Información, ¿para qué?

Opinión Pública

La información es la esencia de la democracia. Con información, el ciudadano tiene la herramienta que le permite optar, decidir y actuar. La información le permite consagrarse como ciudadano y ejercer ese privilegio en todos los ámbitos de su vida: el del debate privado o público que va dando forma y matiz a la opinión de una sociedad; el del voto, que constituye la manifestación más directa del ejercicio de un derecho político; y el del consumo, que entraña decisiones que incorporan desde la percepción que tiene cada individuo sobre el futuro, hasta la comparación entre distintos bienes o servicios. Sin información, la vida en sociedad es simplemente imposible.

Quizá no haya tema más complejo en la relación entre gobernantes y gobernados que el de la información. El tema conlleva toda clase de aristas: desde lo que el gobierno hace hasta lo que requiere el ciudadano para actuar; la diseminación de la información a través de los medios y la frecuente propensión de los políticos a tratar de mediatizar, modificar y controlar la información para que sirva a sus propósitos; la autonomía indispensable que requiere el funcionario público para poder trabajar y la rendición de cuentas en que se fundamenta toda sociedad democrática. La información es el meollo de la relación entre una sociedad democrática y su gobierno. Sin información no hay democracia.

Pero la palabra “información” no dice nada por sí misma. Es a la vez todo y nada. Quizá la pregunta más importante no se refiera a “qué” tipo de información se requiere, sino “para qué” debe ser la información. Visto desde esta perspectiva la respuesta puede ser más simple de precisarse. En todos los países hay información que la ciudadanía requiere e información que debe ser restringida. La diferencia en nuestro país jamás ha sido acotada: en general, históricamente, toda la información ha sido restringida con excepción de la que se ha hecho pública sin mediar un criterio claro y explícito que marque la diferencia. En los países democráticos lo común es que ocurra lo contrario: toda la información es pública, excepto la que, por su naturaleza, compromete la seguridad del Estado o del país. Aunque la diferencia de enfoque podría parecer pequeña, sus implicaciones son dramáticas.

Para comenzar, una apertura informativa implicaría un cambio fundamental en la relación gobernantes-gobernados, además de definiciones precisas que hasta la fecha ningún gobierno ha tenido o querido realizar. Cuando toda la información está disponible, el gobierno tiene que sujetarse al mandato de la ciudadanía; cuando la información está restringida, es el ciudadano el que acaba sometido al gobierno y su burocracia. En este sentido, no cabe la menor duda de que la información y la democracia van de la mano.

Pero ¿qué tipo de información es la que debe ser pública? La respuesta es muy simple: toda la información que no sea estrictamente secreta bajo una definición explícita y prestablecida debe ser pública. El punto medular es que el ciudadano tenga acceso a la información que considere necesaria para ejercer su ciudadanía a cabalidad. Esto implica no sólo (y, en muchas ocasiones, no fundamentalmente) números, sino criterios, regulaciones, formas de acceso y reglas del juego. Lo que el ciudadano necesita es a) poder interactuar con el gobierno en su calidad de ciudadano, es decir, poder exigirle cuentas a los gobernantes; y b) saber cómo puede actuar en la sociedad, en la economía y en el propio gobierno para poder desarrollar actividades empresariales, para consumir y para desarrollarse como persona y como ente económico y social.

En la actualidad, el gobierno mexicano, además de ser una fuente extraordinaria de datos, estadísticas e información en general, tiene una presencia imponente en los ámbitos más diversos de la vida cotidiana. Es muy poco lo que un ciudadano común y corriente puede hacer sin, tarde o temprano, acabar teniendo que enfrentarse a una burocracia malhumorada, que además se siente mal pagada, y saturada de argumentos (cuando no instrumentos) para impedirle al ciudadano hacer algo. Más allá del anecdotario que todos y cada uno de los mexicanos hemos acumulado a lo largo de los años sobre el maltrato que en forma cotidiana nos propinan los burócratas, el problema comienza por el hecho de que el ciudadano no cuenta con la información pertinente de nada.

El ciudadano que se presenta ante una ventanilla para realizar un trámite tiene mucha menos información que el burócrata sobre el procedimiento a seguir, circunstancia que con la mayor de las frecuencias conduce a que el ciudadano acabe dando una y otra vuelta antes de poder concluir un trámite. Quizá el extremo lo constituyan los juicios agrarios, cuya duración se mide en décadas. En definitiva no se necesita ser un genio para reconocer que la asimetría en la información disponible es uno de los principales factores que conducen a la corrupción. De haber equidad en la información y una definición precisa, no sujeta a interpretación, de los requisitos específicos que conlleva cada trámite, la corrupción disminuiría y la población podría dedicar su tiempo a actividades más productivas y benéficas de las que en la actualidad realiza.

