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“Las presiones cotidianas, escribió Kissinger, tientan a pensar que un problema pospuesto es un problema evitado; más frecuentemente, es una crisis creada”. Así estamos con la posposición continua de soluciones al tema del crecimiento de la economía.
Una pregunta clave para nosotros es ¿por qué no crece la economía? O, puesto en otros términos, ¿por qué crecía la economía en los sesenta y qué hace que no podamos reproducir esas condiciones en la actualidad? Si le hacemos esta pregunta a un economista, su respuesta va a ser técnica y probablemente correcta, pero luego de diversos intentos, muchos de ellos contradictorios, el crecimiento sigue siendo raquítico. Años de observar este fenómeno me ha llevado a la conclusión de que la causa del estancamiento relativo (porque la economía está creciendo bien en la actualidad) se debe a la ausencia de ciertos componentes clave, pero sólo unos cuantos de los cuales son materia de reforma. El problema principal reside en la ausencia de certidumbre.
Remitirnos al pasado quizá nos permita comprender qué es lo que hacía que la economía creciera de manera sostenida y por plazos prolongados en los cincuenta y sesenta pero no ahora. Planteado el problema de esta manera podremos encontrar explicaciones que trascienden lo estrictamente técnico. Si uno observa cómo es que economías como la japonesa o coreana pudieron crecer a tasas tan elevadas por tantos años a pesar de sus severas deficiencias estructurales internas, resulta evidente que las explicaciones económicas, a pesar de ser clave, no son suficientes. Para que se dé el crecimiento tiene que haber más que una estructura saludable; también tiene que existir una sensación entre los empresarios e inversionistas de que el país tiene claridad de rumbo, que esa dirección es compartida, al menos en lo elemental, por el conjunto de las fuerzas políticas y que la inversión privada es percibida como necesaria y, más que eso, como un componente crucial del desarrollo del país.
En los cincuenta y sesenta existía un marco de estabilidad macroeconómica que garantizaba una plataforma clara para el crecimiento e impedía que hubiese crisis cambiarias frecuentes. Más al punto, existía un entendimiento implícito entre el gobierno, los políticos y el empresariado sobre las reglas del juego para la inversión. Es decir, existía una colaboración implícita entre el gobierno y los empresarios, que esencialmente consistía en una división del trabajo: el gobierno creaba condiciones propicias para el crecimiento, particularmente a través de inversión en infraestructura, en tanto que el sector privado realizaba inversiones productivas en fábricas, servicios y demás. Desde luego, estamos hablando de una economía cerrada en una era en que casi todas las economías eran cerradas. Pero lo evidente cuando uno echa la mirada al mundo es que la clave no es lo específico de la estrategia de desarrollo sino la certidumbre.
La clave, o una clave fundamental, del éxito del proceso de industrialización del pasado residía en la existencia de un pacto implícito con anclas profundas y trascendentes: detrás de la división de funciones se encontraba un arreglo institucional, un conjunto de reglas que eran trasparentes, así fuesen implícitas, para todos los participantes. Esas reglas no sólo implicaban que el gobierno se auto limitaba en su alcance y en el tipo de políticas que podía instrumentar, sino que demarcaba su ámbito de influencia de una manera nítida y transparente.
La era del crecimiento económico apuntalado en ese tipo de arreglos implícitos, alta rentabilidad y reglas del juego claras se colapsó en los setenta en buena medida porque el gobierno desconoció el pacto implícito y comenzó a alterar las reglas del juego: desapareció la estabilidad macroeconómica, dio vuelo a una era de inflación, impuso controles de precios, absurdas regulaciones, subsidios, restricciones a la inversión y las expropiaciones. Todo esto violó los términos del pacto implícito que por tantos años le había dado fortaleza a la economía y certidumbre al sector privado. Lo impactante es la longevidad de la era de desconfianza que de ahí nació.
El tema clave es cómo recrear el pacto que establecía las reglas del juego con nitidez y que fue fundamental para lograr años de crecimiento económico elevado y sostenido. Cómo, en otras palabras, construir el andamiaje institucional que le permita al país tomar las decisiones que urgentemente requiere su desarrollo tanto en el ámbito político como en el económico. Una parte del problema yace en la diversidad de autoridades que tienen jurisdicción sobre la actividad de una empresa, cada una con su lógica y motivación, pero todas ellas demandantes de satisfacción burocrática. Esto es lo que afecta más que nada al empresario pequeño. Pero quizá la parte más importante reside en la percepción de que no existe una dirección de largo plazo para el país, que las fuerzas políticas no tienen un compromiso con un objetivo común y que, por lo tanto, la viabilidad del país está siempre en entredicho. Este no es un problema de regulación, sino EL problema político central del país.
En esta dimensión, sólo un pacto político que comprometa a las fuerzas políticas con un objetivo común y con el respeto de las reglas para avanzar en esa dirección podría comenzar a construir la confianza que requiere toda sociedad para prosperar. Algunos de los participantes en semejante pacto quizá requirieran eliminar privilegios o consolidarlos, pero esos son distractores. México requiere un pacto explícito porque los implícitos ya dieron de sí. Además, un pacto de esa naturaleza tendría que ser coherente con las circunstancias y realidades del mundo de hoy: con la globalización, los tratados de libre comercio y los requerimientos de los potenciales inversionistas de quienes depende, a final de cuentas, el crecimiento de la economía y del empleo.
Mas allá de euro, el proceso de integración europea es muestra fehaciente de que un entorno legal y político certero y propicio para el crecimiento es la mejor receta para el desarrollo integral de un país. Es evidente que no somos europeos, pero también es evidente que los países que han prosperado en las últimas décadas lo lograron gracias a que crearon un entorno de predictibilidad que confiere certidumbre. Sin eso no hay nada.
Si queremos recuperar la capacidad de crecimiento económico, tenemos que crear un nuevo pacto político y éste sólo es posible a través de un marco legal que se cumple y a prueba de abuso. Esto ciertamente no se construye de la noche a la mañana, pero mientras no comencemos a desarrollarlo, nunca llegaremos ahí.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.