Seis años dedicados casi íntegramente a reconstruir la estructura de la economía mexicana luego del golpe que le asestara la crisis del final de 1994 y principios de 1995. La estabilización se logró con gran rapidez, lo que explica la elevada tasa de crecimiento que experimentó la economía del país en 1996 y las razonablemente altas tasas que se han observado desde entonces. No es evidente, sin embargo, que se haya eliminado la causa última de las crisis periódicas que han azotado a la economía mexicana en las últimas décadas. Las causas inmediatas de cada una de las crisis que el país ha sufrido de 1970 a la fecha han sido atendidas en mayor o menor medida por la presente administración. Ejemplo de ello es la creación de un sistema de pensiones orientado a elevar los niveles de ahorro de la economía y el manejo más transparente del gasto público. Sin embargo, prácticamente nada ha cambiado en la estructura de la propia economía, es decir, en el ambiente político dentro del cual se toman decisiones económicas, lo cual probablemente tiene tanta o más influencia en el desempeño de la actividad económica –y, por lo tanto, en la posibilidad de que explote una nueva crisis- que la estabilidad de la macroeconomía.
El entorno político de la economía es un factor crucial en el desarrollo de la actividad productiva. En aquellos países en que el gobierno ejerce un control efectivo sobre el conjunto de la economía, todas –o casi todas- las decisiones de inversión dependen de algún funcionario gubernamental que se adjudica la función de asignar recursos según sus prioridades, intereses y visión. El colapso de la Unión Soviética constituye una prueba fehaciente de que la concentración de las decisiones no es el mejor camino hacia la prosperidad de una sociedad. En el caso de la URSS, por ejemplo, se llegó a tal extremo en las distorsiones económicas que las materias primas llegaron a valer más que los productos elaborados (maquinaria, automóviles, comida, etcétera), lo que quiere decir que esa economía se empobrecía cada vez que producía algo.
En el otro extremo del espectro, aquellas sociedades en las que los individuos toman virtualmente todas las decisiones de inversión, como puede ser el caso de Hong Kong, el desempeño de la economía depende del conjunto de millones de decisiones de inversión y consumo que realiza cada uno de sus habitantes. Hoy en día, a diez años del colapso de la URSS, el debate entre las virtudes de un sistema y del otro ha dejado de ser relevante: la evidencia es tan abrumadoramente favorable hacia el sistema de propiedad y decisión individual que ya no hay mucho que discutir. Sin embargo, el hecho de que el gran debate ideológico entre el socialismo (o el socialismo real, como muchos argumentan) y el capitalismo haya desaparecido no quiere decir que el problema del desarrollo económico haya sido resuelto.
La abrumadora mayoría de los países del mundo –México incluido- no cae, estrictamente hablando, ni en el extremo socialista ni en el capitalista. En nuestro país, por ejemplo, el gobierno ha disminuido sensiblemente su presencia en la actividad económica, pero su influencia sobre las decisiones de los agentes económicos en lo individual, a través de regulaciones y de su margen de acción discrecional, sigue siendo enorme y, más importante, todo el conjunto de decisiones de inversión que tomó hace años y que dieron forma a la estructura económica específica que caracteriza al país, sigue teniendo un fuerte impacto sobre el desempeño económico.
Este tema es extraordinariamente importante. Las regulaciones que norman el funcionamiento de la economía con frecuencia tienen el efecto de beneficiar a algunas empresas o a algunos inversionistas o propietarios, sea consciente de ello o no el funcionario o burócrata que las administra. Algunas regulaciones, por ejemplo, permiten que un grupo de inversionistas controle a una empresa a pesar de que su participación accionaria es extraordinariamente pequeña. La empresa Teléfonos de México, por ejemplo, se vendió a un grupo de inversionistas que detentaba no más del 5% del total de las acciones de la empresa. Por sí mismo, esto no necesariamente es malo; el problema es serio cuando los inversionistas minoritarios (o sea, la abrumadora mayoría) no goza de protección legal alguna. Esta situación se reproduce en una infinidad de empresas en el país. El problema no reside en el grupo que detenta el control, sino en la estructura regulatoria que lo hace posible.
Lo mismo ocurre en todas aquellas situaciones en las que el gobierno decide, de manera explícita o no, que va a proteger a algunos sectores de la economía o empresas en lo individual (o a crear “campeones nacionales”) porque considera que de esa manera se avanzan los intereses del país. Este es el caso de las dos empresas aéreas favoritas del gobierno, del monopolio telefónico o del comercio exterior en gas y algunos petroquímicos que Pemex controla. En los tres casos, el gobierno actúa bajo el supuesto de que de esta manera favorece el desarrollo de sectores cruciales de la economía. El resultado, sin embargo, frecuentemente es el contrario: acaba beneficiando a un grupo de accionistas o burócratas a costa del desarrollo del país y su población.