De esta forma, en lugar de discutir cuánta información debe ser pública, el esfuerzo gubernamental tiene primero que abocarse a definir las reglas que permitan distinguir naturaleza de la información –en el sentido más amplio- con que cuenta el gobierno. Es decir, el gobierno debe definir una política de apertura absoluta a la información y dedicarse a instrumentarla. Esto que parece, en concepto, muy sencillo, entraña una verdadera revolución, quizá una revolución mucho más profunda que la del dos de julio pasado.

Una política de apertura informativa trae consigo dos grandes implicaciones. La primera, la que podría ser llamada “democrática”, constituiría un cambio de ciento ochenta grados en la manera en que se gobierna al país. A partir del momento en que se decidiera adoptar este camino, el gobierno –y todos sus empleados y funcionarios- dejarían de gozar de una fuente de control sobre la ciudadanía. Al ser la información de datos, estadísticas, gasto, ingresos, criterios, regulaciones, requisitos, etcétera, pública, el funcionario tendría que ser cuidadoso de cada una de sus decisiones y actos: a partir de ese momento su gestión no sólo sería evaluada por su jefe o por la contraloría interna, sino también por la ciudadanía. Quizá esto parezca poca cosa, pero habría que recordar que muchos honorables funcionarios públicos, de cuyo comportamiento muchas veces deshonesto dependía el funcionamiento de la maquinaria priísta del pasado, decidieron no correr el riesgo de verse sometidos al escarnio público, factor que sin duda contribuyó a la limpieza de la última elección federal.

La segunda implicación de una apertura informativa tiene que ver con el impacto que ésta tendría sobre el funcionamiento interno del gobierno. Un gobierno acostumbrado a guardar la información como si se tratase del tesoro de Moctezuma no puede cambiar de manera de ser de la noche a la mañana. Peor, no podría hacerlo aun si quisiera sin que antes se definieran criterios de acción y decisión precisos para todas y cada una de las actividades que realiza el gobierno. Cualquiera que conozca cómo funciona en realidad el gobierno –de hecho, los tres niveles de gobierno- sabe bien que no existen definiciones de nada sobre cómo se hacen las cosas. La flexibilidad priísta, es decir, la posibilidad de cambiar cualquier criterio en cualquier momento, es la esencia del comportamiento burocrático. En este sentido, la apertura informativa también implicaría el desmantelamiento del modus operandi del viejo sistema político. No es difícil imaginar el tamaño de revolución que implicaría una verdadera apertura de la información.

El compromiso del entonces candidato Vicente Fox de lograr la transparencia en la gestión gubernamental y la rendición de cuentas por parte de los funcionarios públicos debería empezar con la apertura informativa. De cumplir con ese compromiso, el gobierno tendría que abocarse a llevar a cabo una serie de definiciones precisas y específicas sobre temas centrales para el desarrollo del país como son: la libertad, la discrecionalidad gubernamental y la regulación. En concreto, esto requeriría precisiones en una diversidad de conceptos y ámbitos: ¿qué es información?, ¿cuáles son los derechos de los ciudadanos, a diferencia de súbditos? ¿cómo informar? ¿quién es responsable de la información? ¿cuál es la función de los boletines de prensa? ¿qué información es secreta? ¿qué criterios existen para definir la naturaleza secreta de una determinada información? ¿a través de qué medios y vehículos se va a diseminar la información?

El número de preguntas que tiene que ser formulado es literalmente infinito y muy difícil de contestar. Además, si uno sigue por este camino, muy rápido llega a otro tema escabroso, el de la relación entre el gobierno y los medios de comunicación. Por donde uno le busque la complejidad es enorme y la capacidad del gobierno de llevar a cabo una apertura informativa inmediata es claramente muy limitada. El escrutinio público es elemental, pero también lo es el ordenamiento de la actividad gubernamental. De hecho, irónicamente, para poder llevar a cabo una apertura informativa es indispensable que primero se lleve a cabo una reforma interna del gobierno. Difícil sería encontrar un mejor acicate para transformar al gobierno y al país.

El presidente Vicente Fox no la tiene fácil en este tema. Dada la coyuntura en que estamos, producto en buena medida de las expectativas generadas por sus promesas de campaña, el presidente tiene que decidir si comienza el proceso de apertura, desatando con ello una verdadera revolución interna, o si reniega de su oferta de campaña en aras de evitar el conflicto que inevitablemente produciría una acción de semejante envergadura. En Tabasco y en Yucatán, el gobierno ha mostrado una disposición a tomar riesgos en aras de inducir los cambios que el país requiere y que son a todas luces inevitables. A la larga, la apertura a la información constituiría quizá el paso más revolucionario de la administración. Su decisión tendrá que girar entre el riesgo de abrir (así como el de no abrir) y la oportunidad que semejante transformación entrañaría para el desarrollo del país.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.