México enfrenta dilemas extraordinariamente complejos y simultáneos. Por un lado, una economía que lleva décadas arrojando un desempeño, en el mejor de los casos, mediocre. Por otro lado, un sistema de gobierno añejo, inadecuado a las realidades y circunstancias de la actualidad y, en todo caso, ineficaz. Las manifestaciones más evidentes de estos retos se observan en la inseguridad que vive la población, comenzando por la extorsión y el secuestro, la bajísima productividad promedio y la desazón generalizada. Por más que se ha impulsado una multitud de reformas, no hay evidencia alguna (luego de año y medio de gobierno) de que la administración del presidente Peña tenga idea de cómo resolver el problema.
El discurso presidencial enfatiza que no venimos a administrar, sino a transformar. Sin embargo, luego de varias décadas en las que no se ha administrado, el país requiere un gobierno funcional, apropiado a la realidad de hoy. Por supuesto que se precisan transformaciones fundamentales, pero no es evidente que las impulsadas sean las adecuadas, que el gobierno tenga la comprensión de lo que su implementación exige o que tenga la disposición para llevarlas a buen puerto. Todavía más importante: no hay conciencia en el gobierno de que muchas de sus acciones efectivamente son la causa de un todavía peor desempeño económico, que el histórico.
Este es el contexto en el que se aproxima la discusión legislativa en torno a la reforma energética: muchas reformas, alta inseguridad, enormes expectativas, gobierno ineficaz y un entorno de conflicto político que no cede. En el tema energético la apuesta es enorme no sólo por el hecho de que ésta pudiera, potencialmente, liberar los enormes recursos con que cuenta el país, sino por su potencial impacto en el conjunto de la economía. La transformación legal que entraña la reforma constitucional de 2013 es monumental. Lo que no es obvio es que la reforma secundaria vaya a hacerla posible.
Hay cuatro enormes desafíos que tendrán que ser bien resueltos para que la reforma energética sea exitosa: el papel de Pemex, la estructura legal, el regulador y la seguridad. Por lo que toca a Pemex, el factótum de la industria, la pregunta es si quedará algo para otros potenciales inversionistas luego de que los legisladores y todos los intereses que yacen detrás hagan de las.
En un sentido conceptual, el PRI propuso una reforma modesta, el PAN demandó una apertura real y eso fue lo que en su esencia arrojó la reforma constitucional. Hoy en día la lucha es por retornar a la propuesta modesta, de la cual los dos grandes promotores naturales son Pemex y el PRD. Una reforma que permita coinversiones con Pemex no sería mala, pero es imperativo reconocer que un Pemex no reformado, ahora sin toda la parafernalia de controles federales, va a ser la cueva de Alí Babá llevada a su máxima expresión. Supongo que no muchos de los inversionistas-objetivo invertirían en ese contexto.
El segundo desafío es el de la estructura legal que caracteriza al país. Para invertir, los potenciales inversionistas requieren un marco legal que sea claro y transparente. Lo más importante para ellos no son grandes incentivos sino claridad de las reglas del juego, pues en eso fundamentarán su decisión. Acostumbrados a invertir en Cuba, Indonesia, Rusia, Vietnam y otras naciones con regímenes legales y políticos poco consolidados, lo que requieren es claridad. Nuestra historia legal no ofrece mucha certidumbre en esa materia: es rara la ley que no le confiere enormes poderes discrecionales a la autoridad para cambiar las reglas del juego en cualquier momento. El tercer desafío es el relativo al regulador.
De la misma forma en que el potencial inversionista requiere certidumbre en las reglas del juego, su principal fuente de confianza reside en el regulador. Un regulador percibido como independiente y capaz de hacer valer las reglas establecidas en la ley es la única forma en que los inversionistas estarían dispuestos a participar en el proceso. Al menos al día de hoy, no es obvio que la legislación producirá un regulador confiable e independiente. En el país no hay muchos de esos, así que este pre-requisito invoca a Sísifo. Finalmente, el gran problema de México no son las drogas ni las importaciones o el gasto público. El problema de México es la pésima calidad de su gobierno. La inseguridad es producto de esa circunstancia y la decreciente popularidad del presidente no es más que una manifestación de lo mismo. Sin gobierno funcional pero acotado, el país seguirá a la deriva, así sea el presidente infinitamente más capaz como político de llevar a cabo cambios legales.
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