Pocos temas de la agenda legislativa actual podrían llegar a tener tanta trascendencia como el de una ley en materia de acceso a la información. La información es una fuente de poder y su disponibilidad determina el tipo de relación que se da entre gobierno y sociedad. Por ello, la adopción de una ley de información entraña la oportunidad de llevar a cabo una transformación política incluso más profunda que la experimentada por el país el año anterior, cuando se dio la alternancia de partidos en el poder. Este es un tema que debiera interesar a todos los partidos legislativos, quienes podrían llevarse el crédito de haber aprobado una legislación capaz de transformar de raíz la relación entre la ciudadanía y el gobierno, entendiendo a éste último en un sentido amplio que incluye a todos los poderes públicos.
En casi dos siglos de vida independiente, el país se ha caracterizado por un sistema de gobierno cambiante, con arreglos políticos distintos, algunos de los cuales favorecieron la paz y la estabilidad, en tanto que otros condujeron a la violencia y la inestabilidad política. No obstante esos altibajos, lo que ha permanecido constante a lo largo del tiempo es la relación de dominio que gobierno y burocracia han mantenido sobre la población. Esto es, a pesar de que llevamos casi doscientos años de vida independiente, el país todavía no cuenta con una ciudadanía hecha y derecha. La asimetría que caracteriza la relación entre el gobierno y la población ha hecho imposible que la ciudadanía crezca, se desarrolle y se haga responsable. Se trata de un desequilibrio estructural que puede comenzar a ser corregido a través de una ley idónea en materia de acceso a la información.
¿Por qué es tan importante una ley de acceso a la información? Por la sencilla razón de que el gobierno mexicano funciona como una caja negra, es decir, como un sistema cerrado en el cual la población sólo ve lo que entra y lo que sale, pero no tiene acceso a los criterios que emplea la burocracia para tomar sus decisiones, ni tampoco al contenido específico de las cuentas de los gastos gubernamentales; no conoce la información de que dispone la autoridad cuando emprende una acción y, en general, no tiene capacidad de acción cuando una de las partes (en este caso el gobierno) tiene toda la información en tanto que la otra (la ciudadanía) se encuentra, para todo fin práctico, a ciegas. El tema es tan amplio como uno lo quiera ver: igual se refiere a los requisitos específicos para realizar un trámite común y corriente (como solicitar un permiso u obtener un pasaporte), que a temas tan importantes como la composición de la deuda pública o el gasto en seguridad. En la actualidad, el ciudadano no tiene acceso a información alguna sobre estos temas: sabe tanto como la burocracia quiere que sepa y no más.
Mucha de la información que no está disponible en realidad no existe. Es decir, mucha de la información que podría requerir un ciudadano para tomar sus propias decisiones no ha sido producida o no ha sido determinada. En algunos casos, la información no disponible puede referirse a cifras estadísticas que no han sido creadas o a información que no ha sido procesada; esto es, aunque se conozca la cifra de gasto total en un determinado renglón del presupuesto público, por citar un ejemplo, no es improbable que la información detallada de ese gasto simplemente no se haya reunido. Lo mismo se podría decir de determinada cartografía que, aunque elaborada, no ha sido impresa ni hecha pública, o de una iniciativa o propuesta legislativa a la que es difícil –si no es que imposible—tener acceso porque todavía no se ha incorporado al Diario de Debates o, simplemente, porque es difícil acceder incluso a este tipo de documentos. Es decir, mucha de la información que podría serle útil al ciudadano para su vida cotidiana simplemente no está disponible y la burocracia no se siente obligada a producirla a pesar de que no se trata de información que deba ser clasificada, o sea, aquella que entraña algún riesgo o amenaza para la seguridad del país.
En otros casos, la burocracia se ha reservado facultades extraordinarias que chocan con los derechos elementales del ciudadano y que, por ausencia de una ley que obligue a la autoridad a establecer parámetros claros e inamovibles, con frecuencia se traducen en fuentes interminables de corrupción. Por ejemplo, hay un sinnúmero de trámites que la ciudadanía realiza de manera cotidiana para los cuales no existen requisitos predeterminados. Una persona puede requerir una licencia de construcción pero, al llegar a la ventanilla, se encuentra con que el proceso de decisión es incierto, cambiante y, en buena medida, aleatorio. En ocasiones, la respuesta depende de la presentación de un número interminable de documentos, en tanto que en otras, el trámite se resuelve mediante un pago subterráneo que repentinamente abre las puertas del paraíso. El ciudadano se encuentra totalmente indefenso porque la burocracia no tiene obligación de establecer con precisión la documentación que es necesaria para realizar un trámite y los criterios de decisión que le acompañan.
