México, otrora el país de las instituciones fuertes, es ahora el lugar de las instituciones débiles. Instituciones que parecían inamovibles, como el presidencialismo, han acabado en el ocaso. Otras, como el PRI, han pasado a una etapa incierta de competencia política. Ninguno de estos cambios es negativo por sí mismo, en tanto que pueden acabar sentando las bases para una transformación del país, como ha ocurrido en otras latitudes. Sin embargo, es inevitable que este proceso de debilitamiento institucional genere incertidumbre y falta de credibilidad. Para atenuarlos, sucesivas administraciones han recurrido a la credibilidad de personas e instituciones no gubernamentales, dentro y fuera del país. Como recurso de emergencia, este procedimiento ha resultado extraordinariamente benéfico para llevar adelante la compleja transición que nos ha tocado vivir. Pero la función pública requiere de políticos y funcionarios profesionales, no de personajes advenedizos, cada cual con una agenda personal. En otras palabras, apelar a la “celebridad” de una persona no es un mecanismo que pueda o deba funcionar de manera permanente.
En la actualidad enfrentamos dos situaciones, cada una con una dinámica propia y diferenciada, que pueden acabar entorpeciendo el desarrollo político del país. Una tiene que ver con el recurso a las instituciones mal llamadas “ciudadanas” o “autónomas” que se han constituido en los últimos tiempos para resolver problemas concretos, atajar ausencias de credibilidad gubernamental y asegurar algún grado de independencia respecto al gobierno y los partidos. Es el caso de las comisiones de derechos humanos, los institutos electorales, el Instituto de Acceso a la Información, el Instituto para la Protección del Ahorro Bancario, la Comisión de Competencia Económica y otras semejantes. La otra situación tiene que ver con el advenimiento de personas ajenas a la función pública, en particular los empresarios que ocupan hoy elevados puestos de la administración. Ambas circunstancias han llevado al país a evadir lo que era urgente: fortalecer las instituciones y procedimientos burocráticos, que no pueden depender de personas en lo individual, sino de procesos bien establecidos que la sociedad pueda identificar como suyos por su confiabilidad y permanencia. Nada de ello existe en la actualidad.
El problema de la debilidad institucional es muy simple de definir. Luego de décadas de vivir en un entorno institucional que, independientemente de sus imperfecciones, resultaba funcional para el desarrollo general del país, las crisis políticas y económicas de los setenta en adelante acabaron por minar y destruir lo que hoy pomposamente se ha dado por llamar el “viejo régimen” del que aquellas instituciones eran cimiente. Instituciones que por décadas habían gozado de algún grado de credibilidad y confiabilidad (como el PRI y el presidencialismo) se fueron erosionando, al grado de acabar convirtiéndose en enemigos públicos. En el pasado, dichas instituciones funcionaban, al menos en parte, por el enorme poder de coerción que ejercían, causa que explica, al menos parcialmente, su descrédito actual. Al perder la ciudadanía el respeto (o miedo) por esas instituciones, todo el andamiaje de operación política implícito en esa estructura institucional se vino al suelo. Las disputas electorales que comenzaron a finales de los ochenta son vivo testimonio de esta realidad.
Ante la imposibilidad de resolver de una manera estructurada y permanente el problema de la decadencia del sistema político tradicional, los gobiernos de los ochenta y noventa recurrieron a métodos creativos que, si bien no podían resolver el problema de fondo, permitieron salvar un escollo tras otro. Cuando se presentó una crisis de la llamada “procuración” de justicia, por ejemplo, el gobierno inventó la Comisión Nacional de Derechos Humanos. La idea no era particularmente novedosa y su creación por parte de un gobierno al que debía auditar un tanto peculiar, pero sin duda representó una respuesta oportuna y valiosa a la indefensión de la ciudadanía en ese ámbito.
Algo semejante ocurrió en el marco de las disputas electorales que caracterizaron la primera mitad de los noventa y que acabaron por dar forma a una entidad profesional, creíble y sólida, el IFE, cuya responsabilidad sería la organización, supervisión y control de los procesos electorales. Años más tarde se creó también el IPAB, como respuesta a una crisis, en este caso la del rescate bancario; y más recientemente se instituyó una entidad dedicada a procurar la transparencia y garantizar en acceso a la información gubernamental, el IFAI. A pesar de diversas vicisitudes, cada una de estas entidades ha contribuido a dar confiabilidad a algunos de los procesos políticos y a conferir algo de solidez y transparencia a la función pública.
