El margen de maniobra del gobierno mexicano era infinito cuando la presidencia tenía control efectivo de los tres poderes. En la medida en que ese control se fue diluyendo, su capacidad de acción y reacción disminuyó. Esa dilución fue resultado de dos buenas razones: la federalización y democratización el poder. Pero el resultado no es encomiable: los recursos se han descentralizado pero sin rendición de cuentas y la capacidad de gobernar prácticamente ha desaparecido. Se trata de un problema estructural: si bien la habilidad del individuo que ocupa la presidencia para emplear los instrumentos que sigue teniendo a su alcance esa oficina influye significativamente en su desempeño, nadie puede ignorar que el país enfrenta riesgos severos, distintos a los de antaño.
En los últimos lustros pasamos de un gobierno todopoderoso a uno enclenque, incapaz de garantizar la seguridad pública, débil frente a actores políticos, económicos y criminales, cada vez más independientes y avezados, y con poca capacidad para encabezar un proceso transformador en materia de desarrollo del país. Como la energía, el poder no desapareció, sólo se transfirió. Y, dado el proceso incompleto de democratización que hemos vivido, esa transferencia no ha producido un sistema de gobierno efectivo, institucionalizado y funcional.
El problema no reside en las personas que han encabezado al gobierno en estos años. Muchos piensan que el gobierno no funciona porque Zedillo era un tecnócrata que no entendía de política, Fox un frívolo que ni intentó gobernar y Calderón una persona que no ha podido con el reto. Más allá del juicio que cada quien haga sobre estos tres individuos, el cargo es simplemente falso. Mientras contó con los controles tradicionales, el presidente Zedillo pudo vencer la crisis económica con que se inauguró su gobierno, empleando todos los recursos que requirió para imponer un severo programa de austeridad sin más. De haberse presentado una crisis como la de 1995 después de 1997 las cosas seguramente habrían sido distintas. Lo que cambió con la democratización del Congreso en 1997 y luego con la derrota del PRI en el 2000, fue la fortaleza intrínseca de la presidencia de la República: dejó de tener capacidad de maniobra.
Las paradojas de nuestra realidad actual son reveladoras. Se ha logrado un mayor equilibrio político pero menos crecimiento económico; hay mayor participación política pero menor representación social; hay mayor libertad pero no mayor legitimidad o respeto a las instituciones; hay una mayor diferenciación política pero no una mayor influencia de la ciudadanía en las decisiones que le afectan. La pérdida de poder de la presidencia ha beneficiado al país en muchos sentidos, sobre todo en la disminución de la propensión al abuso por parte de las autoridades al que la población estaba permanentemente sometida, pero no se ha traducido en un país más fuerte, desarrollado y amable en sus formas de vivir.
La presidencia era fuerte por su asociación con el PRI, que le permitía un control efectivo del país en general. Con la merma de ese poder, su capacidad de acción se ha ido evaporando. En lugar de ese poder desmedido, hemos llegado a un equilibrio inestable que permite la convivencia política y relativamente amplios márgenes de libertad a la sociedad, logros no menores, pero a cambio de una parálisis permanente y enormes riesgos. Dos me parecen particularmente graves: ¿qué pasaría si se presenta una crisis económica como las del pasado no muy distante? O, quizá más grave, ¿cómo actuaría ante un escenario como ese un presidente menos respetuoso de las formas e instituciones que los últimos tres?
En la realidad actual, existe un severo riesgo de que el gobierno no cuente con los instrumentos necesarios para lidiar con una crisis de alta envergadura. En ausencia de los poderes arbitrarios de antaño, la estructura institucional actual simplemente no sirve para gobernar: por ejemplo, no sería posible imponer un programa de austeridad como el de 1995, sin el cual esa crisis habría devastado al país. Cualquiera que haya observado la relación en estos años entre los tres poderes no puede menos que concluir que hay equilibrios, pero no capacidad de acción. Es evidente que la actual estructura gubernamental no sería adecuada para dar respuesta a los retos y desafíos que serían inherentes a una situación de emergencia. La forma en que ha crecido la criminalidad es muestra contundente de esta nueva realidad.
Las instituciones existen para dar certidumbre a la sociedad y a los actores políticos, así como para limitar cualquier exceso y abuso. Paradójicamente, la realidad actual, de instituciones enclenques e inadecuadas, abre la posibilidad de que se abuse de los procesos establecidos y se imponga un régimen autoritario. Es decir, existe un riesgo real de que llegara un presidente menos respetuoso de las estructuras institucionales vigentes, dispuesto a modificar la realidad empleando la fuerza y violencia política para lograr su cometido.
Nada de esto es novedoso. De hecho, ha habido muchas propuestas de reforma institucional, algunas más altruistas que otras, pero la mayoría no ha sido producto de la búsqueda de mejores soluciones estructurales sino de cálculos políticos de corto plazo. Lo que requerimos es una presidencia fuerte en conjunto con una ciudadanía vigilante y vigorosa, combinación absolutamente compatible con la democracia: reglas institucionales inviolables e instrumentos susceptibles de limitar los excesos gubernamentales en manos de la ciudadanía, como son la reelección, la transparencia y la rendición efectiva de cuentas.
Pero vamos en sentido contrario: de la presidencia excesiva pasamos a los mecanismos no institucionales de presión como instrumentos para modificar procesos legalmente constituidos. Ahí está el plantón en Reforma y el Zócalo en 2006 y la toma de la tribuna hace unos meses. Uno se pregunta qué pasaría de llegar al poder un grupo dispuesto a emplear métodos de esta naturaleza. Si uno observa la historia europea de la entre guerra, el escenario no es como para festinarse.
El país requiere una transformación institucional por dos razones: una, porque el gobierno mexicano es cada vez más débil estructuralmente. La otra porque es imperativo construir una fortaleza institucional que haga imposible la materialización de ese escenario alternativo. El verdadero desafío reside en construir una nueva estructura institucional que no se limite a los intereses inmediatos de sus autores. Los españoles lo lograron con su Constitución actual. No veo por qué los mexicanos tengamos que ser menos capaces.
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