Gobernar y consensar

PRI

Si bien la realidad política del país cambió de manera abrupta y definitiva con la derrota del PRI en el 2000, la política mexicana ha evolucionado hacia un híbrido que no es ni democrático ni autoritario, pero que ha acabado por someter las decisiones públicas a la voluntad del machete, la violencia y al absurdo afán de crear consensos imposibles. La ironía de nuestra realidad actual es que los viejos mecanismos de control autoritario han desaparecido, en tanto que no han surgido o consolidado aquéllos que normalmente se asocian con la vida democrática. Lo que cuenta es el poder puro, la fuerza.

En cierta forma, todo en el país conspira en contra de la construcción de un régimen político moderno y funcional. Los viejos gobiernos priístas, los de antaño, gobernaban con mano dura y no se tocaban el corazón para reprimir manifestantes o para encarcelar enemigos políticos. La ley se ajustaba a las necesidades del momento; los diputados y senadores alzaban el dedo siempre que se les solicitaba; los medios colaboraban sin chistar; las policías cometían atropello y medio, controlaban a los delincuentes y administraban la criminalidad y la población prefería voltear la cara antes de acabar siendo víctima de una vendetta. La economía crecía y todo parecía funcionar razonablemente bien. Los políticos -obviamente los priístas, pues el resto era, para fines de las decisiones que importaban, meramente decorativos- no tenían ni el menor incentivo para alterar sus formas o dudar de sus modos.

Las cosas comenzaron a cambiar en los sesenta y setenta, cuando los parámetros políticos y económicos se alteraron de manera definitiva. El movimiento estudiantil del 68 y, sobre todo, la manera violenta en que éste fue concluido, tuvo el paradójico efecto no sólo de deslegitimar el uso de la fuerza pública, sino de atemorizar a los propios políticos. Desde entonces, con algunas excepciones notables (como la llamada “guerra sucia” en los setenta), los gobiernos priístas temieron al uso de la fuerza pública y de ser acusados de represores. De esta manera, la dureza de los gobiernos de los sesenta y setenta acabó por provocar la debilidad creciente de los gobiernos priístas posteriores.

Lo paradójico y extraordinariamente peligroso del momento actual es que ese mito priísta que equiparaba el uso de la fuerza pública con represión, permeó al primer gobierno post-priísta, quien ya lo ha hecho suyo. Es evidente que en la medida en que las policías del país no sean totalmente reentrenadas y modernizadas, el uso de la fuerza pública para hacer cumplir la ley –una de las funciones fundamentales de cualquier gobierno– será problemático y seguirá siendo justificable que el gobierno se muestre reticente en hacer uso de ese recurso. Sin embargo, esa reticencia tendría que estar acompañada de la convicción de que el uso de la fuerza es algo legítimo en un gobierno democrático. Al día de hoy, el gobierno rechaza el uso de la fuerza para hacer valer el orden, acepta que los machetes sean un medio legítimo para avanzar los intereses de diversos sectores de la sociedad y no ha hecho nada para ejercer una autoridad que legítimamente emanó de una elección indisputada, circunstancia que lo hace, o debería hacerlo, radicalmente distinto a sus predecesores.

Pero el problema, y la mitología, no se limitan al gobierno actual. El secuestro de un funcionario federal hace algunas semanas, por ejemplo, llevó a los tres principales partidos políticos a declarar que era imperativo atender las demandas de los secuestradores. La extorsión, ya sea en la forma de secuestros o machetes, se ha convertido en una nueva manera de hacer política. Ante la amenaza de violencia o inestabilidad, los políticos se olvidan, si es que acaso lo reconocen, que lo imperativo es construir las instituciones y formas de hacer política propias de la democracia y no las de ceder ante la menor amenaza o provocación. En la medida en que los políticos todavía gozan de alguna legitimidad –porque sus similares argentinos, por citar un ejemplo extremo, ya la perdieron de manera definitiva- su responsabilidad fundamental reside en darle forma a una estructura institucional que empate con la nueva realidad política.

La paradoja del momento es, de esta manera, extraordinaria. Una porción abrumadora de la población mexicana –incluyendo a muchos de los que no votaron por Vicente Fox- aplaudió el resultado electoral del año 2000, pero después de esto ni ciudadanos ni políticos se han preocupado por llevar a cabo los cambios que esa victoria requiere no sólo para hacer posible que el gobierno funcione con efectividad, sino también para evitar la violencia y la ingobernabilidad que a nadie convienen. En este contexto, se torna evidente el contraste entre nuestra realidad y la de otros países, como España y Chile, que lograron transiciones muy exitosas. En aquellos países, los gobiernos del antiguo régimen acabaron siendo mucho más conscientes de su responsabilidad que las últimas administraciones priístas, toda vez que, contra su mejor interés inmediato, crearon las instituciones que habrían de servir al menos de fundamento para la estabilidad e interacción políticas posteriores. En su afán por prolongar su reino, los priístas rechazaron todo avance institucional y prolongaron al máximo posible sus prebendas. El tiempo dirá si su estrategia de entonces, a la que se suma su actitud de rechazo a todo cuanto, en su pequeñez y puerilidad, podría ayudar al gobierno actual, les permite retornar al poder, pero el costo de su falta de visión de antaño y de hoy es ya desmesurado para el país.

