Inseguridad

Justicia

Los candidatos no le entienden. El gobierno –federal y los estatales– no saben qué hacer. El ciudadano vive temeroso. Nadie parece comprender el tamaño del problema y la dimensión de sus consecuencias potenciales. La prioridad número uno de la ciudadanía parece condenada a seguir en el olvido.

El desempate es ilustrativo de nuestra vida política. Muestra desprecio, pero sobre todo desidia: el problema es difícil de entender, inmenso por su envergadura y, al parecer, es mejor ignorarlo. Para un candidato, la solución reside en acabar con la pobreza, como si todos los pobres fuesen delincuentes. Para otro, lo que falta es un gobierno duro como el de antes, aunque la delincuencia se desató precisamente en la era de los gobiernos duros. Para otro más, el problema se resuelve simplemente con mando firme. Lo cierto es que ninguno de los candidatos tiene ni la menor idea de la naturaleza del problema ni mucho menos de cómo resolverlo.

Quienes ven hacia el pasado en el tema de la seguridad parten de un planteamiento falaz. Por un lado, las condiciones que hicieron posible una convivencia social libre de delincuencia fueron únicas y no fácilmente repetibles, lo que desmantela la tesis de la urgencia (o incluso posibilidad) de instalar un gobierno “duro” como respuesta a la inseguridad prevaleciente. Por el otro, la sociedad mexicana no es hoy más pobre o desigual de lo que era antes, por lo que tampoco es realista la tesis de que cambiando la política económica se resuelve la inseguridad. Si no se comienza a diagnosticar con seriedad el problema, perderemos otros seis años, es decir, otros seis años de carcomer la fibra social y el conjunto de la sociedad.

Vale la pena recordar en qué consistía el sistema que, en el pasado, permitió controlar la delincuencia. Antes existía un control real de la delincuencia no porque hubiera una gran policía o brillantes investigadores de delitos o un poder judicial inmaculado y prístino, sino porque el peso del presidencialismo hacía posible el control de los delincuentes en paralelo a todo lo demás. La misma lógica que disciplinaba a los legisladores, sometía a los empresarios e inhibía la crítica en los medios, se aplicaba a los delincuentes. La eficacia de aquel sistema de control se perdió por buenas y malas razones. Por el lado bueno, al desaparecer el presidencialismo abusivo se esfumó la estructura vertical de control. Por el lado malo, a partir de los ochenta el gobierno desmanteló un mecanismo eficaz de control, así fuese violento y abusivo, pero sin sustituirlo por uno nuevo y moderno, compatible con la incipiente vida democrática de entonces. En este contexto, es explicable que con frecuencia se proponga la recontratación de los viejos ases de la policía política, aunque no se reconozca el otro lado de la moneda: sin control político vertical, ese sistema jamás habría funcionado.

La mayor parte de la gente tiene temor de la delincuencia o ha sido su víctima, lo que le lleva a demandar una mejor policía. La reacción es lógica y razonable, pero no muy útil. Podríamos importar los mejores policías franceses o ingleses y, sin embargo, fracasarían porque toda la estructura gubernamental dedicada a la seguridad está podrida. Lo que la inseguridad requiere es un enfoque integral. Para que las policías funcionen se requiere de una reconcepción de su papel y estructura organizacional, de la mano con una profesionalización del ministerio público. Una reforma del ministerio público es irrelevante si se mantiene el código penal vigente y éste, a su vez, no tiene efectividad si no se modifica el enfoque penitenciario actual. En pocas palabras, tenemos que comenzar de cero: se tiene que reconcebir el sistema penal a partir de la prevención del delito y la investigación cuando éste ocurre, para luego enfocarse en la procuración y administración de la justicia, así como en el sistema penitenciario.

Hay problemas que se pueden enfrentar de manera parcial, construyendo sobre lo existente para, poco a poco, darle forma cabal a una solución. Otros problemas, y el de la seguridad sin duda cae bajo este rubro, requieren de una solución integral. Obviamente, no se necesita la desaparición (o, como con frecuencia se hace, el despido) de todos los cuerpos policíacos para comenzar de nuevo. Cuando se hace algo así, se transfiere personal maleado al mundo de la criminalidad y se incorporan nuevos elementos a un entorno institucional que no hace sino malearlos de cuenta nueva. Una solución integral implicaría la reorganización institucional de cada uno de los componentes de la cadena que produce la inseguridad para cambiar su funcionamiento y modificar sus resultados. Aunque el planteamiento es ambicioso, existen experiencias en el país que muestran no sólo su factibilidad, sino que se trata de un problema que, aunque sumamente complejo, no es infranqueable.

La experiencia de los últimos años, de hecho, de los últimos dos gobiernos, sugiere que el problema no reside en la voluntad del gobernante. Aunque obviamente se requiere voluntad para enfrentar el problema (voluntad que no siempre ha sido evidente, por decir lo menos), no es suficiente. El sistema dedicado a la seguridad pública en el país, y especialmente el del DF, no responde a los problemas que enfrentamos, sino a una historia que ya no empata con las circunstancias actuales.

Los ministerios públicos, por citar un ejemplo, fueron concebidos y organizados no para resolver crímenes complejos, sino para administrar la justicia desde la perspectiva del poder. Se trataba de un objetivo coherente con el viejo sistema presidencialista, donde lo importante era el control político. En la actualidad, en ausencia de un sistema político como el de antaño, los ministerios públicos responden al mejor postor: igual se investiga un delito a cabalidad que se dan por perdidas las pruebas. Por eso, además de modernizar la institución del ministerio público, profesionalizar sus cuadros y desarrollar una capacidad impoluta de investigación, es imperativo acabar con el monopolio de la acción penal, de tal suerte que el ciudadano cuente con mecanismos reales y efectivos de presión para que se haga justicia. El ministerio público es tan sólo un eslabón en una larga cadena, cada uno de cuyos componentes requiere ser transformado.

Nada hay que impida que tengamos una policía moderna y un sistema integral que garantice seguridad y justicia. Pero nada surgirá de las plantas. A veinte años de desaparecida la tranquilidad ciudadana, es tiempo que los gobiernos respondan. El próximo debate sería un buen lugar para comenzar a escuchar propuestas concretas.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.