Los mexicanos nos estamos acostumbrando a vivir en la absoluta impunidad y nadie sabe cuáles serán las consecuencias de ello. La impunidad está en todas partes y se aprecia hasta en los detalles más irrisorios. La partidocracia impone sus reglas y no hay nadie que lo pueda impedir; el poder judicial, sobre todo a nivel local, es corrupto, abusivo y cada vez más poderoso, sin ningún contrapeso que lo limite; los sindicatos poderosos hacen de las suyas consuetudinariamente y exprimen al erario (o sea, a los contribuyentes) en aras de su beneficio personal; el gobierno prácticamente no existe y no hay quien pueda exigirle cuentas; el congreso y el senado cacarean iniciativas fuera de toda realidad; y, por si lo anterior no fuera suficiente, la población vive entre la incertidumbre, la inseguridad física y la patrimonial, todas ellas permanentes. Ningún país puede avanzar de esta manera y no es casual que el nuestro persista paralizado.
La impunidad está en todas partes. No hay minuto del día en que el ciudadano se sienta con la certeza de que sus derechos serán protegidos o que su persona estará bien resguardada. El pequeño empresario vive expoliado por inspectores y burócratas: da lo mismo si se trata de quienes asaltan su negocio o los que le quitan el tiempo en trámites repetidos, absurdos e innecesarios. Los jueces son impredecibles: igual perdonan que castigan sin que medie explicación alguna, además que con frecuencia actúan en contubernio con burócratas, funcionarios o partes interesadas. El hecho es que el ciudadano común y corriente vive acosado por autoridades y burocracias que jamás han reparado, ni por asomo, que su empleo está subordinado a la ciudadanía o, al menos, que se le debe a ésta. La impunidad es rampante y eso sin considerar el entorno general, que, todos sabemos, no es legal ni lo pretende.
La impunidad no es algo nuevo en la sociedad mexicana, pero ahora se ha convertido en la constante que está presente en todas partes y que explica, al menos en alguna medida, el comportamiento de muchos mexicanos: desde los que se van del país en busca de una mejor oportunidad, hasta los que se agandallan todo lo que puede pues no hay futuro que valga. La impunidad produce comportamientos anómalos y antisociales, una verdadera anomia, comportamientos que pronto se tornan naturales, lógicos y, en esa perversidad, también legítimos. La asociación que muchos políticos hacen de pobreza con criminalidad es un ejemplo perfecto de cómo, en este mundo de perversión e impunidad, se tergiversa la realidad para avanzar una causa política.
Aunque la impunidad tiene una larga historia, en el pasado se trató siempre de una excepción. Por supuesto, existía la institución de la mordida, pero también mecanismos (políticos, no legales) para controlar sus excesos. Algo similar ocurría con la criminalidad, que era, literalmente, administrada por ?el sistema?. Ese sistema, construido luego de la gesta revolucionaria, nunca logró (ni pretendió) crear un sistema basado en la legalidad y acorde con las demandas ciudadanas, pero sin duda tenía por cometido organizar a la sociedad y los procesos productivos para avanzar el desarrollo del país. Ese sistema de instituciones no era democrático ni siempre respondía al reclamo ciudadano, pero cumplía la función de limitar excesos y administrar la impunidad.
El deterioro del viejo sistema priísta, que comenzó a fines de los sesenta y se aceleró año con año, abrió la caja de Pandora. Por un lado, el gobierno, que antes recurría a controles autoritarios ante la menor provocación (como ilustra el 68 mejor que nada), se convirtió en el principal promotor de las causas ilegales. A partir de los setenta, mucho de lo que antes era institucional, pasó a ser ilegal: antes, las organizaciones medulares del sistema eran las que se integraban a los llamados sectores del partido (CNC, CNOP, CTM). A partir de ese momento, la vida partidista, y cada vez más, la urbana, comenzó a caracterizarse por organizaciones cuyo origen y realidad era la ilegalidad: invasores de predios y taxis tolerados, comerciantes ambulantes y grupos de choque. El sistema, que se percibía a sí mismo como ilegítimo, dejó de cumplir la función de administración de la impunidad que por tantos años había servido al desarrollo, para convertirse en el gran promotor de la ilegalidad, la impunidad y la corrupción.
La derrota del PRI en 2000 acabó por destruir lo poco que quedaba de la antigua estructura institucional. Pero ese cambio, aunque nada novedoso, fue dramático. Si bien la estructura institucional había experimentando un deterioro constante, persistente y sistemático a lo largo de tres décadas, la institución presidencial mantenía muchas de sus estructuras y ciertamente sus mecanismos, comenzando por los que se derivaban de la relación PRI-presidencia. Ese dúo dinámico le confería a la presidencia instrumentos y oportunidades inimaginables en cualquier democracia.
