El país vive días que no por divertidos dejan de ser aciagos. Nadie parece tener claridad sobre el lugar que ocupa en la vida política nacional, ni la función que le corresponde desempeñar. El congreso, la ?más alta tribuna de la nación?, por aludir a la vieja jerga oficial, es denigrado por sus miembros, quienes no entienden el papel de un poder legislativo ni le confieren el menor valor a su propia investidura. El gobierno federal, por su lado, da muestras de abandonar sus responsabilidades. Los precandidatos de todos colores y sabores se desviven por llegar a la presidencia, pero ninguno ofrece un programa sensato y viable para el desarrollo del país; nadie se perfila con propuestas que trasciendan los lugares comunes, pero sí dan muestras ostensibles de recuperar estrategias y medios que ya probaron no ser adecuados, por más que puedan ser populares. Nadie se revela con deseos de ejercer el liderazgo que el momento reclama y enfrentar el toro por los cuernos. A la mitad de todo este vendaval, es inevitable preguntarse quién está a cargo del changarro.
El país está estancado. Aunque la economía experimenta un ritmo de crecimiento nada despreciable, el país parece estar a la expectativa; como si un acontecimiento mayúsculo tuviera que ocurrir para que todo mundo concentre sus capacidades y se ponga a trabajar. El empresariado clama por soluciones, sólo para encontrarse con el sólido muro, eso sí, unificado, de los políticos que se rehúsan a comprender que su función es precisamente la de producir soluciones a los grandes (y pequeños) entuertos nacionales. La responsabilidad medular de la política, comenzando por el Estado (es decir, todos los poderes públicos), es la de hacer posible la vida en sociedad, y eso incluye en forma prioritaria a la economía, cuyo fracaso estentóreo resume los problemas del sistema político actual. Ese, y no otro, es el verdadero reto de cualquier ?reforma del Estado? que se pretenda llevar a la práctica.
Si el país pudiera renacer y todos los mexicanos tuviésemos los conocimientos y la experiencia adquiridos hoy, sería posible diseñar un sistema político apropiado a nuestra realidad, compatible con nuestra historia y responsivo ante los retos y complejidades del momento. Es decir, si pudiéramos inventar un nuevo sistema político que resolviera los problemas que hoy percibimos como infranqueables, que creara incentivos para la cooperación y la sana competencia electoral y política y que desarrollara lo mejor de las instituciones políticas que en otras regiones han probado su eficacia, entonces el mundo sería perfecto y no habría de qué preocuparse. Pero ese es un sueño guajiro y todos los políticos mexicanos tienen que comprenderlo así. Por más que se juntaran los mejores diseñadores y arquitectos políticos del mundo, el punto de partida tiene que ser lo existente y no lo que sería deseable. En consecuencia, es imperativo dejar a un lado el mundo ideal para tratar de darle funcionalidad al sistema político actual. Una vez que se resolviera lo fundamental, quizá sería posible intentar un vuelo más ambicioso.
Son pocos los momentos en la historia de las naciones en que es posible llevar a cabo una transformación radical. Lo típico es que países e instituciones se renueven de manera parcial y paulatina, en el marco de pequeñas coyunturas, no de grandes rompimientos. Es fácil, y sin duda envidiable, observar los grandes replanteamientos que se dieron en sociedades como la española y la sudafricana, la chilena y muchas de las del este de Europa. Pero se trata de circunstancias excepcionales, muchas de ellas en un contexto autoritario. Cada uno de esos casos ofrece una explicación particular para entender qué hizo posible una reconstrucción integral. El punto es que se puede soñar con una reconfiguración total de la estructura e instituciones de la política mexicana, pero es poco factible que, en las circunstancias actuales de polarización y conflicto, tal empresa sea concebible o, incluso, deseable. A final de cuentas, un celo excesivo en intentarlo puede acabar desatando fuerzas incontroladas de cambio, cuyo efecto podría acabar siendo mucho peor de aquello que se perseguía reparar.
La visión maximalista de la reforma del Estado ha sido brillantemente articulada por Porfirio Muñoz Ledo. Su propuesta incluye una reorganización completa del sistema político, la creación de nuevas instituciones, la adopción de un sistema parlamentario o semi parlamentario, entre otros puntos. Constituye, sin duda, un esfuerzo integral por responder a las deficiencias que el sistema político mexicano ha evidenciado en estos años. Su proyecto, como el de otros que han explotado una veta similar, se da en un contexto por demás precario. Los ánimos restauradores dentro del PRI son poderosos y hay más de un priísta que ha hecho suya una sola tesis: el problema de México reside no en las deficiencias institucionales del sistema ni en la falta de pericia política del presidente Fox, sino en la ausencia de un gobierno duro, capaz de imponer el orden y un sentido de dirección. Inspirados tal vez en el estilo del presidente ruso Vladimir Putin, muchos priístas, y no pocos personajes de otros partidos, creen que la solución radica en restaurar lo que indebidamente se perdió. Ese es el entorno dentro del cual tiene que concebirse la reforma del Estado posible.
