¿Ingobernabilidad?

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El espectro de la ingobernabilidad preocupa a un número creciente de mexicanos. La capacidad de articular decisiones y lograr una concurrencia de propósitos entre el ejecutivo y el legislativo parece cada vez más distante, lo que asusta a quienes ven hacia adelante y temen de una época caracterizada por indecisión, confrontación y parálisis gubernamental. Sin duda, ese escenario es extraordinariamente preocupante y perturbador, pero no es obvio que sea inminente. La verdad es que estamos un poco echados a perder y no siempre por buenas razones. Por décadas, el concepto mexicano de gobernabilidad se refería a una sola cosa: la capacidad del presidente de imponer sus decisiones, sus iniciativas de ley y sus objetivos al legislativo y, consecuentemente, a la sociedad en su conjunto. Ahora que hay mucha más competencia política y, al menos por ahora, un Congreso lidereado por partidos distintos al PRI, el temor a la ingobernabilidad ha hecho una aparición estridente. El verdadero problema no reside en el hecho de que la oposición controle al poder legislativo, sino en que ni el gobierno ni los legisladores han comprendido la necesidad de liderear y, a la vez, negociar entre sí para el bien del país.

La ingobernabilidad se presenta cuando es imposible lograr que los distintos componentes del gobierno se pongan de acuerdo y, en su caso, lleven a la práctica sus decisiones. Si el Presidente envía una serie de iniciativas de ley al Congreso y éste, por las razones que sea, no las modifica y/o aprueba, entramos en el terreno del desacuerdo entre poderes y ante la posibilidad de la parálisis y la ingobernabilidad. Muchas de las iniciativas enviadas por el ejecutivo en los últimos dos años han sufrido precisamente esa suerte: se han quedado en un limbo legislativo del que no parecen poder salir. Ahí estuvo, por meses, la iniciativa relativa al Fobaproa, ahí se encuentra una docena de iniciativas relativas al sector financiero, al Banco de México, a la Comisión Nacional Bancaria, a la electricidad y, más recientemente, la iniciativa gubernamental en materia de garantías crediticias y de quiebra y suspensión de pagos. Cuando la lista de iniciativas que llegan al Congreso crece y crece sin que de esa lista surjan leyes aprobadas, el país entra en problemas, sobre todo cuando están de por medio temas urgentes para el desarrollo del país.

No es que el Congreso esté ahí sólo para endosar las iniciativas que envía el ejecutivo. Pero el Congreso sí está ahí para legislar y una parte importante de las iniciativas de ley -y en nuestra historia prácticamente la totalidad- ha provenido del ejecutivo. El Congreso actual ha legislado mucho más de lo que se aprecia en general, pero no ha considerado todas, ni siquiera la mayor parte de las iniciativas que más interesan al gobierno. El gobierno ha sido totalmente incapaz de abogar por sus iniciativas, de liderear movimientos de opinión pública para fortalecer sus argumentos y de negociar con las diversas facciones del Congreso para lograr la aprobación de las mismas. Pero el Congreso tampoco ha operado bajo una lógica que reconoce que su función es precisamente la de negociar con el ejecutivo y con otras instancias de la sociedad para que progrese el país. Este impasse es serio y, de persistir, invitaría a pensar en escenarios graves para el desarrollo futuro de México. Sin embargo, el hecho de que no se aprueben las iniciativas presidenciales tal y como son enviadas al Congreso no es sinónimo de ingobernabilidad. Bien podría ser una primera –y saludable- manifestación del ejercicio pleno de los pesos y contrapesos que el país tanto requiere y demanda.

La verdad es que la ingobernabilidad es el menor de los riesgos que enfrentamos en la actualidad. En este momento -en que toda la política mexicana tiene sus ojos puestos en el dos de julio del próximo año (aunque muchos, razonablemente, todavía no los pueden quitar del siete de noviembre)-, todavía no es evidente quién va a ganar las próximas elecciones o cómo va a quedar constituido el Congreso. Las encuestas, que son, a final de cuentas, una mera fotografía del momento en que se realiza la entrevista, sugieren que, de llevarse a cabo las elecciones en este momento, el PRI ganaría con un porcentaje de los votos superior al 40%, lo que concebiblemente (si rebasa el 42%) le daría nuevamente el control de la Cámara de Diputados. Es decir, a pesar de que todo parece indicar que la próxima Cámara va a estar más fragmentada que la actual (hay que considerar que hay cinco nuevos partidos más en la competencia) y que la constitución de una mayoría operativa podría ser mucho más difícil que en el presente, no es evidente que el PRI seguirá siendo oposición. Por supuesto, todavía no hay nada escrito respecto a los resultados electorales del próximo año. Pero los escenarios que resulten de la próxima elección pueden ser muy diversos.

