Gobierno fuerte

Migración

El futuro del gobierno actual depende de lo que haga por sí mismo; sin embargo, su propensión natural es la de esquinarse. En lugar de actuar en los ámbitos y con los instrumentos que tiene a su alcance, apuesta su futuro en decisiones sobre las cuales no tiene control alguno. En el ámbito económico, ha fincado su éxito en las dádivas que el congreso esté dispuesto a darle en términos de reformas (como la fiscal y eléctrica), en tanto que en la política internacional se ha jugado toda su credibilidad en una carta (un pacto migratorio con Estados Unidos) que depende por entero de un proceso político que no sólo no controla, sino sobre el cual su influencia es irrisoria. Parte del problema es de estrategia y parte es estructural; en la actualidad, ambos conspiran en contra del gobierno.

El gobierno ha sido víctima de una confusión estratégica y del cambio en las realidades políticas. Lo primero tiene que ver con su propia manera de enfrentar la nueva realidad, en tanto que lo segundo es producto de los desajustes que se originaron con el “divorcio” entre el PRI y la presidencia. La gran pregunta es si todavía es posible hacer algo al respecto.

La coyuntura todos la conocemos: el gobierno ha sido incapaz de lograr que el congreso responda a sus iniciativas de manera positiva. Aunque producto de una situación política inédita, el gobierno actual actúa como si nada hubiera cambiado, como si el viejo presidencialismo mexicano siguiera vigente. En el pasado, el ejecutivo negociaba las iniciativas de ley de su preferencia fuera de la luz pública, a la vez que empleaba toda la fuerza de la presidencia y del partido para avanzar sus propuestas en los términos en que se enviaban. Aunque muchas de esas iniciativas sufrían modificaciones, lo cierto es que en el marco del viejo sistema lo que se negociaba, con frecuencia, nada tenía que ver con el contenido de las iniciativas: se intercambiaban favores y protección a cambio de la aprobación.

El gobierno actual tardó más de un año en definir su estrategia política. Dividido desde el principio respecto a la forma en que se vincularía con los partidos de oposición y, sobre todo, respecto a su relación con el pasado, el gobierno perdió un tiempo precioso –y todo su capital político- por sus titubeos iniciales. En lugar de resolver los temas estratégicos (el PRI y el pasado), el primer año de la administración se desperdició en luchas intestinas.

Algunos argumentaban que el gobierno debía reconocer la realidad política –la inevitabilidad de negociar con el PRI por el hecho de ser el mayor partido en el congreso-, en tanto que otros partían del principio de que un acuerdo con el PRI entrañaba la imposibilidad de avanzar una agenda distinta a la de los gobiernos anteriores, pues cualquier arreglo con ese partido implicaba la impunidad del pasado. En la práctica, el gobierno intentó los dos caminos, con resultados poco encomiables.

Hoy, luego de más de tres años con Fox al frente del gobierno, resulta evidente que la indefinición estratégica inicial ha sido extraordinariamente costosa, pero menos definitiva de lo aparente. Por un lado, el gobierno acabó reconociendo la fortaleza numérica y política del PRI, lo que le llevó a negociar su agenda de reformas legislativas con ese partido. Por más que hubo momentos en que esa estrategia pareció estar a punto de rendir frutos (tanto a finales de 2001 como en diciembre pasado), el resultado a la fecha es lamentable. Sin embargo, curiosamente, el fracaso de la estrategia de negociación con el PRI no reside tanto en el gobierno como en la incapacidad de los propios priístas para ponerse de acuerdo. Aunque siempre es posible argumentar que hubo cosas que no se hicieron u otras que pudiesen haberse hecho de manera distinta, el actuar gubernamental en materia legislativa fue el único posible.

En una democracia, el gobierno negocia con quienes detentan el poder legislativo a fin de lograr una mayoría funcional. El ejemplo europeo es paradigmático: ahí los gobiernos se consolidan a partir de coaliciones parlamentarias que con frecuencia incluyen partidos o facciones con posturas francamente divergentes en lo político o ideológico. Los partidos entran en coalición luego de llegar a acuerdos sobre lo que guiará el desempeño del gobierno, donde van implícitos acuerdos e intercambios sobre iniciativas de ley, posturas de política exterior o vetos sobre determinados temas. Es decir, se estructuran coaliciones que permiten gobernar con las limitaciones que los electores imponen con su voto el día de los comicios. Al buscar acuerdos con el PRI, el gobierno del presidente Fox estaba actuando bajo un esquema no sólo democrático, sino enteramente pragmático.

