En la visión histórica de la izquierda, se tomaba al gobierno no como producto de una elección sino como resultado de una revolución o, en todo caso, de una toma del poder. El objetivo era el poder y los medios eran lo de menos: tomar el poder para cambiar al mundo. El comportamiento de Morena en el Congreso en los meses pasados hace pensar que muchos de sus contingentes todavía no ven una diferencia: para muchos de esos grupos (o tribus, como se les solía llamar en el PRD), lo importante es tener el poder para llevar a cabo un cambio radical y no el de gobernar para toda la ciudadanía, como se esperaría de un gobierno en un sistema democrático. La pregunta es dónde está el nuevo gobierno: en las reglas democráticas o en las revolucionarias.
Hay tres ángulos que pueden ser observados: primero, la avasalladora victoria y sus implicaciones para quienes desde hace un mes detentan ya formalmente el poder; segundo, la complejidad inherente a una coalición tan diversa, dispersa y con racionalidades contrapuestas; y, finalmente, en tercer lugar, la visión tan ambiciosa que el presidente ha esbozado para su gobierno. Cada uno de estos elementos entraña sus propias dinámicas que, al combinarse, como se ha podido ver con el desastre de la gasolina, tiene una alta propensión a producir desencuentros.
El triunfo de Morena fue tan abrumador que sorprendió hasta a sus propios contingentes. Describiendo la composición de su bancada en San Lázaro, un diputado de Morena expresó que nunca imaginaron semejante escenario, al grado en que muchos de los nuevos diputados claramente no eran aptos para su nueva responsabilidad. Pero más allá de las personas, el triunfo no ha sido reconocido por los propios contingentes morenistas como producto de un voto democrático: de hecho, hasta la fecha no ha habido un reconocimiento al Instituto Nacional Electoral, al Tribunal o a los procedimientos democráticos que llevaron a ese triunfo. Para muchos de sus integrantes, no fue una elección sino un reconocimiento de su poder. La diferencia práctica podría parecer nimia, pero en realidad es más que trascendente porque determina la naturaleza del juego político: será un gobierno que se apegue a las reglas del juego político civilizado o intentará cambiar la realidad barriendo con toda la estructura legal, imponiendo su ley como si se tratara del viejo Oeste.
La coalición que construyó Morena será sin duda la parte más compleja del gobierno de AMLO. La coalición incluye personas y contingentes que van desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, pasando por exguerrilleros, intelectuales, grupos de base, priistas, panistas, perredistas, grupos de choque, empresarios. Cada uno de estos grupos o tribus tiene sus propios objetivos y muchos no sólo son incompatibles con los otros, sino contradictorios. Para muchos AMLO es un ser superior, pero para otros es un mero instrumento para avanzar sus agendas, con o sin él. Es raro el día en que no se ataquen unos a otros desde la tribuna de las dos cámaras legislativas. Administrar el conflicto inherente a esa coalición va a ser tan difícil y engorroso como la función gubernamental propiamente dicha.
En adición a lo anterior, AMLO y sus contingentes parecen ver a la elección de julio pasado como un hito inamovible e inmutable: el 53% que votó por AMLO es un punto de partida y todo lo que sigue es hacia arriba. Si uno observa a cualquier país en el mundo, lo normal son los altibajos y, cada vez más, los descensos. No hay que olvidar que al inicio de 2018 AMLO sólo contaba con 30% de las preferencias, lo que sugiere que el 23% adicional es mucho más volátil de lo que él imagina. Muchos ciudadanos votaron por AMLO porque no vieron alternativa y porque esperan soluciones rápidas y efectivas; si éstas no se materializan, su apoyo comenzará a erosionarse. La forma de decidir del gobierno no le ayuda: si sigue por donde va, perderá adeptos con enorme rapidez.
Todo lo anterior es apenas el punto de partida. AMLO ha planteado una visión extraordinariamente ambiciosa para su gobierno. La visión no viene acompañada de un plan, sino de una serie de objetivos o agendas propias o del grupo -muchas de ellas obsesiones- que no contribuyen a su visión, misma que en muchos sentidos entraña la reconstrucción de un pasado idílico que, en todo caso, nunca existió y es imposible de recrearse. Esto implica que habrá muchos proyectos individuales, algunos emanados del ejecutivo, otros del legislativo, que no serán particularmente coherentes entre sí pero que responderán a objetivos y agendas de grupos particulares o de concepciones ideológicas, sin que medie una evaluación de sus consecuencias en términos del crecimiento de la economía o de su impacto en la distribución del ingreso, algo que es fácil de argumentar pero muy difícil de impactar en la práctica.
AMLO nunca fue legislador y parece ver al poder legislativo como un mero trámite; sin embargo, ahí enfrentará la propia dispersión de su coalición y, más importante, al ignorar a la oposición, fomentará la confrontación, casi seguramente erosionando su propia legitimidad. La paradoja es que será en el poder legislativo donde quizá se consolide o colapse su gobierno.
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