Pero, independientemente de la composición del Congreso, la gran pregunta es si será posible lograr que se consolide un gobierno y que éste pueda gobernar. Más allá de la trivialidad priísta que considera que hay una situación de ingobernabilidad cuando las iniciativas que el Presidente envía al Congreso no son aprobadas de inmediato y sin modificación alguna, el tema de la gobernabilidad adquiere tintes de gravedad no por sólo por la creciente complejidad de la relación entre los dos poderes, sino sobre todo porque cada vez parece más difícil que se consolide una presidencia funcional. Lo que hemos visto en los últimos años no es incapacidad del ejecutivo para articular iniciativas de ley (independientemente de si son adecuadas o no), sino una extraordinaria inhabilidad para lograr que éstas sean aprobadas por el poder legislativo, primero, y luego, en caso de ser aprobadas, de ser instrumentadas con eficacia. Nuestro problema de gobernabilidad no reside exclusivamente en el legislativo, sino en todo el proceso de gobierno.

A nadie le puede quedar la menor duda de que el Congreso actual ha enfrentado enormes dificultades para llevar a cabo su función. Los perredistas han tomado el camino fácil de oposición a ultranza a toda iniciativa presentada por el ejecutivo, sin reparar en las consecuencias de sus acciones para el país o para la credibilidad de su partido cuando los electores tengan que juzgar sobre su capacidad de gobernar. Por su parte, los panistas se han creado un conjunto de impedimentos artificiales (como la búsqueda de chivos expiatorios en lugar de mejores gobiernos y políticas públicas), que les impiden funcionar de una manera normal, lo que les lleva, penosamente, al mismo problema que tienen los perredistas, pero sin el beneficio de ser percibidos como una oposición auténtica y creíble. Es decir, los panistas se han dedicado a cavar su propia tumba cada vez que no deciden o cada vez que tratan de justificar sus decisiones (o no decisiones). En lugar de aparecer como una oposición limpia y creíble, como pretende el PRD, o como el partido responsable que és, acaban presentándose como un partido titubeante que no sabe o no puede decidir. La diferencia, en términos electorales, es mayúscula.

Pero el problema de fondo es mucho más serio de lo que parece a primera vista. Detrás de todas las escaramuzas legislativas de los últimos años se encuentra el “pecado original” de las reformas económicas. En México, a diferencia de otros países como Argentina o Chile, las reformas económicas se postularon y emprendieron como una alternativa a la transformación y modernización más amplia de la sociedad y política nacionales. La idea de reformar la economía del país nació, en los ochenta, atendiendo a un imperativo político mas que económico: las reformas serían el instrumento para mantener el status quo político. A través de la reactivación de la somnolienta economía del país se pretendía, de hecho, atenuar la necesidad de una reforma política. En este sentido, mucho de lo que no se ha hecho en la última década en materia de reforma política y de gobierno tiene que ver, precisamente, con la visión original de las reformas económicas o, puesto en otros términos, con la contradicción original que las caracterizó.

Este no es un tema de interés meramente académico. El gobierno lleva quince años esperando que las reformas económicas resuelvan, por sí solas, el problema político del país. Esta es la razón por la cual no se ha avanzado en la modernización más amplia de las estructuras políticas y sociales e, incluso, explica por qué se ve con temor cualquier iniciativa que pudiera implicar una modificación substancial del statu quo, aun cuando éste sea intolerable hasta para el propio gobierno.

Este círculo vicioso nos ha condenado a una crisis de confianza permanente entre el gobierno y la sociedad, y entre el gobierno y el poder legislativo. La sociedad no confía en el gobierno: lo percibe como una fuente de abuso, corrupción y desprecio, en tanto que el gobierno actúa como si la sociedad fuese iletrada e incapaz, siempre necesitada de una mano paternal. Algo semejante ocurre en su relación con el Congreso, en la que ni siquiera existen conductos de comunicación funcionales. Ni el liderazgo del PRI en la Cámara de Diputados ni el gobierno acaban por aceptar la realidad política que se hizo manifiesta con las elecciones de 1997. Esto les ha impedido actuar en función de las necesidades y responsabilidades más elementales del arte de gobernar. De esta manera, en lugar de procurar el desarrollo de relaciones funcionales y provechosas con los diversos partidos de oposición a fin de hacer avanzar su proyecto en cuestiones legislativas, el gobierno se ha dedicado a hostilizar a sus socios naturales, en todos los partidos.

El espectro de ingobernabilidad se encuentra en la imaginación de los políticos que no alcanzan a reconocer que es necesario sentar las bases de un futuro mejor por medio del entendimiento y la negociación. El problema de la ingobernabilidad desaparecerá cuando ambas partes –gobierno y oposición- reconozcan la legitimidad del otro. Una vez conseguido eso, quién triunfe o quién pierda será relevante sólo para los individuos involucrados, ya no para el desarrollo del país y sus golpeados y abusados habitantes.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.