La experiencia de la estrategia de negociación entre el gobierno y el PRI arroja diversas lecciones que deberán ser aprendidas por futuros gobiernos, pero no cabe duda que el mayor de los problemas enfrentados reside en la realidad del viejo sistema político que el PRI resume en sí mismo. El PRI no es un partido “normal”, toda vez que ni fue creado en esos términos ni se caracteriza por una línea política o ideológica única que le dé sentido y contenido. Puesto en otros términos, el fracaso legislativo del gobierno actual se debe, en buena medida, a que el PRI no se ha transformado, lo que le impide actuar como un partido en el sentido literal del término. Mientras los priístas no se transformen (lo que podría implicar un realineamiento de todo el sistema de partidos en el país), el problema político-legislativo actual seguirá vigente, independientemente de la persona que ocupe la presidencia. Esto nos lleva a la dimensión estructural del problema político actual.

La historia del presidencialismo mexicano suele nublar la discusión pública y política sobre la naturaleza del gobierno que requiere el país. Por años, la discusión se centraba en la noción de acotar la fuerza de la presidencia, al grado en que el propio presidente Fox así lo expresó un año después de comenzada su gestión. La discusión política hoy, especialmente en el marco de la elusiva “reforma del Estado”, se concentra en la necesidad de que el sistema político incorpore incentivos que faciliten la conformación de mayorías legislativas, sean éstas permanentes o coyunturales, para el ejercicio efectivo de la función de gobernar. Los dilemas inherentes a este planteamiento no son privativos de nuestro país, pero como ilustra la creciente concentración de poder y popularidad del presidente ruso, Vladimir Putin, no hay muchos modelos que permitan vislumbrar un proceso de cambio y ajuste fácil y sin contratiempos.

Viendo hacia adelante, parecería que hay tres escenarios posibles. Uno tiene que ver con el propio presidente Fox y el enorme arsenal de instrumentos a su alcance que no ha empleado. En lugar de seguir dependiendo de acciones que no controla, en el congreso o fuera del país, el gobierno podría concentrarse en las facultades que el propio ejecutivo tiene a su alcance y que, a la fecha, duermen el sueño de los justos.

El gobierno tiene enormes facultades de regulación y desregulación a su alcance, cuyos impactos económicos y sociales son enormes. De hacer uso de esas facultades, el gobierno podría dejar una marca positiva e indeleble para el desarrollo del país. Una buena administración de las regulaciones y oportunidades de desregulación que tiene bajo su fuero permitiría estimular la inversión, facilitar la creación y el cierre de empresas, generar empleos temporales, reorganizar vastos sectores industriales y de servicios y, con todo esto, abrir oportunidades de desarrollo que hoy están vedadas. El punto es que el gobierno ha apostado todo a unas reformas estructurales que, aunque indispensables, no constituyen la panacea. Aún con ellas, muchas otras cosas tendrían que hacerse; por ello, no hay razón para no comenzar por ahí, lo que además podría tener el efecto de modificar para bien la percepción generalizada de inmovilidad.

Un segundo escenario se relaciona con la viabilidad de la estructura política que hoy nos caracteriza. La experiencia rusa es particularmente relevante –y preocupante- en esta materia. Luego de una década de lujuria, desorden y descomposición política y social, el gobierno del presidente Putin ha recurrido a muchos de los viejos mecanismos de control político y social que caracterizaban al sistema soviético para restaurar un sentido de orden. Al votar, la población ha dado la bienvenida a la estabilidad que Putin representa, pues su percepción de la alternativa es la hiperinflación y el desorden de la década pasada. El problema es que la restauración no democrática del orden, como la que representa el gobierno ruso actual, trae consigo una permanente incertidumbre, la inexistencia de rendición de cuentas, el abandono de la construcción de un sistema democrático y la impredictibilidad, característica central del viejo sistema. Lo que es válido para Rusia es igualmente válido para el México de hoy: la restauración de un sistema cuasi-priísta, sea éste en la forma de un gobierno del propio PRI, del PRD o de cualquier otro partido, no sólo no resuelve los problemas del país, sino que amenaza su viabilidad futura.

La alternativa reside en avanzar hacia la consolidación de la democracia. Implica, paradójicamente, iniciar un diálogo serio entre y con los partidos políticos sobre una reforma institucional de fondo, comenzando por el régimen de partidos mismo. También supone definirse sobre el pasado, algo que las acciones recientes del ejecutivo respecto a la llamada “guerra sucia” comienzan a hacer. El problema es que nada de esto elimina la precariedad del presente, algo que sólo va a atenuarse cuando la reforma institucional comience a rendir frutos pero, sobre todo, cuando el gobierno haga uno uso efectivo de los instrumentos que tiene a su alcance para afianzar un camino claro y definido hacia el desarrollo económico, asegurando con ello que el proceso de sucesión presidencial no pueda alterarlo una vez más.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.