Una explicación del comportamiento de políticos y partidos es que todos ellos se apegan a lo que les beneficia de manera directa y en el corto plazo. Esto es, los políticos, como todos los seres humanos, actúan de manera egoísta de acuerdo a los incentivos que tienen frente a sí. En la actualidad, todos esos incentivos les llevan a minar, estorbar y dificultar la evolución política del país. No importa el tema de que se trate, todos encuentran buenas razones para oponerse a la adopción de reglas de convivencia y, en general, a la institucionalización de la vida política. El tema de la llamada reforma del Estado, de suyo abstracto e indefinido, está empantanado por la búsqueda de ventajas de corto plazo que cada instituto político quiere para sí. Las iniciativas de ley más controvertidas están igualmente atoradas no porque sus méritos sean muchos o pocos, sino porque los partidos calculan cuál sería el beneficio o el perjuicio para el gobierno de la aprobación o rechazo de la misma. El punto es que prácticamente ningún político obtiene beneficio alguno por avanzar hacia la institucionalización política del país. Lo que es peor, la historia reciente les incentiva a todo lo contrario: a bloquear carreteras y organizar manifestaciones de macheteros, secuestrar políticos y amenazar con la violencia y la ingobernabilidad. Muchos políticos mexicanos se han vuelto funcionarios, diputados o alcaldes de día, y delincuentes políticos de noche. El país no puede avanzar de esta manera.

Lo que se requiere es un sistema político que empate el mejor interés de los políticos con el mejor interés del país. Un esquema de esa naturaleza haría que legisladores y políticos, funcionarios y peticionarios, encontraran pocos beneficios de actuar fuera del marco legal y castigos creíbles en caso de hacerlo. En la actualidad ocurre lo opuesto, no porque los políticos tengan mala fe o sean todos incompetentes, sino porque el sistema funciona al revés: premia la violencia y cede ante la extorsión. El mejor interés partidista y legislativo en la actualidad es negar la legitimidad del contrincante, ignorar a los votantes y a la población en general y cerrar los ojos ante la realidad. Nada les induce a pensar en el futuro.

Bajo esta lógica, no es casualidad que todo mundo apueste contra el gobierno. Es cierto que la sana competencia electoral conlleva una buena dosis de antagonismo y de cálculo sobre cómo restarle beneficios al contrincante a la vez que se maximizan los propios. Sin embargo, en el país hemos llevado esta lógica a extremos patológicos en donde el objetivo no es la convivencia sino la destrucción mutua. La pregunta es si hay algo que se pueda hacer al respecto o si, una vez embarcados en la lógica de la oposición a ultranza, tendremos que llegar a una crisis para poder reiniciar el proceso político desde el principio.

En este momento todos los partidos y políticos se encuentran haciendo su mejor esfuerzo para minar el futuro del país. De manera consciente o no, casi todo en la política mexicana conspira en contra de la estabilidad política y económica. A nadie parece importar el que el fracaso de unos constituya el fracaso de todos. En esto nadie se queda atrás, como ilustra el caso de los medios, que critican al presidente cuando, en un acto de pragmatismo poco común, reúne al PRI y al PAN para intentar lograr lo que es normal, natural y hasta elemental en una democracia: construir una mayoría legislativa.

La gran pregunta es cómo darle la vuelta a la situación actual. En ausencia del dictador capaz de imponer su voluntad, los políticos que hoy conspiran en contra de la estabilidad son los únicos con posibilidad de construir ese fundamento. En la vida democrática son las mayorías, y no los consensos, lo que hacen funcionar a un país. Pero cuando todavía no se alcanza la democracia, es imperativo lograr el consenso una vez, al menos una, para que sea posible que todos se sumen a un mismo proyecto. Hay que recordar que fue un consenso de inicio lo que hizo posible que el IFE se convirtiera en una entidad con credibilidad y autoridad. Exactamente lo mismo tiene que hacerse para adoptar el conjunto de reglas que hagan posible una convivencia política en la que el mejor interés de los políticos en lo individual corresponda al mejor interés del país. En lugar de desperdiciar el tiempo y el capital político en consensos absurdos e imposibles, lo urgente es construir ese consenso clave, para luego entrar de lleno en la lógica de las mayorías. El modelo del IFE sigue siendo el bueno.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.