La pregunta es cómo separar lo cambiante de lo permanente; lo que debe ser intocable de la política económica de lo que es objeto legítimo de cambio por parte de un nuevo gobierno. El mundo de globalización económica en que vivimos ha cambiado todos los parámetros de la toma de decisiones dentro de los gobiernos nacionales a la vez que, paradójicamente, ha convertido a la acción y gestión públicas en factores trascendentales para el desarrollo. Ahora que nos enfilamos al que quizá sea el proceso de sucesión presidencial más complejo y disputado de la historia reciente, es imperativo reflexionar sobre los mecanismos institucionales que sería deseable desarrollar para asegurar la continuidad de la economía y, sobre todo, garantizar una transición libre de exabruptos.
En el debate político que ha caracterizado al país en los últimos tiempos, pulula la idea de que estamos en medio de una transición política que llevará al país a la democracia y al desarrollo económico sin rupturas, sin contratiempos y sin problemas. La realidad es que nos encontramos ante el proceso de sucesión presidencial más complejo y delicado de nuestra historia moderna sin que, por el momento, haya mucho que garantice que se logrará arribar a buen puerto sin dificultades. La idea de una transición política a la democracia es muy elegante y muy atractiva, pero las transiciones son siempre riesgosas. De hecho, el momento más delicado para cualquier sistema político en el mundo sucede, precisamente, en el periodo que va de la elección de un nuevo gobierno a la transmisión legal del poder de una administración a otra. Si eso es cierto en países con gran tradición democrática como Inglaterra, Francia o Estados Unidos, es evidente que será particularmente álgido en México. Más que por una transición idílica e irreal, deberíamos estar trabajando en torno a la próxima elección presidencial que promete ser absolutamente democrática, pero no por ello libre de dificultades.
En su esencia, la problemática política es indistinguible de la económica. En el ámbito político, el proceso de sucesión presidencial se caracteriza por la ausencia de un claro y fuerte liderazgo gubernamental hacia una transformación política integral. Los partidos, por su parte, se han abocado a nutrir y mantener a sus bases políticas tradicionales y a guiarse por una racionalidad política obtusa y muy limitada. El resultado está a la vista: si bien comenzamos a adoptar algunas formas democráticas, la democracia en México no está siendo construida ni desarrollada. Esto es producto de la parálisis gubernamental, pero también -y prominentemente- del simplismo con que se ha concebido la modernización política del país. Tratándose de un cambio de brutal envergadura, un proceso de esta naturaleza tiene que ser construido paso a paso. La aprobación de una legislación electoral moderna era un paso necesario en ese proceso, pero dista mucho de haber sido suficiente. Lo menos que se puede decir del momento actual es que nuestras instituciones políticas no son suficientes, o no están debidamente consolidadas, como para garantizar una transición política exitosa.
Lo mismo se puede decir de la política económica, aunque con la enorme diferencia de que el TLC constituye una institución sólida que ha dado sentido de dirección y garantías de permanencia al desarrollo de la industria mexicana. De hecho, hoy en día contamos con una planta productiva que, en los grandes números, es mucho más competitiva de lo que jamás hubiéramos podido soñar. Las exportaciones mexicanas se ha multiplicado de una manera impresionante y han comenzado a generar empleos y oportunidades potenciales para proveedores nacionales. De seguir esta tendencia, el conjunto de la economía nacional vería beneficios tangibles en el curso de los próximos años. Sin embargo, mano a mano con la parte exitosa y creciente de la economía nacional, subsiste parte de la vieja planta productiva del país que ha sido totalmente incapaz de modernizarse. Un sinnúmero de empresas mexicanas continúa entrampada en esquemas productivos que ya no son viables en el mundo moderno, no por la apertura comercial a la que muchos culpan, sino por la obsolescencia de la tecnología que utilizan, por la creciente sofisticación del consumidor nacional y por problemas específicos que van desde su excesivo endeudamiento hasta la carencia de liderazgo empresarial. En este sentido, la “nueva” economía mexicana convive con una planta industrial obsoleta que, en su estado actual, no tiene mayores opciones para salir de su propio letargo. El problema es que de esa planta industrial de antaño depende el bienestar de un enorme número de familias. Lo urgente es hacer posible la expansión de la “nueva” economía y fomentar el desarrollo de nuevos empresarios, pues la vieja economía ya no tiene capacidad de realizar su cometido y cada vez constituye un mayor lastre.
