Entre nuestras primeras lecciones de aritmética, todos aprendemos que el orden de los factores no altera el producto. Eso que es tan claro en las cuentas no siempre es válido en la política: ahí sí importa quién hace qué y cuándo. La euforia democrática de las últimas décadas y sus resultados obligan a reflexionar sobre las condiciones que son necesarias para construir un sistema de gobierno funcional y a la vez responsivo ante la demanda ciudadana.
En el último medio siglo se dieron una serie de transiciones a la democracia que resultaron por demás exitosas (España, Corea, Taiwán) pero también otras que claramente fallaron. Las protestas que hace un cuarto de siglo acabaron violentamente acalladas en la plaza Tiananmen no fueron sino una más de las manifestaciones de transiciones, pocas de ellas tan exitosas. Casos como la primavera árabe, Ucrania, Rusia, Irak, Tailandia y México, cada uno con sus características y circunstancias, ilustran la complejidad de construir un régimen a la vez funcional y democrático.
Algunos muestran la contradicción que frecuentemente yace entre la demanda de transparencia y rendición de cuentas y la capacidad del gobierno para de hecho ser transparente y rendir cuentas. Más allá de la disposición del gobernante a responder a la ciudadanía, quizá el principal obstáculo al desarrollo exitoso de un nuevo sistema de gobierno tiene menos que ver con las personas que con las estructuras del gobierno que deben ser modificadas.
La característica preponderante (y común denominador) de las transiciones a la democracia es el precedente autoritario, circunstancia que explica mucho de su anterior capacidad para gobernar y funcionar. El autoritarismo hacía fácil la conducción política; su desaparición hace muy difícil gobernar, como es el caso de México en estos años.
Es evidente que el “viejo” sistema funcionaba en buena medida por su inmensa capacidad de imposición. La vinculación PRI-presidencia permitía instrumentar las decisiones del ejecutivo de una manera generalmente eficaz y el sistema de control que el partido y diversos instrumentos del gobierno servían para evitar o “aplacar” disidencias inmanejables. El tiempo fue erosionando al sistema de control y la primera alternancia en la presidencia “divorció” al PRI del gobierno. Lo que siguió no fue una transición de terciopelo sino un colapso parcial de las funciones del gobierno. Es posible que manos más diestras hubieran podido conducir un proceso de cambio con más éxito, pero lo que es claro es que, en lugar de enfocarse hacia la construcción de un nuevo régimen político e institucional, el país entró en una espiral de deterioro progresivo. En algunos ámbitos el deterioro fue parcial, en otros dramático (ej. seguridad). El conjunto arrojó un país desordenado que constituyó la invitación que el PRI requería para poder afirmar, a decir de alguno de sus próceres, que “seremos corruptos pero sabemos gobernar”.
Los últimos tiempos no han comprobado la veracidad y validez de la segunda parte de esa afirmación. Y quizá ahí radique parte de la explicación de nuestras dificultades: el problema no es de personas sino de estructuras y aunque son las personas las que dan forma a las instituciones y estructuras de gobierno, el hecho relevante es que en las últimas décadas se ha hecho muy poco por construir capacidad de gobierno que es, a final de cuentas, la clave para que el país pueda funcionar.
En las últimas décadas se han construido múltiples instituciones gubernamentales o de Estado: desde las entidades electorales y de regulación económica hasta las comisiones de derechos humanos y las dedicadas a la apertura a la información. Todas y cada una de estas instituciones ha ido avanzando en su ámbito y creado nuevas realidades políticas, ampliando los espacios de participación ciudadana y obligando a los diversos niveles de gobierno a responder. Lo que esas instituciones no hacen –no fueron diseñadas para hacer- es mejorar la capacidad de gobierno: la esencia de la función propiamente gubernamental, como seguridad, justicia, etc.
El caso de la transparencia es sugerente: se creó el IFAI como entidad dedicada a garantizar el acceso a la información, condición necesaria para el desarrollo político en toda sociedad democrática. Lo que no se hizo fue crear los mecanismos necesarios dentro de las entidades gubernamentales para que el gobierno pudiera responder. El resultado fue un choque de paradigmas: el sistema de gobierno, construido para controlar a la población y no para informarla, carece de los instrumentos (o lógica interna) para responder a la ciudadanía ni cuenta con sistemas de archivo adecuados para hacerlo de manera efectiva. De esta forma, en lugar de crear un sistema cooperativo de desarrollo ciudadano e institucional, se provocó un choque entre la lógica burocrática y la de los activistas políticos.
El caso de transparencia ilustra la naturaleza del problema: a México le urge una transformación integral de su sistema de gobierno. Las estructuras actuales provienen de la era del fin de la Revolución, época que en nada se asemeja a las realidades y demanda ciudadana de hoy. Donde se requiere cooperación tenemos conflicto; donde urge apoyar adaptación (por ejemplo de maestros temerosos de no aprobar un examen) se incentiva confrontación. La lógica de control de antaño es incompatible con la realidad de una economía globalizada y un país ansioso de desarrollarse. Urge un sistema de gobierno del siglo XXI.
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