La noción de favorecer algunos sectores de la economía no es intrínsecamente mala. El problema es que la protección de algunos intereses específicos implica una discriminación en contra de todos los demás. El grupo de control de la empresa telefónica, y de todas las que gozan de protección regulatoria similar, se enriquece a costa de otros accionistas y, en general, del consumidor. Cuando el gobierno protege a una empresa a través de regulaciones discriminatorias, impide que se desarrolle la competencia, que otros inviertan en ese sector, y, por lo tanto, favorece que se abuse del consumidor. No es casualidad que la telefonía, algunos petroquímicos, la gasolina y la electricidad sean más caros en México que en otros países.
La estructura económica del país inhibe el desarrollo de la economía. Esa estructura se fundamenta en acuerdos implícitos entre intereses gubernamentales y privados que hacen sumamente difícil que el país se adapte, cambie y mejore en el curso del tiempo. Estas relaciones implícitas de complicidad son las que explican la forma en que se decidió construir y concesionar las carreteras en el sexenio pasado, la manera en que se privatizaron los bancos, el tiempo que se le concedió a Telmex para consolidarse antes de que se iniciara la competencia telefónica (y la protección de que gozaría una vez que ésta se iniciara), y la virtual fusión de Aeroméxico y Mexicana en la controladora Cintra. En todos y cada uno de estos ejemplos es posible visualizar al burócrata convencido de que tiene más capacidad para decidir lo que es bueno para el país que la suma de las decisiones de todos los mexicanos. Pero también es posible identificar relaciones implícitas de complicidad entre el gobierno y grupos de inversionistas a los que el gobierno considera aceptables o meritorios de beneficios especiales. Como en todas las decisiones económicas, el hecho de que el gobierno favorezca a un grupo de inversionistas o a una empresa implica que está discriminando en contra del resto de los mexicanos, los que, en términos prácticos, acaban resultando menos “dignos” de recibir los beneficios del desarrollo económico.
Cuando el ambiente conduce a que el gobierno apoye a grupos particulares y éstos al partido en el gobierno, el potencial de crisis se vuelve enorme. Esto no es algo privativo de México: exactamente la misma situación, cada una con su propio sello, caracterizó a Tailandia, Corea y Japón, países que, a pesar de sus enormes logros a lo largo de las últimas décadas, han caído en situación de crisis porque los arreglos discriminatorios son incompatibles con el crecimiento económico en la era de la globalización. El punto esencial es que, cuando el ambiente regulatorio propicia lo que se bautizó como capitalismo “crony” en la era de Fernando Marcos en Filipinas –grupos y empresas favorecidas por el gobierno y trato discriminatorio en contra de los demás-, el potencial de crisis se eleva en forma dramática.
La forma en que opera el mercado de valores en nuestro país no es producto de la casualidad. Mientras que en Hong Kong virtualmente todos los residentes son accionistas de toda clase de empresas, cada uno a su nivel, en México el mercado de capitales está extraordinariamente subdesarrollado. En México, la mayoría de los jugadores y beneficiarios en ese mercado goza de acceso a información privilegiada, otro de los atributos de las economías en que los burócratas utilizan su poder discrecional para beneficiarse a sí mismos o a sus grupos favoritos en el sector privado. Esto crea un estado de fragilidad permanente porque el sesgo en las decisiones gubernamentales en favor de algunos conduce a la asignación impropia, además de ineficiente, de los recursos; a que se genere menos riqueza de la que sería posible; a que se incorporen muchos menos mexicanos en los beneficios del desarrollo económico y, en última instancia, a que se den fuertes choques de expectativas respecto al desarrollo de la economía entre el gobierno y sus cronies y el resto de la sociedad y los inversionistas en general.
Puesto en otros términos, como escribiera Lord Acton, “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Los poderes arbitrarios de que gozan las autoridades gubernamentales, sobre todo cuando su objetivo es el beneficio propio y/o de grupos particulares, conduce a que se tomen malas decisiones. El gobierno puede introducir un nuevo régimen cambiario, crear un sistema de ahorro o aumentar el ingreso fiscal, pero mientras no modifique para bien el entorno en que se toman las decisiones económicas cotidianas de la sociedad, la economía del país seguirá siendo propensa a crisis. El detonador podrá cambiar, pero la propensión será permanente. Sólo la desaparición de las facultades arbitrarias con que cuenta el gobierno comenzaría a modificar esta realidad, algo que no avanza con ninguna de las legislaciones recientes (como bien lo ejemplifica la iniciativa de ley en materia de quiebras). La disyuntiva para el futuro está entre generar beneficios para unos preservando la propensión a crisis periódicas, o generar beneficios para todos con la ventaja de la estabilidad. Desafortunadamente, al día de hoy los ciudadanos no contamos con facultades para optar.
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