Impunidad

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La impunidad está en todo. Tendemos a asociar impunidad únicamente con delincuencia y criminalidad, pero la realidad es que se trata de una característica de nuestra forma de ser. La impunidad está igual en las compras de gobierno que en la educación, en la forma en que se comportan los grandes grupos económicos y en la naturaleza de nuestros sindicatos. El país es un gran espacio de impunidad.

La impunidad tiene muchas caras y formas de manifestarse. Si aceptamos el principio de que todo aquello que entraña una ausencia de rendición de cuentas implica impunidad, el país está saturado de situaciones de esta naturaleza.

Históricamente, la rendición de cuentas seguramente se remite a la relación que proponen las religiones de cada persona con el Creador. En nuestro sistema político tan peculiar, las cuentas se le rendían, cuan rey, al presidente imperial. Mientras que en una democracia la rendición de cuentas debería ser ante la justicia, en México a ésta ya no la contemplamos ni como concepto.

No es posible vivir ni un minuto en nuestro medio sin encontrarnos con la impunidad en pleno. Los taxistas –los formales y los “tolerados”- cobran lo que les da la gana y viven en la impunidad. Los revendedores de espacios de estacionamiento en la vía pública son parte de la decoración cotidiana que ya tomamos por natural. Los automovilistas cometemos faltas frecuentes y hasta nos ofendemos cuando un policía nos para y, peor, cuando nos sugiere compensar nuestra violación al reglamento con un pago “a su criterio”. Muchos empresarios consideran que sus objetivos son la ley y ni siquiera se ponen a pensar que su manera de actuar pudiera implicar una violación a leyes, reglamentos o a los derechos de los demás; algunos se han convertido en verdaderos extorsionadores de funcionarios, competidores y otros empresarios. Todo el que puede evade algún impuesto, sobre todo el IVA. En alguna medida, todos vivimos en la impunidad.

El candidato perdedor del 2006 invadió las calles del DF y no hubo poder humano que lo quitara de ahí. Acusar, con la idea de descalificar, a alguien tildándolo de “neoliberal” o “privatizador” es vivir en la misma impunidad.

La impunidad está en todas partes y no es exclusiva del gobierno. Los sindicatos se han vuelto verdaderos depredadores de la sociedad: demandan cada vez mayores beneficios sin mejorar su productividad o calidad.

Quizá lo más divertido de nuestro régimen de impunidad es que nadie está al margen. Muchos ex funcionarios viven de dictar cátedra a los responsables actuales, cuando muchos de ellos son los causantes de la patética realidad actual. Por ahí está un ex director del IMSS que siempre tiene la verdad revelada para enfrentar los problemas financieros de la institución cuando fue él mismo quién, al estar al frente, los provocó al concederle al sindicato prestaciones que nunca se podrían pagar.

En funciones, los responsables tienden a optar por las salidas fáciles; como ex funcionarios son expertos en el deber ser. Ahí está la entonces diputada y líder sindical que impidió que se privatizaran las dos líneas aéreas cuando éstas valían más de mil millones de dólares, cifra que no le hubiera caído mal al erario. También está el gobernante de la ciudad de México que decide que la enseñanza del náhuatl es esencial para el desarrollo de los niños e impone su preferencia, justo en el momento en que el país requiere fortalecer su capital humano, es decir, la capacidad de nuestros niños para valerse por sí mismos en el mundo globalizado y competitivo que les tocará vivir. ¿A quién le rinden cuentas esos funcionarios y políticos que tanto le cuestan al país?

Otro ejemplo de impunidad es la forma en que se condujo la apertura tanto económica como política de las últimas décadas: ambas eran necesarias e impostergables, pero tenían que haber sido construidas debidamente: con mecanismos de apoyo e información para el sector productivo a fin de sesgar su probabilidad de éxito, como se hizo en Canadá; y con la construcción de instituciones y mecanismos institucionales para evitar los terribles desencuentros que caracterizan a nuestro mundo político en la actualidad. Como ilustra Mandela en Sudáfrica, una transición exitosa, en cualquier campo, no implica destruir fuerzas e instituciones sino transformarlas.

Hace unos días nos amanecimos con la noticia de que dos terceras partes de los aspirantes a las plazas de profesores no pasaron el examen, incluyendo a más de doce mil profesores que están ya en funciones. Es decir, si extrapolamos estos números, tal vez sea posible concluir que dos terceras partes del total de profesores en el país no aprobaría el examen de calificación mínimo. Y nadie les dice nada, sus prebendas quedan incólumes. Lo impactante del caso educativo es que ahora tenemos números, datos objetivos que nos permiten darle una dimensión real al tamaño de la impunidad que caracteriza a esa actividad.

¿No es revelador –y terrible- que un policía de tránsito acabe siendo un acomodador de coches y que sea natural darle una propina para estacionar un vehículo, usualmente de manera ilegal? ¿Qué nos dice eso de nuestras policías, de las instituciones, de la desigualdad social y de las posibilidades de desarrollo del país?

Todo en el país está diseñado para diluir la responsabilidad de quien ostenta cargos públicos. La Secretaría de la Función Pública sirve para encubrir más que para transparentar. Apenas una mínima porción de las compras del gobierno se sujeta a subastas públicas y transparentes. Funcionarios corruptos son perdonados sin más o castigados con penas irrisorias. Todo premia la impunidad.

La impunidad es producto de que nadie tiene que rendir cuentas y de que la justicia es irrelevante en todos los planos. Ningún funcionario parece obligado a atenerse a marcos institucionales y muy pocos institucionalizan sus decisiones. Aquí y allá hay buenos programas, como el reputado en Sinaloa para los secuestros pero, al no institucionalizarse, desaparece con el sexenio, para desventura de los secuestrables.

La impunidad es parte de nuestra naturaleza, pero no es algo inevitable, no es parte de nuestro DNA colectivo. Nuestras leyes e instituciones promueven la impunidad: si tuviésemos leyes y reglamentos transparentes y cumplibles, el país sería otro. Ha habido algunos avances modestos en estos rubros, como ilustra el caso de aduanas, pero la propensión a incrementar la discrecionalidad y la arbitrariedad es permanente. El problema es que hay demasiados beneficiarios, o personas que creen que se benefician, del statu quo. Mientras esa siga siendo la norma, la impunidad seguirá vivita y coleando.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.