Cada día que amanece, el país vive una disputa. Día a día, se confrontan ideas, posturas e intereses, que buscan darle una forma particular al futuro. Para unos, ese futuro tiene la forma de una utopía; para otros, de paraíso. Los utopistas imaginan y sueñan con la perfección y tratan de construirla, de manera cotidiana, con acciones específicas que tienden a chocar frontalmente con los intereses creados más encumbrados. Los que persiguen el paraíso tienden a pensar en un panorama en el que finalmente triunfen sus intereses y puedan explotar al país sin miramiento. Se trata de dos fundamentalismos que, a pesar de chocar por su origen absolutamente opuesto, acaban complementándose. Mientras esa sea la realidad del país, no habrá salida.
La interacción entre intereses y fundamentalismos lleva a que se afiancen posiciones, endurezcan posturas y, a final de cuentas, a que se sacrifique el futuro del país. La gran pregunta, una que amerita profundas reflexiones, es cómo, en este contexto, se puede cambiar al país, reorientar su desarrollo y construir algo mejor.
Si uno le preguntara a quienes persiguen utopías o paraísos, da igual, qué es lo que quieren, su respuesta sin duda sería contundente: un mundo mejor, cambiar, salir adelante. Unos emplearían lenguaje grandilocuente, otros serían más específicos, pero ambos contestarían algo similar. Ni duda cabe que los utopistas son más honestos en cuanto a su búsqueda que quienes persiguen el paraíso porque, a final de cuentas, su motivación es la de la redención. Sin embargo, ambos contribuyen a que nada cambie: al no darles salidas creíbles, realistas, a los que buscan el paraíso, los utopistas solo logran que éstos se aferren a lo que existe porque cualquier otro esquema les es inconcebible, amenazante y, por lo tanto, imposible.
Sobran ejemplos de estos comportamientos. El caso de la transparencia es uno por demás evidente: de un objetivo absolutamente impecable y necesario (conocer la documentación, entender la lógica del tomador de decisiones, exigir que el funcionario rinda cuentas) hemos pasado a un fetiche: exhibir, exponer, poner en evidencia. La idea de un cuerpo colegiado dedicado a ese tema era precisamente que existiera una capacidad para discernir. Pronto, sin embargo, lo importante dejó de ser el discriminar entre lo que es meritorio y necesario de ser publicado y lo que no lo es, para iniciar una cruzada. Un ejemplo dice más que mil palabras: ¿a quién beneficia más, a la población o a los delincuentes, el que se publicite qué bandas de delincuentes tiene identificadas la autoridad policiaca o judicial? Parece evidente que si esa información fuese hecha pública, los delincuentes tendrían inteligencia gratuita y, por lo tanto, ventaja en la lucha contra la criminalidad.
De la misma forma, pero en sentido contrario, ¿a qué concepto de transparencia se sirve cuando la procuraduría presenta ante las cámaras de televisión, y antes de ser presentados ante un juez, a un grupo de detenidos supuestamente culpables de lanzar las granadas en Morelia? La escena es grotesca: obviamente golpeados, estos personajes no son interrogados, sino conducidos en sus respuestas. No se les pide que cuenten lo que saben sino que se les va orientando, ahí en público, para que contesten en determinada forma. Además de poco profesional, ¿sirve eso a la famosa transparencia?
El IFE no se queda atrás. No tengo duda que el IFE sabe contar votos, pero algunas de sus sanciones y multas huelen a intentos absurdos por establecer equivalencias morales. ¿Debe sancionarse a un partido por enviar cartas durante un periodo de tregua voluntaria, no establecida en la ley? De igual manera, ¿tiene sentido que se multe a un partido por el actuar de su contingente en el recinto legislativo? Estoy seguro que algún abogado podrá encontrar justificación jurídica para ambas sanciones, pero ¿no es un poco talibanesco jugar con fuego de esta manera? ¿No habría tenido más sentido haber lidiado con el plantón con un ejercicio inteligente, pero decidido, de autoridad?
Los intereses creados que construyen sus propios paraísos no requieren mayor discusión o ilustración. El comportamiento abusivo de quienes toman las calles para molestar al resto de la ciudadanía es elocuente. Lo mismo se puede decir de los sindicatos que se han adueñado de la riqueza petrolera y de la educación, de la electricidad y de las universidades. Por intereses creados capaces de describir y construir su propio paraíso no paramos.
Los años y la experiencia de instituciones como el IFAI, el IFE y la Comisión de Competencia prueban que por ese camino no se logra más que proteger a los intereses creados más encumbrados, siempre más hábiles para darle la vuelta a lo importante. Por ese camino no se ha logrado transformar al país. No niego que hay algunos avances en el camino, pero el fundamentalismo que las caracteriza y los costos que trae como consecuencia tienden a ser más onerosos que los beneficios.
Para que el país cambie no se requiere de funcionarios iluminados o filósofos dando cátedra desde sus torres de marfil. Estos han resultado contraproducentes y su costo inconmensurable. Tampoco tiene sentido ir a procurar a los intereses creados, igual del lado privado que del político o sindical: esos tienen un interés creado en preservar su Nirvana y nada más.
El país requiere políticos pragmáticos que no tengan más interés que el de construir, resolver, sumar y avanzar. Pragmatismo sin visión es lo mismo que un taxista sin domicilio al que conducir y eso es lo que hemos tenido por muchos años. Urgen políticos con claridad de propósito y convicciones profundas: el objetivo no es solo evitar conflictos y mantener el bote a flote sino, paso a paso, transformar al país. El poder para hacer, no para acumular.
La estabilidad es indispensable, pero no es suficiente. Llevamos décadas en que el objetivo ha sido librarla razonablemente bien. Hoy necesitamos políticos convencidos de la necesidad de cambiar y avanzar hacia un mundo competitivo y democrático. Políticos firmes, dispuestos a emplear la fuerza pública y la autoridad, pero con un sentido de propósito y no meramente por el prurito de hacerlo. Políticos que saben que las “concertacesiones” no son más que incentivos al desorden, pero que, al mismo tiempo, entienden que en ocasiones es indispensable ceder como parte de un proceso de avance. Es decir, no la mediocridad de la estabilidad por la estabilidad misma, sino la política y la negociación como instrumentos transformadores. Políticos capaces de hacer lo posible sin pretender utopías ni paraísos, ambos, como diría Kippling, impostores.
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