El proceso electoral en que nos estamos adentrando hace propicia la discusión de grandes cambios en política económica. La interrogante es cómo distinguir lo que es sujeto de cambio de aquello en lo que cualquier movimiento puede conducirnos directamente a una crisis. En términos generales, lo que es permanente tiene que ver con la realidad internacional en que vivimos. Ningún modelo económico es viable en la actualidad si no acepta el contexto en que el país se desenvuelve y sus consecuencias de política pública, como son la realidad de la globalización en la producción y la apertura comercial y de flujos financieros en los mercados internacionales; las nuevas -y vitales- responsabilidades del gobierno en la era de la globalización; el fracaso de los métodos de planeación central que impiden el desarrollo de la creatividad individual y el florecimiento de la economía de la información; lo pernicioso de entornos macroeconómicos inestables y, en particular, de inflaciones elevadas que constituyen un impuesto regresivo; y la necesidad de un marco institucional que promueva la competencia tanto de los actores públicos como los privados para generar un mayor crecimiento y bienestar social. Es decir, el marco fundamental dentro del cual el gobierno decide sus preferencias particulares debe ser considerado como inalterable.
Todas las decisiones restantes pueden ser objeto de debate y de modificación por parte de un nuevo gobierno como parte de su estrategia desarrollo. De esta manera, decisiones sobre la manera en que se va a promover el desarrollo industrial o a enfrentar el problema de la pobreza, a enfocar la política tecnológica o la del tipo de cambio, a promover la descentralización de las decisiones sobre el desarrollo o a transformar la política fiscal, son el tipo de ámbitos en los cuales cada gobierno puede y debe imprimir su filosofía y sus valores. Como todos, yo tengo una preferencia sobre la naturaleza de las políticas específicas que emanaría de estos temas; sin embargo, eso no es lo importante. Marcar una diferencia entre el equilibrio macroeconómico que genera estabilidad (lo que debe ser premanente) y la conducción de las políticas individuales (lo que puede ser cambiado) es fundamental no sólo para evitar otra crisis, sino para construir sobre lo existente en lugar de volver a empezar una vez más.
Más allá de los enunciados generales de política económica, hay un conjunto de mecanismos que podrían permitir una transición pacífica y libre de alteraciones significativas que podría ser adoptado por el gobierno saliente. Entre estos mecanismos se encuentra la apertura informativa sobre el proceso de toma de decisiones en materia económica, sobre todo las que emanan del Gabinete Económico y la Comisión Gasto-Financiamiento. El primer paso hacia la institucionalización de la política económica tendría que residir en la presentación periódica de informes completos sobre la toma de decisiones dentro del gobierno. A final de cuentas, no se le puede pedir capacidad de decisión o continuidad en la toma de decisiones a partidos y candidatos que nunca han tenido acceso a la información, a los dilemas que enfrentan los tomadores de decisiones o a la lógica que la caracteriza.
En adición a lo anterior, sería deseable que el Congreso aprobara un presupuesto por dos años al iniciarse el último año de un sexenio, a fin de garantizar la continuidad en al menos el primer año del siguiente gobierno. Esto evitaría el absurdo de que la nueva administración en diciembre del año 2000 tenga que presentar un nuevo presupuesto inmediatamente después de tomar posesión. De igual forma, representantes del candidato ganador deberían ser invitados a las reuniones del Gabinete Económico para iniciar una transición real y efectiva desde el momento mismo en que se conozca el resultado de las elecciones. Un paso todavía más aventurado, pero quizá idóneo para la realidad legislativa actual, sería el de aprobar un sistema de legislación como el que se conoce en Francia como “ley guillotina”, que le otorga al poder legislativo un plazo perentorio para rechazar o modificar una iniciativa del poder ejecutivo o, en su defecto, verla aprobada por default.
La continuidad -y la confianza de la población y de los empresarios- se afianzaría todavía más de comprometerse los candidatos a preservar las anclas de estabilidad económica que constituyen los acuerdos y tratados económicos y comerciales que el país ha suscrito con países específicos (como los tratados de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, el que se está negociando con Europa y los que ya se encuentran en pleno funcionamiento con Chile y otros países en el centro y sur del continente), con organizaciones multilaterales como el GATT y la actual Organización Mundial de Comercio, con la OCDE, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
Al final del día, ningún mecanismo sobrepuesto, artificial, puede substituir a las instituciones democráticas diseñadas precisamente para impedir los abusos de los gobernantes. La libertad de expresión, la disponibilidad amplia de información, la elección (y castigo) de nuestros gobernantes y la competencia política son nuestras mejores garantías de continuidad política y económica. Además de enfrentar las carencias de la coyuntura, avanzaríamos mucho más si nos abocáramos a sentar las bases de una transformación democrática integral.
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