México ha cambiado mucho a lo largo de los últimos años, pero tiene que cambiar mucho más. El hecho de que ahora tengamos un gobierno emanado de un partido distinto al PRI es muestra fehaciente de qué tanto se ha transformado el país. Sin embargo, esa transformación no es suficiente; en todo caso, el hecho de que haya un nuevo gobierno constituye una mera posibilidad: la oportunidad de que se establezcan nuevas reglas del juego, nuevas maneras de relacionarnos y, sobre todo, de crear condiciones para que México y los mexicanos avancemos efectivamente hacia el desarrollo y la democracia. Aunque la llegada al gobierno de un presidente emanado de un partido distinto al PRI entraña cambios fundamentales para la política mexicana, la mayoría de éstos tiene mucho más que ver con el fin de la hegemonía del PRI y el trastrocamiento de la lógica del viejo sistema que con la creación de un nuevo marco para la actividad política y gubernamental. Es decir, el verdadero reto de Vicente Fox reside en crear las condiciones para que el cambio que él propuso en su campaña se haga realidad.
El cambio es una de las características de nuestro tiempo. Pero el ritmo del cambio y su naturaleza específica es muy distinta a lo largo y ancho del mundo. En las últimas décadas, México ha experimentado cambios dramáticos, muchos de ellos originados internamente, en tanto que otros han sido producto de lo que ocurre fuera del país o, más correctamente, de los intentos del gobierno por ajustarse a un mundo exterior cambiante. Todo esto ha creado un ambiente de profunda incertidumbre para los mexicanos. La incertidumbre es uno de los productos que de manera casi inevitable acompañan al cambio, en cualquier lugar en que éste ocurra; sin embargo, hay una profunda diferencia entre la incertidumbre que experimenta un mexicano y la que enfrenta un europeo o un norteamericano. Esa diferencia es reveladora de nuestros problemas más profundos y, en particular, del enorme reto que tiene el nuevo gobierno de Vicente Fox frente a sí.
La incertidumbre es cierta para todos los humanos en esta etapa del mundo, pero la incertidumbre que aqueja a los mexicanos (y, evidentemente a muchos otros más) es distinta en naturaleza a la que enfrentan los habitantes de países democráticos y desarrollados. Para esas personas, lo que cambia son las condiciones en las que llevan a cabo sus actividades, pero no el marco de referencia que establece las reglas básicas de su interacción social y de su relación con la autoridad. Esto es, si bien el tipo de trabajo que realizan o su forma de vida cambian de manera vertiginosa, siguiendo la dinámica doméstica o internacional, esas personas cuentan con un marco de referencia que permanece esencialmente intacto. Ese marco de referencia se refiere al Estado de derecho, a la protección que las leyes le confieren, a la certeza de que existen mecanismos judiciales perfectamente establecidos para dirimir controversias y hacer cumplir los contratos. Además, esas personas cuentan con seguridad pública y la tranquilidad de saber que su sobrevivencia no está de por medio. Un europeo o un norteamericano sabe bien que el cambio que experimenta en su vida cotidiana –en el trabajo, en sus relaciones familiares, en sus fuentes de ingresos y demás- es producto de la velocidad con que se transforma la economía mundial, de la revolución en las comunicaciones y de la disminución relativa del tamaño del mundo. Sin embargo, a pesar de la incertidumbre que todos esos factores introducen en su vida diaria, su marco de referencia es constante. Lamentablemente, eso mismo no le ocurre a un mexicano. Para muchos mexicanos, los cambios económicos de los últimos años han sido inmisericordes. Estos han ocurrido no sólo de una manera estrepitosa y devastadora –lo que se ha traducido en desempleo, pobreza y ausencia total de mecanismos de protección familiar- sino en total ausencia de un marco de referencia confiable. En lugar de ese marco de referencia, lo que ha caracterizado al país en estos años es precisamente lo contrario: inseguridad pública, jurídica y patrimonial. Son estos los temas que el gobierno de Vicente Fox tiene que atender, pues de ellos depende, mucho más que de cualquier otra cosa, el éxito de su gobierno y, en buena medida, el futuro del país.
George Bernad Shaw solía decir que el progreso depende siempre de las personas que no son razonables. Una persona razonable, sostenía el autor, se adapta al mundo, en tanto que una persona que no es razonable siempre procurará que el mundo se adapte a ella. En México nos hemos acostumbrado a pensar y actuar como derechohabientes y no como ciudadanos responsables, es decir, esperamos que el mundo se adapte a nosotros en lugar de procurar un mundo mejor. En su afán por generar lealtades y todo tipo de apoyos, toda la estructura gubernamental se diseño precisamente para generar este tipo de dependencia respecto al PRI y al gobierno. El resultado es un mundo de demandantes que se comporta, en la lógica de Shaw, de la manera menos razonable posible (así sea muy racional su manera de actuar). Por donde uno le busque, el país está plagado de estas circunstancias: los paros de burócratas y los plantones de sindicalistas; los zapatistas y los maestros paristas; los vividores del gasto público y los policías e inspectores que viven de la mordida; los políticos corruptos y los comerciantes que se roban el IVA; el conductor que se pasa el alto y la señora que no acata una ley porque no le parece justa. Todo mundo considera que el país le debe la vida y, por lo tanto, que los demás se deben ajustar. Un mundo de gente que no es razonable.