La disponibilidad de información puede cambiar las cosas de la noche a la mañana. Aunque todavía imperfecto, el proceso aduanal ilustra que ese cambio es posible. Hasta finales de los ochenta, cualquier individuo que llegaba a una garita aduanal proveniente del extranjero se encontraba totalmente desinformado. No tenía ni la menor idea de cómo le iba a ir en el proceso: igual podía pasar sin contratiempos que perder todo su equipaje o, como usualmente ocurría, podía librar el trámite pero habiendo sido generosamente bolseado. A partir de los noventa se definieron los criterios de lo que se podía importar y lo que no, de los impuestos que se debían pagar sobre determinados bienes y sobre el procedimiento para iniciar y concluir el trámite. Aunque el sistema sigue siendo innecesariamente burocrático, el ciudadano conoce sus derechos y los puede hacer valer sin más. Se trata de un ámbito en el que la información es pública, está disponible y la autoridad no tiene capacidad de extorsión. Así debería ser en todo lo demás.
Modificar la relación asimétrica entre el gobernante y el gobernado debería ser un objetivo prioritario del gobierno y del Congreso. Así como el Congreso se ha abocado a modificar la relación entre el gobierno federal y los gobiernos estatales –un claro ejemplo de una relación histórica de dominación- lo mismo debería hacer con la relación entre el gobierno y la ciudadanía. Un buen lugar para comenzar sería el del acceso a la información, acceso que también beneficiaría el equilibrio entre los poderes públicos toda vez que cada uno tendría mucho mayor capacidad de realizar el escrutinio para el que está facultado, lo que constituye la esencia de los pesos y contrapesos. Pero además de las razones políticas más amplias para abrir el acceso a la información, hay otro argumento que no debe ser desdeñado.
Una sociedad informada es una sociedad responsable. Históricamente, ha sido frecuente que los gobernantes (y, en general, los grupos privilegiados en diversos ámbitos) consideren al mexicano promedio como incapaz de decidir por sí mismo. Muchos de los golpes de estado que ocurrieron en el siglo XIX fueron resultado de la desconfianza que le tenía el gobernante a la población, a la que siempre se le considero incapaz de decidir por sí misma. El mismo argumento se sigue utilizando: el problema, se dice, no es que el gobierno no quiera que participe la población, sino que la población es incapaz de decidir y actuar. La defensa a ultranza que hacen diversos grupos de presión de sus intereses más obtusos –igual sindicatos que empresarios, autores o indigenistas- no ha hecho sino fortalecer la noción de que sólo el gobierno puede velar por el interés general. La realidad, sin embargo, es que las cualidades necesarias para que el ciudadano actúe como tal y se responsabilice de sus actos le han sido sustraídas, robadas, por la burocracia y los políticos, haciendo imposible ese desarrollo. Lo lógico para un individuo en ese contexto es defender a muerte su interés específico y concreto: en ausencia de responsabilidades, ¿por qué habría de ser diferente? Cuando el ciudadano cuente con los medios para actuar –es decir, información amplia y certera- no tendrá más remedio que hacerse responsable de sus actos. Máxime cuando esa información venga acompañada de la capacidad para obligar a los funcionarios a rendir cuentas de sus actos, ya sea a través de la reelección, o por medio de procedimientos administrativos o judiciales idóneos. La irresponsabilidad existe porque las estructuras vigentes así lo propician.
En la actualidad, muchas de las objeciones que los miembros del poder legislativo han presentado en torno a diversas iniciativas de ley, comenzando por la fiscal, tienen que ver con su percepción de lo que es bueno o malo para la población. De existir una legislación en materia de acceso a la información, así como los medios efectivos para que el ciudadano pueda hacer que los legisladores rindan cuentas de sus actos, la población tendría la oportunidad de hacerle saber a los legisladores lo que objeta y lo que prefiere en esa u otra materia. Los legisladores, por tanto, tendrían que estar atentos al sentir ciudadano, en lugar de limitarse a expresar y defender sus preferencias personales. El punto es que una legislación en materia de acceso a la información que tenga “dientes”, es decir, que obligue a que la información esté disponible, entraña un cambio fundamental en las relaciones políticas en todos los ámbitos.
Hace cosa de cincuenta años, Winston Churchill, el gran estadista británico, resumió esta problemática en uno de sus famosos y lapidarios juegos de palabras. Decía que el problema de su país residía en que en el gobierno no había servidores públicos (civil servants en inglés), sino amos descorteses (uncivil masters). La pregunta es qué clase de sociedad vamos a construir aquí en nuestro país.
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