de cada partido por imponer sus preferencias en lugar de convocar a la mayoría de la población para que se sume detrás de un proyecto nacional que trascienda lo partidista*. Nuestros partidos difícilmente pasarían la prueba propuesta por Russell.
Entre los electores mexicanos existen dos grupos: los que juran por un partido y sólo excepcionalmente están dispuestos a salir de su trinchera, y los que deciden su voto en función de la coyuntura, con un proyecto orientado más a construir un futuro que a esperar respuestas inmediatas. Para el partido en el gobierno el tema es central: el PAN lleva casi diez años en la presidencia pero su impacto en cambiar la realidad para bien ha sido más bien modesto.
La elección de 2000 cambió la realidad del poder pero no llevó a una nueva institucionalidad. Hoy vivimos un momento en el que el forcejeo entre partidos y candidatos es, casi en su totalidad, respecto al pasado. La ironía es que todos parecen tener puesta la mira en la misma época, aunque por distintas razones. El PAN parece resuelto a recrear la presidencia priísta de los setenta. El PRD está fracturado entre los ex priístas que quieren retornar a las políticas económicas de aquella época y quienes nacieron en los partidos de izquierda y ahora intentan construir una moderna social democracia. El PRI sólo aspira a retornar al poder y olvidarse de sus dos derrotas. Nadie plantea la construcción de un futuro diferente, capaz de darle salida a los deseos y necesidades, pero sobre todo aspiraciones, de una población joven y crítica, que carece de instrumentos, más allá del voto, para ser algo más que meramente espectadora.
Si bien el caso del PRD es el más complejo por el origen disímbolo de las fuerzas y tradiciones que lo integran, el del PAN es quizá el más paradójico. Los cambios de gabinete que tuvieron lugar a finales del año pasado fueron por demás reveladores de la naturaleza profunda de ese partido. Fundado como reacción al partido de la revolución, los panistas se quedaron con la imagen congelada del partido todopoderoso de antaño.
Desde que Fox llegó a la presidencia, los panistas supusieron que por el sólo hecho de haber derrotado al PRI, todo el poder de la vieja presidencia fluiría hacia ellos. En lugar de reconocer la nueva realidad política, producto del triunfo panista, pronto comenzaron a criticar al presidente por no liberarse del yugo de Hacienda. Antes el obstáculo era el PRI, ahora Hacienda. Con los cambios en el gabinete, con Hacienda en la buchaca, ahora sí los panistas están seguros de que suyo es el poder. Pronto tendrán que enfrentar una obvia disyuntiva: intentar reproducir al PRI de los setenta (gastando a diestra y siniestra para ganar elecciones) o preservar la estabilidad económica. La disyuntiva es real, como aprendieron los priístas luego de 1994, pero eso no impedirá que lo intenten. Tarde o temprano encontrarán un nuevo chivo expiatorio que justifique su incapacidad para iniciar la transformación que llevan décadas prometiendo.
Quizá no sea difícil anticipar que la andanada se dirigirá contra el Banco de México, el maloso siempre conveniente. El debate legislativo se ha encaminado hacia la modificación del estatuto del banco central para incorporar en el mandato de la entidad no sólo el combate a la inflación, sino también el crecimiento económico. El supuesto que yace detrás de esta idea es que una mayor inflación es condición necesaria para lograr tasas elevadas de crecimiento y que el mandato del banco la impide. Cualquier analista serio sabe que la estabilidad de precios es condición sine qua non para el crecimiento elevado y sostenido de la economía. Sin embargo, lo irónico es que tanto los partidos de oposición como muchos de los legisladores del partido en el gobierno están en la misma línea.
El problema del crecimiento tiene que ver con la falta de certidumbre en la economía y con una estructura económica que no contribuye a abrir oportunidades de ahorro e inversión. Pero los panistas parecen estar en otra lógica: en lugar de construir una estrategia de desarrollo están en la reproducción del viejo PRI. Si quieren poder retornar alguna vez al poder tendrán que ofrecer algo mejor que no ser el PRI.
Lo peor para el PAN es que sus gobiernos han estado plagados de todos los vicios que antes le criticaban al PRI. Desde la frivolidad de Fox hasta la ausencia de continuidad entre programas sexenales, los panistas se han mostrado como un partido de sexenios. Al igual que los priístas, han carecido de programas de desarrollo, visión de largo plazo o estrategia de gobierno. En algunos casos, han dado muestra patética de sus vicios, como con la reciente decisión del gobierno delegacional de Demetrio Sodi de abandonar proyectos viales que ya estaban en marcha y por los cuales el PAN había pagado un elevado costo político. Incapaces de defender sus programas, los panistas no han sido distintos a otros gobiernos, excepto que quizá son menos diestros para mantenerse en el poder.
Es evidente que las administraciones del PAN han tenido algunos programas excepcionales, mejores que los que el PRI jamás supo hacer. Entre otras, como ejemplo, Oportunidades fue convertido en un instrumento políticamente neutral para evitar que el combate a la pobreza se partidizara. También es imposible ignorar que la derrota del PRI en 2000 liberó a los mexicanos del yugo del autoritarismo priísta. Al final, sin embargo, más allá de esos beneficios, ciertamente no irrelevantes, la promesa del PAN se ha quedado en eso: una promesa.
El gran tema es qué nos dice esto de la realidad actual y del futuro del país. Las dos administraciones panistas muestran que el problema del funcionamiento del país no está vinculado con el partido que esté en el gobierno sino con el programa de desarrollo que exista y con la capacidad del gobernante en turno de llevarlo a cabo. Como ciudadanos la urgencia reside en cómo romper el entuerto antes de que pudiera retornar el viejo PRI, con más habilidad pero no menos carencia de ideas y convicción de construir algo mejor.
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