Dos meses de observar al gobierno de Trump comienzan a arrojar un perfil de posibilidades. Grande en retórica, el candidato Trump fue específico solo en algunos clichés, dejando siempre la impresión de que iba a revolucionar al mundo. Su punto de partida era un rechazo a lo existente, combinado con una promesa de utopía y redención para los suyos. Nunca más, afirmó en su discurso de toma de posesión, habría una carnicería como la que había caracterizado a su país en las décadas anteriores. La maravilla de prometer algo imposible de cumplirse es que no es necesario alcanzarlo para satisfacer a la base dura. Al mismo tiempo, las promesas son insuficientes para cambiar la realidad.
A dos meses de iniciado el gobierno es posible empezar a discernir qué quiere lograr y qué está de hecho haciendo para lograrlo. Lo primero que me parece evidente es que hay un franco desencuentro entre la mayoría de analistas y los medios -y, ciertamente, los Demócratas- respecto a los hechos ocurridos. La retórica ha sido tan profusa y confusa que la prensa estadounidense y, en general la del mundo, ha caído en un juego de juicios más que de análisis. Más específicamente, se evalúa y juzga a Trump y su equipo de la Casa Blanca bajo marcos contextuales que podrían no ser aplicables a la situación.
Mi lectura de la realidad es que Trump no es simplemente otro presidente con su peculiar énfasis y proyecto de gobierno. Trump llegó para cambiar la realidad y, a dos meses de iniciado el gobierno, parece bastante evidente que tiene una estrategia muy bien concebida y articulada para trastocar el orden establecido. Cuando Bannon habla de ser Leninista dice más de lo que con frecuencia se interpreta: efectivamente, el objetivo es alterar el statu quo, remover a la “elite” del poder y cambiar la realidad política. Para esto se han dedicado a minar uno tras otro de los mecanismos que por décadas se habían constituido en frenos al poder ejecutivo. El enfrentamiento con la prensa no es un malentendido ni menos un error: se trata de una estrategia concebida para convertir a la “representación de la élite” en la oposición.
Si bien la estrategia de ataque al orden establecido es por demás clara e integral, además de estructurada, siguiendo un paso tras otro, no existe algo semejante para el aterrizaje posterior. Es decir, hay claridad sobre cómo avanzar pero no de cómo llegar al objetivo. La definición del proyecto político es tan nebulosa -general, abstracta y, sobre todo, utópica- que no requiere una precisión o una concreción. Puesto en otras palabras, todo sugiere que lo que se persigue es romper lo existente para luego comenzar a pensar en qué construir o si construir algo. Como tantos otros proyectos populistas (y utópicos), el de Trump plantea que “la solución soy yo” y, por lo tanto, no requiere definición. La gran interrogante es si el sistema de pesos y contrapesos se lo permitirá.
El embrollo en que se ha metido la nueva administración en el asunto de salud es paradigmático: por años, el mantra entre los Republicanos era la oposición (y, por lo tanto, terminación) del programa de salud coloquialmente conocido como Obamacare. Las encuestas mostraban que el programa era altamente impopular entre la población en general, aunque no entre los líderes Demócratas. Paradójicamente, el programa era altamente impopular entre muchos de sus beneficiarios, especialmente cuando, a unos días de la elección en noviembre pasado, se elevaron las cuotas del mismo. Nadie quiso hacer suya la evidente contradicción: el programa podía ser caro y menos de lo que Obama prometió, pero sus beneficiarios necesitaban contar con algún programa. Al anunciar su remoción sin plantear una alternativa viable, Trump y sus correligionarios lograron que, en ese instante, el programa se tornara popular: en lugar de proponer una alternativa, Trump se aventó como el famoso Borras, legitimando el programa cuya promesa de anulación le había ayudado a llegar a la presidencia. Como Nixon yendo a China, pero sin proponérselo. El plan de ataque era claro, pero no así la respuesta: primero quemamos la casa y luego vemos.
Para nosotros, estas experiencias arrojan lecciones relevantes. Ante todo, el embate inicial ha ido perdiendo fuerza porque no había un plan posterior. La excelente conducción de la visita de los secretarios de estado y seguridad interna permitió opacar a los más radicales del grupo cercano a Trump, haciendo posible la declaración del flamante secretario de comercio en el sentido de que la negociación sobre el TLC sería benigna para el peso: mostró comprensión de los enormes riesgos para EUA de persistir en la agresividad.
El riesgo, para ellos y para México, es que luego de la enorme destrucción en que han incurrido -comenzando por la “marca” EUA-, ya no haya reversa. Hoy todos los mexicanos sabemos que el TLC es vulnerable, con lo que su función como fuente de certeza se ha deteriorado. Yo no tengo duda que se logrará una resolución benigna, pero el daño habrá sido enorme. Por eso, luego de concluir este penoso episodio, México tendrá que dedicarse a construir sus propias fuentes de certidumbre, porque las de la potencia del norte ya no son lo que eran antes.
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