Antes de comenzar a reformar las instituciones existentes, es imperativo definir el problema que se pretende resolver. Si uno adopta una visión de lo mínimo que es imperativo reformar para que el país pueda retornar a un cauce de normalidad, los problemas adquieren una perspectiva más manejable. En función de lo anterior, los problemas que me parecen centrales son los siguientes: a) el sistema político premia la parálisis legislativa y la confrontación política; b) la estructura institucional es proclive a la irresponsabilidad fiscal; y c) el sistema electoral no es representativo, hace imposible la rendición de cuentas y concentra demasiado poder en los partidos políticos. El lector puede coincidir o diferir respecto a la importancia de los temas aquí expuestos, pero lo crucial es precisar temas para los que pudiera haber soluciones específicas. Un cambio radical quizá sea deslumbrante en el papel, pero su instrumentación sin duda sería conflictiva y sumamente disruptiva. En cualquier caso, vale la pena explorar el tipo de medidas necesarias para atacar el problema como aquí ha sido definido.
La parálisis legislativa se puede atacar de diversas maneras, algunas más ambiciosas que otras. La reelección de legisladores ayudaría de manera decidida a modificar los incentivos que en la actualidad someten a los legisladores a sus líderes partidistas y los alejan de sus electores, cuando no del propio ejecutivo. La reelección sería un instrumento esencial de la democratización del sistema político mexicano, pero es imposible instrumentarla mientras se mantenga el sistema híbrido de representación directa y proporcional que caracteriza a nuestro poder legislativo. Así, aunque deseable, la reelección tendrá que esperar el soplo de vientos menos polarizantes.
Pero la parálisis legislativa puede erradicarse y la distancia que hoy priva entre ejecutivo y legislativo puede cerrarse a través de la llamada ley guillotina, un mecanismo parlamentario inventado en Francia que concede al poder legislativo un número de días perentorio para discutir una iniciativa del ejecutivo. En este marco, los legisladores pueden aprobar, modificar o rechazar la iniciativa, pero si no lo hacen dentro del periodo establecido en la iniciativa, ésta se aprueba automáticamente. Se trata de un medio para obligar a los legisladores a actuar frente al ejecutivo.
El dispendio fiscal es no sólo preocupante, sino potencialmente devastador. La mayor parte de los mexicanos no sabe que la deuda contingente relacionada con las pensiones de los empleados gubernamentales (ISSSTE), de las paraestatales y los Pidiregas se eleva de manera exponencial. Mientras eso sucede, el poder legislativo actúa como si el mundo se fuera a acabar mañana. Los gobernadores demandan recursos hoy y nadie se preocupa por lo que pudiera ocurrir después.
En la actualidad, el precio del petróleo está desbordado, lo que ofrece la oportunidad de ahorrar los ingresos excedentes y emplearlos cuando esos precios se caigan, como inevitablemente ocurrirá o, todavía mejor, para pagar la deuda existente. El problema es que no hay incentivos para actuar así: en lugar de maximizar el bienestar del país, los políticos sólo maximizan el propio, lo que les lleva a elevar el gasto al máximo posible. Sería mejor cambiar las reglas del juego: que cada gobierno estatal y municipal recaude impuestos en su propia localidad mientras el gobierno federal ofrece una enorme zanahoria para premiarlos. Por ejemplo, podría transferirle a cada gobierno subnacional dos pesos por cada uno que recauden y ese monto se podría elevar si la recaudación rebasa un determinado nivel.
Por último, es necesario modificar la legislación electoral. En esto, los partidos tendrán que confrontar sus intereses de corto plazo con el creciente abandono de la población, que se manifiesta en elevados niveles de abstención. Clave en esto será convertir al ciudadano en la razón de ser del sistema electoral a través de la reelección, aunque con la limitante antes mencionada, y entrarle de lleno, ahora sí, al tema del financiamiento electoral, que es cada vez más obsceno en montos y fuentes. Hay que reducir drásticamente el financiamiento público, imponer severos límites a donativos individuales y crear, dentro del IFE, una estructura de supervisión implacable.
Ninguna reforma resolverá todos los problemas, pero unas cuantas modificaciones bien articuladas podrían hacer una gran diferencia, quizá mucho mayor a las pretendidas con un cambio radical. El chiste es no perder claridad en el objetivo. Lo prioritario es buscar un rápido y sostenido crecimiento de la economía. Ello requiere hacer todo lo posible por institucionalizar al sistema político, y no minar lo poco que existe. Por encima de todo, es necesario dejar de buscar culpables para invertir los esfuerzos en procurar soluciones.
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