Pero a pesar del éxito relativo, existen costos asociados con este experimento. Para comenzar, la característica común de todas estas instituciones es el hecho de que no son administradas por funcionarios públicos, sino por personajes reconocidos en la academia, el periodismo, las organizaciones no gubernamentales o el mundo empresarial. La mayoría de los integrantes de los consejos de estas entidades -sobre todo aquellas que tienen responsabilidades operativas y resolutivas y cuyos integrantes son empleados de tiempo completo (que son todos, con excepción de las comisiones de derechos humanos)-, han sido personas probas y excepcionalmente competentes para desarrollar su cometido. A diferencia de los funcionarios públicos a quienes reemplazaron, su independencia garantiza credibilidad y, más allá de las obligaciones directamente vinculadas a sus funciones, su responsabilidad se extiende no sólo a su fuente de empleo sino al riesgo de descrédito público precisamente por su origen no burocrático. El problema es que muchas decisiones públicas exigen, además de independencia y responsabilidad, un compromiso con la institución que, casi por definición, personas ajenas a la función pública no pueden ofrecer.
Es decir, por más que el desempeño de estas entidades haya sido ejemplar, el servicio público no siempre es compatible con la personalidad y veleidades de personas públicas y, por lo tanto, no puede ser ejercido fácilmente por personas ajenas a la función pública. Esta afirmación no constituye crítica alguna a personas o entidades, sino a nuestra propensión a crear entidades paralelas a la burocracia en lugar de reformar, modernizar e institucionalizar la función pública. Estas entidades suplantaron las carencias de la burocracia a lo largo de una década de cambios sin precedente en la historia del país. Pero, a pesar de su éxito, su mera existencia contribuye no al progreso y profesionalización de las burocracias gubernamentales, sino a su anquilosamiento e, incluso, a la precariedad e inacción características de la forma actual de tomar decisiones. Así, en lugar de ayudar a sedimentar las bases de un país moderno, la burocracia se está rezagando cada vez más.
Ahora que comienza el proceso de reemplazo de los consejeros ciudadanos del IFE, es un momento ideal para repensar la naturaleza de estas instituciones. Dada la existencia de infinidad de conflictos y disputas subyacentes (y en esto el tema electoral sigue siendo por demás álgido), sería temerario abandonar la estructura que le dio tanta certidumbre a los procesos electorales en los últimos años. Pero lo anterior no implica cerrar espacios para instrumentar cambios parciales que pudiesen comenzar una transición en esas instituciones.
Por una parte, es inexcusable que todos los consejeros ciudadanos comiencen y concluyan sus funciones el mismo día, lo que abre un espacio intolerable de incertidumbre; lo razonable sería una pertenencia escalonada a ese consejo, a fin de que una persona vaya cambiando cada año o cada dos. Por otra parte, podría nombrarse un consejo que sume tres criterios centrales: experiencia, credibilidad propia y función pública. En el nombramiento de los nuevos consejeros del IFE, así como en futuras transiciones en otras entidades similares, podría nombrarse a un grupo con distintas personas que satisfaga cada uno de estos criterios.
Algo muy distinto, pero no menos relevante, es el caso de la toma de decisiones en los más altos niveles de la administración pública cuando sus responsables no son funcionarios públicos o políticos. La excepcional presencia de empresarios y profesionistas en el gabinete del presidente Fox, pone de manifiesto los límites de la participación de personajes que, más allá de su éxito en otros ámbitos, no tienen las características idóneas para la conducción de los asuntos públicos. En el país existe la creencia mítica que exige a un secretario de Estado ser un experto en los temas asociados con el perfil de su secretaría. Este mito surge de una historia de crisis y catástrofes, muchas de ellas producto de la inexperiencia e ignorancia de los funcionarios responsables.
Sin embargo, también aquí, el problema se explica por la ausencia de una burocracia moderna que garantice, de manera apolítica y apartidista, el ejercicio responsable y confiable de la función pública. Todos los países modernos y ricos cuentan con un servicio civil profesional que trabaja con el gobierno en turno, cualquiera que sea su filiación partidista. En esos casos, existen burócratas profesionales que responden a secretarios políticos; los primeros son responsables de la operación cotidiana de sus entidades, en tanto que los segundos toman las decisiones cualitativas. Por ejemplo, los profesionales se aseguran que la educación o las cuentas fiscales funcionen de manera efectiva, en tanto los políticos deciden los contenidos de los programas educativos o los objetivos del gasto. La presencia de empresarios y profesionistas ajenos a la función pública no hace sino confundir y profundizar la mediocridad de un sistema de gobierno inadecuado para un país que aspira a la modernidad y al desarrollo. Es tiempo de decidir si queremos el desarrollo o nos conformamos con la mediocridad.
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