Ese es el México que hereda Fox. La pregunta es qué va a hacer al respecto. El nuevo presidente tiene dos opciones: por una parte, podría suponer que él representa el cambio y que, por lo tanto, las cosas comenzarán a ser diferentes en el curso del tiempo. La alternativa consistiría en reconocer que el país está saturado de vicios y que sólo será posible dar la vuelta en la medida en que éstos se enfrenten hasta que, eventualmente, comiencen a desaparecer. En las circunstancias actuales del país, lo lógico, lo natural, es demandar beneficios, retar a la autoridad y esperar satisfacción a cada reclamo como si se tratara, al estilo del Rey Sol, Luis XIV, de un derecho divino. Es decir lo lógico es ser no razonable en los términos de Shaw.
La realidad es que los gobiernos priístas condicionaron a la población a actuar de esa manera. La vida pública nacional se caracteriza por una maraña interminable de intereses que viven de explotar los extraordinarios poderes discrecionales con que cuenta el gobierno y la burocracia, de la indefinición permanente en prácticamente todos los rubros y, en suma, de la maravilla priísta de las reglas “no escritas”. Este entorno de arbitrariedad y absoluta impunidad no hizo más que generar demandantes y derechohabientes: los gobernantes concedían favores a cambio de lealtad. Así funcionó el sistema priísta y así pretenden todos esos grupos de interés, ahora ya sin la cachucha del PRI, que opere el sistema bajo el nuevo gobierno. De ahí la disputa postelectoral en Tabasco, la demanda de un bono sexenal para la burocracia y, en general, todos los conflictos que tradicionalmente se han resuelto por medios extralegales. Cada acción, comentario y decisión que tome el nuevo presidente se va a juzgar a la luz de esta forma tradicional de operar.
Toda la latitud que le confiere a la burocracia y al gobierno en general flexibilidad, indefinición y poderes arbitrarios se traduce en oportunidades permanentes de corrupción, de ilegalidad y de favores particulares. Es ahí donde reside el verdadero problema que enfrentará el nuevo gobierno, como le ha ocurrido a virtualmente todas las administraciones no priístas a nivel estatal. En la medida en que existe un espacio propicio para la arbitrariedad (que, en nuestro caso, no es más que discrecionalidad sin rendición de cuentas), la autoridad tiene oportunidades inenarrables de influir en el resultado. Esa es la razón por la que se viciaron muchas privatizaciones, por la que hay tantas manifestaciones, y por la que tantos empresarios merodean las oficinas de la burocracia. El hecho es que las autoridades tienen un campo excesivo de acción sin que existan mecanismos automáticos que impidan el abuso, como ocurre, en los países desarrollados, con los mecanismos rendición de cuentas probados e institucionalizados.
En las próximas semanas, el nuevo gobierno tendrá una oportunidad tras otra de manifestarse sobre una multiplicidad de temas y asuntos. Cada uno de éstos abrirá oportunidades de violar el orden legal, muchas veces por buenas razones. Una y otra vez, se tenderán trampas para que el gobierno negocie la ley o se muestre dispuesto a modificar las normas vigentes. Esto es algo que ocurre con facilidad tanto por costumbre, como por el hecho de que las normas y leyes están diseñadas para que no exista alternativa. Este es el meollo del asunto. Si el presidente Fox quiere introducir un verdadero cambio en la manera de ser y funcionar del país, tiene que comenzar por apegarse a la ley y por cerrar los márgenes de acción arbitraria del gobierno. Esto que se dice fácil es extraordinariamente difícil de llevar a cabo en la práctica, pues todo el sistema legal está diseñado para hacer posible la arbitrariedad y el nuevo gobierno no puede (y no debería) dedicarse a cambiar todo el marco legal vigente.
El marco electoral federal muestra que sí es posible comenzar a introducir cambios en el comportamiento de los actores sociales. En la medida en que el gobierno federal se apegó a la ley y que no pretendió alterar los resultados, como ocurrió en sexenios anteriores, los partidos políticos dejaron de apostar al arreglo postelectoral. Algo semejante se puede realizar en el conjunto de la actividad gubernamental. Si el gobierno se propone no negociar las leyes vigentes y no pretender decidir cada resultado –desde las decisiones de la Comisión de Competencia hasta los ganadores de una privatización, pasando por beneficios fiscales y prebendas sindicales- el país va a salir ganando. Sostener ese nivel de disciplina va a ser extraordinariamente difícil, pero una vez logrado, la población se adecuará a las nuevas reglas del juego. Si eso lo logra la nueva administración, y habrá contribuido a que el país comience a transformarse de verdad.
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