Los tres principales partidos políticos quieren ganar la presidencia en el 2006 y los tres creen que pueden ganarla. Al mismo tiempo, las tres instituciones políticas coinciden en la necesidad de emprender un proceso de cambio y transformación que haga posible la recuperación del crecimiento económico y, con ello, fortalecer la oportunidad de ganar la más alta investidura del país. Lo que nadie parece tener claro es hacia dónde emprender ese proceso de cambio, cuál debería ser su dinámica y, sobre todo, sus características específicas. Este afán de cambio podría hacerle mucho bien a México y los mexicanos, pero también podría dar al traste a todo lo que se ha avanzado en las últimas décadas. Por eso la clave es reconocer las debilidades del presente y comprometerse a fondo con los cambios que urgen y que podrían tener el efecto de reactivar la economía casi de inmediato.
La urgencia de emprender cambios parece dictada por varios factores: primero, los electores demandan cambios y los políticos saben que, luego de tres años de parálisis, algo debe hacerse para recuperar el favor del electorado. Segundo, las condiciones actuales dejan mucho que desear: la economía lleva tres años sin crecimiento y los motores que la impulsaron en los noventa han dejado de ser efectivos, al menos por ahora. Tercero, los gobiernos de Lula en Brasil y Kirshner en Argentina se han presentado con un discurso atractivo de cambio que hace parecer a los políticos mexicanos como retrógradas y reaccionarios. La suma de estos factores ha creado un impulso en el nuevo congreso que podría ser imparable.
Todo parecería indicar que la dinámica de cambio ha cobrado forma y todo avanzará sin dificultades. El problema es que cada partido tiene lecturas distintas sobre lo que está mal, cada uno tiene objetivos contrastantes e, incluso, algunos buscan impedir en la arena política que otros avancen sus proyectos. Además, lo que le conviene a un partido en lo particular no necesariamente es lo que conviene a México en su conjunto. En la medida en que se correspondan estas dos dinámicas –lo que le conviene a cada partido y lo que le conviene a México- el proceso de cambio marchará hacia adelante. Pero eso dependerá de que exista un liderazgo visionario y echado para adelante que avance una agenda y la defienda de manera integral.
La gran interrogante para el México de hoy es cómo presentarle al ciudadano un proyecto integral de cambio y transformación que sea electoralmente viable. Lo fácil, como demostraron los políticos más tradicionales y reaccionarios en las campañas recientes, es prometer el regreso a un pasado idílico (como si tal cosa hubiera existido alguna vez), seguir privilegiando a un sindicalismo paraestatal oneroso y destructivo y dejar que la población se rasque con sus propias uñas. Esa propensión es producto, en buena medida, del vacío de liderazgo imperante en el país y de la falta de responsabilidad de los políticos, desde cuya posición venden milagros sin pagar costo alguno.
Las recientes campañas electorales se distinguieron por la ausencia de conceptos, proyectos y propuestas. Sus efectos los sentimos hoy: no hay mandato alguno ni definiciones para seguir adelante. En otras palabras, el nuevo congreso no tiene una definición clara de lo que los electores quisieran que se lograra, lo que arroja un vacío filosófico. Al mismo tiempo, la verdad sea dicha, hay enormes ventajas en el hecho de que no haya un mandato claro: dado lo primitivo de las propuestas partidistas, la ausencia de reconocimiento de las restricciones reales que enfrenta la economía y la naturaleza de la globalización (que, nos guste o no, es una realidad inevitable) y, sobre todo, la distancia tan enorme que separa a los legisladores de la vida cotidiana de la población, es mejor que no haya un mandato imposible o indeseable de lograrse. De haberlo, probablemente sería retrógrada, reaccionario y onerosísimo para el futuro del país. En este sentido, el vacío abre un espacio para la discusión seria de los temas nacionales que exigen y requieren cambios; la mala noticia es que los políticos no sienten obligación con nada más allá de sus intereses inmediatos.
En ausencia de definiciones, los miembros del nuevo congreso tendrán que trabajar para arribar a definiciones precisas. Mientras que las campañas permitieron evadir esa responsabilidad, las tareas legislativas reclamarán el avance de proyectos específicos. A diferencia de lo ocurrido en campaña, los partidos no podrán navegar más en la indefinición. Así, mientras que los nuevos legisladores están de acuerdo en no repetir las faenas de sus antecesores, no es claro que su activismo será el que México requiere. Lo urgente es que los partidos comiencen a ponerse de acuerdo en los temas clave para evitar que grupos minoritarios de cualquiera de ellos bloqueen las iniciativas, como ha sucedido en el pasado. En todos los partidos existen núcleos renuentes a cualquier cambio: algunos por purismo ideológico, otros porque viven de solapar y proteger intereses especiales. La única posibilidad de éxito del próximo congreso reside precisamente en el aislamiento de esos núcleos frente a la convicción de seguir adelante que aparentemente anima a la mayoría.