La llegada de un nuevo gobierno con otro perfil partidario en 2000, cambió al país para siempre, pero no necesariamente para bien. Aunque el viejo sistema había experimentado un deterioro sistemático, prácticamente nada se había hecho para construir y desarrollar instituciones que sirvieran para ejercer las funciones gubernamentales más elementales, comenzando por la seguridad pública. El gobierno que fue inaugurado en diciembre de 2000 no contaba con las facultades de antaño, no tenía experiencia alguna en el ejercicio de las funciones gubernamentales y no entendió la precariedad del momento. El efecto de estos tres factores fue la migración del poder.
Súbitamente, la otrora omnipotente presidencia mexicana, cedió sus poderes, sin darse cuenta, a quien supo acapararlos. Los partidos afianzaron la posición que la reforma electoral de 1996 les había otorgado como monopolio exclusivo del poder en el país. El congreso se convirtió en el gran contrapeso del poder presidencial, en tanto que los gobernadores pasaron a ser amos y señores de sus regiones, inspirando ese famoso dicho que dice que México transitó de la monarquía al feudalismo. Si esa migración de poder se hubiera limitado a los poderes legalmente establecidos, la situación hubiera sido una de desequilibrio, pero no más. Desafortunadamente, el poder no sólo pasó a esas entidades, sino que igual migró a los narcotraficantes, criminales y guerrilleros, sindicatos corporativos y toda clase de grupos e intereses particulares, muchos de ellos ilegales.
La impunidad pasó a ser la nueva realidad del país. En ausencia del viejo presidencialismo, desaparecieron los mecanismos que antes habían permitido una convivencia pacífica y un desarrollo económico insuficiente, pero más o menos funcional. Ese sistema resultó ser insostenible en una sociedad creciente y pujante, pero funcionó por décadas hasta que se murió por inanición y por falta de visión: inanición por la desaparición paulatina de sus fuentes de sustento; y falta de visión porque no fue capaz de construir estructuras institucionales nuevas, idóneas para una sociedad democrática. El resultado de ese choque de intereses y ceguera produjo la patética realidad de hoy. Peor, creó un conjunto de círculos viciosos que hacen muy difícil romper la espiral de impunidad y corrupción cotidianas.
Hay dos maneras de romper el círculo. Una es acabando con la incipiente democratización del poder que ha experimentado el país en años recientes. Eso es precisamente lo que hizo el presidente Putin en Rusia: en sólo unos cuantos meses, acabó con la elección directa de gobernadores y retornó al viejo sistema de nombramientos centralizados; de la misma manera, acorraló al parlamento, limitó la disidencia y controló sus procesos internos. Al recentralizar el poder, el presidente ruso construyó nuevas instituciones, fortaleció las policías y logró un amplio apoyo popular. Aunque la Rusia actual no se parece en nada al viejo sistema comunista, el experimento democrático de los ochenta se disipó como agua entre los dedos.
La otra manera de romper el círculo vicioso es que los partidos pierdan su monopolio absoluto del poder y comiencen a favorecer una reconstrucción institucional, en aras de, al menos, contener la impunidad. Hasta la fecha, la partidocracia en que se ha convertido este sistema, ha afianzado su poder, impidiendo cualquier bocanada de oxígeno al sistema y cancelando toda oportunidad de crear mecanismos de rendición de cuentas, representación ciudadana o efectiva participación de la sociedad en el ejercicio del poder. Los tres partidos grandes, encumbrados por la ley del 96 en dueños del poder político, controlan un espacio decreciente de la vida del país (pues su contraparte, que no es la ciudadanía, sino todos los intereses y grupos ilegales de esta sociedad, crece más rápido) y arriesgan, cada día que pasa, la posibilidad de acabar siendo rebasados por esa otra realidad del país, la impunidad.
El gobierno actual está totalmente rebasado. La impunidad crece de manera sistemática en todos los frentes. El de la inseguridad pública es tan sólo el más evidente, pero dista de ser el único. Impotente frente a los partidos políticos, el gobierno ha optado por cacarear logros por demás dudosos, además de que esa campaña resulta contraproducente, pues acaba por confirmar su estrepitoso fracaso para contener la ola de deterioro institucional que heredó en 2000. Por su parte, los tres partidos grandes, sumidos en la lucha por la sucesión, parecen incapaces de reconocer lo precario de su reino y el tamaño del riesgo que, de manera implícita, están asumiendo.
Los partidos y sus políticos tienen que decidir si conceden, por diseño o por default, el poder a las mafias de sindicatos, narcos y criminales, o si, en un acto de reconocimiento de lo obvio, comienzan a edificar mecanismos institucionales que den forma a un país moderno donde la ciudadanía es el centro de atención del gobierno y la política. Sólo así podrán comenzar a revertir la ola de la impunidad. A nadie conviene la dictadura que, en un escenario así, acabaría siendo inevitable y, todavía peor, bienvenida por vastos sectores de la población que viven sumidos en el temor, la incertidumbre y la precariedad.
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