Hacia la recuperación de la economía

Migración

La propensión natural es culpar a otros de nuestros problemas. Y, en estos momentos, resulta inevitable no hacerlo. El estancamiento de la economía mundial nos ha afectado de manera directa, dejándonos, aparentemente, poco margen de maniobra. Esta parece ser, al menos, la percepción de nuestros políticos que actúan como si las soluciones estuvieran fuera del alcance de sus manos. Sólo así se explica que, justo cuando deberíamos comenzar a prepararnos para una etapa de extrema competencia comercial a nivel internacional, nos quedemos paralizados, confiando, una vez más, en que el rescate vendrá como producto de algún milagro. Lo peor de todo es que no hemos podido aprovechar las oportunidades “milagrosas” que se nos han presentado con anterioridad. En estos momentos corremos el riesgo de repetirlo una vez más.

La desaceleración y virtual recesión de la economía internacional es un hecho, así como también lo es el enorme impacto que esa circunstancia ha tenido sobre la economía mexicana. Se trata de la primera recesión internacional importante que enfrenta la economía mexicana desde que se comenzó a modificar la estrategia de crecimiento hace casi dos décadas, y constituye una llamada de atención sobre las vicisitudes por las que puede atravesar una economía más abierta como lo es la nuestra en la actualidad. Hasta mediados de los ochenta, la economía mexicana se caracterizaba por ser extraordinariamente cerrada y protegida; en ese contexto, las recesiones eran todas producto de nuestras propias circunstancias: el ciclo económico normal o los errores en el manejo de la política económica. Todo esto ha cambiado. Así como la economía logró salir de la crisis de 1994 de una manera vertiginosa gracias al dinamismo de le economía internacional y, sobre todo, de la norteamericana, ahora estamos viviendo el otro lado de la misma moneda: la recesión internacional también es una recesión nuestra.

Esta realidad ha llevado a que muchos cuestionen, una vez más, la dirección de la política económica. Algunos afirman que es tiempo de abandonar la estrategia de crecimiento orientada hacia el exterior, en tanto que otros abogan por una política contracíclica, que no es otra cosa que elevar el gasto gubernamental para compensar por la caída del gasto privado en consumo o inversión. Ambas opciones son improcedentes. Abandonar la estrategia de desarrollo vía exportaciones implicaría condenarnos a la pobreza para siempre. Basta mirar el resto del mundo: virtualmente no hay un solo país que no haya adoptado una estrategia similar, incluyendo a las naciones más pobladas del mundo, como China y la India, y a prácticamente todas las que en algún momento fueron socialistas o francamente autárquicas. Nos movemos aceleradamente hacia la consolidación de una sola economía a nivel internacional, una en la que cada país y, de hecho, cada empresa y persona, es un componente más del engranaje mundial; una en la que todos compiten con todos. Pretender que podemos abstraernos de esa circunstancia es no sólo ilusorio, sino también temerario. Lo que deberíamos estar haciendo, en lugar de perdernos en falsas disyuntivas, es sacarle más jugo a esa integración económica mundial, mejorando nuestras condiciones internas y maximizando nuestras ventajas comparativas.

La idea de elevar el gasto público como respuesta a la recesión es siempre atractiva para un amplio núcleo de la población. Para unos, sobre todo los políticos, la idea de gastar más es seductora porque les permite realizar obras, aparecer en los diarios y ponerse medallas con sombrero ajeno. Para otros, sobre todo muchos empresarios que no han logrado comprender los cambios que experimenta la economía nacional y la internacional, un mayor gasto público entraña compras gubernamentales directas, lo que les evita tener que exponerse a la competencia doméstica e internacional. En general, la idea de salir de la recesión vía el gasto público es algo con lo que vivimos por lo menos tres décadas y que varios gobiernos promovieron como si se tratara de verdades absolutas. Si uno analiza lo que ocurrió a partir de 1970, cuando el gasto público adquirió dimensiones míticas, resulta evidente que cada vez que un gobierno elevó el gasto público más allá de la capacidad de la economía de absorberlo, acabamos en una crisis cambiaria. Las políticas contracíclicas sólo son concebibles cuando existe gran capacidad instalada ociosa que puede beneficiarse de inmediato del gasto gubernamental, algo que difícilmente ocurre en México en la actualidad.

Sin más alternativas que proponer y avanzar, la mayoría de nuestros políticos y legisladores han acabado por resignarse, confiando en que el resto del mundo cambiará y que nuestra economía comenzará a recuperarse como resultado de lo anterior. Aunque este silogismo no es necesariamente falso, sí es derrotista, pues supone que no hay nada que se pueda hacer para mejorar las circunstancias presentes o para crear mejores condiciones hacia el futuro. La verdad es que éste es un momento crucial para acelerar las reformas estructurales que requiere la economía mexicana y sin las cuales no estaremos en condiciones de competir exitosamente una vez que comience la recuperación internacional.