Probablemente algunas reformas, así sean marginales, podrán avanzar. La presión sobre los legisladores para que resuelvan problemas concretos y específicos, como el del ingreso fiscal y el de la disponibilidad de fluido eléctrico, es tan enorme que tal vez algo caminará. Sin embargo, mientras es claro que habrá acción legislativa, no sabemos cómo será la calidad de esa acción. Los legisladores pueden proceder con la única lógica de quitarse el problema de encima o pueden tratar de avanzar la agenda de una manera convincente. En el caso eléctrico, por ejemplo, de nada sirve que se apruebe una nueva iniciativa de ley si se limita la inversión privada al 49% del capital. Como hemos podido constatar con una ley semejante en el sector petroquímico, ningún inversionista arriesgará su dinero si no controla el proyecto. Los legisladores tienen que responder ante el electorado con un pleno reconocimiento tanto de sus necesidades como de la naturaleza humana.
Algo similar ocurre en el ámbito fiscal: todos los partidos parecen coincidir en la necesidad de aumentar la recaudación, si bien cada uno tiene preferencias distintas sobre cómo lograrla. Pero quizá más ominoso que el tema de la recaudación es el mito de que los gobiernos estatales deben tener el control del gasto. Como en una familia, lo razonable y responsable es que quien gasta sea el que recauda y viceversa, el que recauda gaste. Esto permite asegurar dos cosas: un equilibrio entre gastos e ingresos y, más importante, la exigencia de cuentas al que ejerce el gasto por parte de quien paga impuestos. Lo que la Conago –y muchos legisladores- proponen es que el gobierno federal recaude, en tanto que los gobernadores ejerzan el presupuesto, sin que nadie pueda, en términos prácticos, exigirles que rindan cuentas. En otras palabras, el problema no reside en que los gobernadores gasten, sino en su responsabilidad en el ejercicio de ese gasto. Esta sutileza no debe escapársele a los nuevos legisladores.
El verdadero problema de fondo es que el sistema político sigue siendo disfuncional. Los partidos y los legisladores viven en un mundo distante del votante y, salvo por su propio interés o responsabilidad personal, no sienten obligación de atender sus necesidades y reclamos. Seguimos viviendo los resquicios de un sistema político presidencialista, sin que existan ya los mecanismos y las razones que lo hacían funcionar. El sistema sigue dependiendo de que un individuo ejerza un liderazgo efectivo, ante cuya ausencia todo se paraliza. Por supuesto que lo ideal sería que existiera ese liderazgo, que el presidente ejerciera una fuerte promoción de sus iniciativas, que las defendiera abiertamente y sin pena y que avanzara un proyecto integral de reformas fundado en una sensación de urgencia que hoy se ha desvanecido. Pero esto debe existir junto a una estructura institucional que pueda funcionar independientemente de la personalidad o características del jefe del ejecutivo.
Más allá de las iniciativas y reformas que se logren impulsar en la próxima legislatura, el país necesita una reforma institucional que haga funcional a nuestro sistema de gobierno. Existe un sinnúmero de propuestas e ideas sobre el contenido de lo que, pomposamente, se ha dado por llamar la “reforma del Estado”; sin embargo, cada uno de esos proyectos parece más una carta a Santa Claus, cuando no una mera enumeración de las preferencias e intereses de un partido o de un individuo, que el producto de un análisis serio de la realidad del país y sus necesidades. La parálisis legislativa, y la propensión a ignorar al ciudadano en el proceso, surgen de la ausencia de incentivos para la cooperación y la vinculación ciudadano-gobernante. Lo crucial de la reforma institucional es que se cree un mecanismo efectivo para la toma de decisiones. En este sentido, no se requiere cualquier reforma, sino una que asegure la funcionalidad del congreso y el ejecutivo para que, en conjunto, promuevan el crecimiento y desarrollo de la economía. La responsabilidad de esta legislatura es por ello inmensa.
La elección presidencial del 2006 ha concentrado el pensar y el actuar de los políticos y sus partidos. Por un lado, todos creen tener en sus manos una solución mágica para los problemas del país; por el otro, todos se deleitan en criticar lo existente. Obviamente, el presente no es una situación deseable: nadie quiere una economía estancada que produce diferencias regionales extremas. Pero la solución a nuestros problemas no reside en cambiar “el modelo”, sino en crear las condiciones para que la economía prospere: se trata de dos cosas distintas. Hay una creencia infundada en que son muchas las reformas hechas y que éstas no han traído los resultados esperados. Lo cierto es que las reformas han sido mediocres y que para funcionar tienen que profundizarse. La pregunta es qué partido será capaz de desarrollar una estrategia convincente para el electorado. Lo demás es distraerse del tema.
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