El problema es muy sencillo. Si bien prácticamente todo el mundo se encuentra en recesión, no todos los países y empresas se encuentran dormidos en sus laureles, confiando en que eventualmente todo retornará a la normalidad. Muchos países están llevando a cabo reformas importantes en su estructura fiscal, como es el caso de Chile y Brasil, en tanto que otros están cambiando la naturaleza del comercio mundial, como ejemplifica China con su acceso a la Organización Mundial de Comercio. Si los mexicanos no hacemos nada en nuestros frentes débiles, nos vamos a encontrar con que la competitividad relativa del país se deterioró de manera grave en este periodo. Es decir, el quedarnos parados pretendiendo que nada ocurre, mientras que muchas otras naciones se mueven con celeridad, va implicar perder terreno ganado. El caso de China es uno que deberíamos tomar con gran seriedad, pues sus exportadores se van a convertir en nuestros más formidables competidores, en sectores como el textil y de calzado, en nuestro principal mercado de exportación. Puesto en otros términos, si no actuamos con mayor celeridad corremos el riesgo de encontrarnos con que hemos dejado de ser competitivos.

Hay tres niveles en los que tenemos que actuar: primero que nada, es imperativo fortalecer las finanzas públicas, que es de donde emana la estabilidad de la economía en su conjunto. En segundo lugar, tenemos que crear condiciones internas más competitivas para poder atraer nueva inversión y tecnología. Y, tercero, tenemos que aprovechar las nuevas circunstancias que crearon los ataques terroristas en Estados Unidos y convertirlas en una ventaja competitiva absolutamente excepcional. En todos y cada uno de estos temas el tiempo apremia y va en nuestra contra.

La necesidad de fortalecer las finanzas públicas es tan obvia que no debería ser objeto de mayor discusión. A pesar de lo anterior, llevamos meses envueltos en un debate viciado e improcedente sobre la reforma fiscal. Ciertamente, el entonces presidente electo cometió el error de presentar a la reforma fiscal como un tema de incremento del IVA, lo que la ha hecho muy impopular, sobre todo entre los propios políticos. Pero la debilidad de las finanzas públicas es tan evidente que debería ser suficiente para disuadir a cualquier legislador de la enorme importancia de avanzar la reforma. Lo crucial es asegurar la estabilidad financiera del gobierno, que ahora es tan dependiente del petróleo que en cualquier momento puede hacer crisis. Hay muchas maneras de fortalecer las finanzas públicas, pero no todas ellas son congruentes con otros dos objetivos que deberían ser igualmente claros para los miembros del poder legislativo: uno es el evitar distorsiones que acaben haciendo más costoso el remedio que la enfermedad; y el otro es el hacernos más competitivos y más atractivos a la inversión. Cualquier cosa contraria implicaría dispararnos directamente en el pie.

En un mundo cada vez más abierto y competitivo, lo crucial es atraer la inversión que crea riqueza y empleos. Esto implica no sólo un régimen fiscal y regulatorio competitivo (a nivel tanto federal como estatal y municipal), sino también una transformación cabal del sistema educativo, de la seguridad pública, del sistema de justicia y una sensible mejoría de la calidad de la infraestructura física del país. Como ilustra el debate al absurdo que caracterizó la decisión en torno al nuevo aeropuerto de la ciudad de México, o el desdén de muchos gobiernos (federal y estatales) por el problema de los secuestros, no sólo no hay avance en estos temas, sino que el retroceso es palpable y aterrador.

Finalmente, los ataques terroristas contra Estados Unidos en septiembre pasado se podrían convertir en una oportunidad excepcional (casi milagrosa) para el desarrollo del país. Esos ataques no van a cambiar la tendencia mundial a la globalización, pero sí van a introducir una serie de obstáculos que la van a hacer menos nítida y más compleja. Estados Unidos, nuestro principal mercado de exportación, se ha visto obligado a incorporar criterios sumamente estrictos de seguridad para su comercio exterior y sus políticas migratorias. Esto implica, simple y llanamente, que van a existir nuevas trabas al comercio que van a incrementar los costos a los exportadores. La oportunidad para nosotros reside en convertirnos en un país confiable, en términos de seguridad, con el que nuestros vecinos puedan comerciar. El problema es que, para lograr ese objetivo, tenemos que limpiar nuestra casa, es decir, fortalecer las finanzas gubernamentales, resolver los problemas de seguridad pública, mejorar la educación y la infraestructura y profesionalizar a la burocracia. La pregunta es si estamos dispuestos a hacerlo y si existirá el liderazgo capaz de sacarlo adelante.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.