El problema de todos aquellos proyectos políticos fundados en el voluntarismo es que chocan muy rápido con la realidad. En general se trata de diseños políticos e ideológicos fraguados a la luz de preferencias, esperanzas y del rechazo a lo existente más que de análisis serios y razonados acerca de lo posible y necesario. Y esa manera de enfocar los problemas tiende a chocar con la realidad y es ahí cuando comienzan los problemas. El gran mérito de Luiz Inacio “Lula” da Silva fue precisamente el no dejarse llevar por sus propias preconcepciones y abortar parcialmente el proyecto económico y político que había prometido para su país cuando se percató de que éste resultaba inviable. La gran pregunta para los votantes mexicanos es si existe esa misma capacidad en la persona del candidato que, al día de hoy, encabeza las encuestas, Andrés Manuel López Obrador.
El “proyecto alternativo de nación” tiene una racionalidad política impecable, pero nada tiene que ver con la realidad económica de México y del mundo en la actualidad. El planteamiento que se hace tanto en los 50 puntos originales como en el libro que los explica con mayor amplitud, constituye una excepcional evaluación de lo que ha ido mal en el país los últimos años. Siguiendo la lógica democrática de preguntarle al elector: “¿estás mejor ahora que hace cuatro años?” que con enorme éxito empleó Reagan para vencer a Carter, AMLO retoma y extiende la pregunta, no a los últimos seis años sino a las últimas décadas. La respuesta automática es predecible: no. Las legiones de votantes potenciales que el tabasqueño ha logrado cautivar demuestran que su mensaje tiene eco. Si la lógica política es tan clara, ¿por qué es tan pobre el planteamiento económico?
La primera inconsistencia salta a la vista tan pronto se ignoran las causas objetivas de los problemas que existen y se prefieren las elucubraciones cuya racionalidad es exclusivamente política e ideológica. Pensar que puede separarse la política económica de los setenta de sus consecuencias en los 80 es inverosímil. Mucho peor, apelar a los años con tasas de crecimiento elevado y aislarlos de sus causas y consecuencias constituye un grave error de razonamiento. No importa cuántas gráficas presenten los asesores de AMLO (por demás sensatos), la noción de que se puede seguir la política económica que uno prefiera independientemente de la realidad es altamente peligroso. En todo caso, eso es exactamente lo que el proyecto político de AMLO critica de los últimos gobiernos: que hicieron lo que quisieron y no lo que se necesitaba.
Aunque el “proyecto alternativo” se preocupa por comprender la dinámica, las circunstancias y las realidades a las que los pasados gobiernos pretendieron responder, los argumentos de AMLO son estrictamente políticos. La evaluación, correcta en los términos del candidato, es que el bienestar de la población no ha mejorado al paso de las décadas.
A partir de esa premisa, el planteamiento implícito es proponer como alternativa un regreso al pasado (el paraíso terrenal de los 70), pero hacerlo bien: usar los instrumentos de los 60 para hacer posible el proyecto político de los 70. En términos concretos, se establecen cuatro premisas. Primero, que no se exacerbará el déficit fiscal; segundo, que no se va a cancelar (aunque se podría “renegociar”) el TLC; tercero, que no se va a enfrentar a EUA; y cuarto, que se seguirán los principios de la economía de mercado. Aunque los cuatro pronunciamientos suenan razonables, son poco sostenibles, mucho más cuando se adentra uno en los razonamientos que le dan sustento al proyecto en su conjunto. La propuesta no haría sino acentuar el malestar que él detecta.
Para comenzar, las promesas de gasto que AMLO repite a la menor provocación (subsidios a productores, transferencias a campesinos, apoyos a todos los desprotegidos y desvalidos y protección a la planta productiva) son mucho mayores que los ahorros que se podrían hacer en la administración y en Pemex (aunque resulte obvio que, en este caso, hay más tela de donde cortar que toda la necesaria para cubrir el territorio nacional). Además, el gasto público suele tener vida propia: el gobierno puede recortar, pero el gasto tiende a recrearse. Aunque se pretenden grandes inversiones, mucho de lo que se propone son subsidios. Quizá más relevante es que prácticamente todo lo que el proyecto plantea en el rubro de gasto sea gasto corriente y no inversión, cuyo impacto multiplicador del crecimiento es muy bajo.
Ciertamente, una parte integral de la propuesta de AMLO, ya probada en el DF, consistiría en procurar asociaciones con empresas privadas para la construcción de infraestructura, lo cual abonaría hacia el crecimiento. Pero su forma de llevarlo a cabo en la capital contradijo los principios del mercado: el gobierno escogió ganadores y perdedores e impuso su fuerza para llevarlos a cabo, sin transparencia alguna. Al mismo tiempo, la idea de subsidiar empresarios y empresas cuya viabilidad es, en el mejor de los casos, dudosa, no haría sino consumir recursos que se podrían emplear con mayor rentabilidad en nuevos proyectos de inversión para los cuales una buena parte del empresariado se ha mostrado reacio o incapaz.
El gobierno puede promover, incentivar e impulsar proyectos, pero quienes los instrumentan son los empresarios. Si el gobierno trata de meterse en esos terrenos vía subsidios a la energía, gasto público o crédito forzoso, no hará sino preservar lo que ya no funciona, a un costo enorme. Quizá logre dos o tres años de tasas altas de crecimiento (y eso si es que afecta a los grandes intereses que todo lo impiden), pero no la renovación de la planta productiva o la creación de mejores empleos.
Lo peor de todo es que un proyecto apuntalado en la voluntad de una persona y en la esperanza de muchos no es suficiente para enfrentar los ingentes retos que nos plantea la realidad del país y del mundo en que vivimos. Nadie puede dudar que el país en general y la economía en particular requieren muchos cambios, pero no cualquiera. Por atractivo que sea el planteamiento político, la situación económica del país es muy delicada. Cualquier embate en la dirección errada puede desatar una nueva crisis económica que afectaría a millones de personas que asumieron deudas hipotecarias o de consumo en los últimos años. Suponer que las cosas han ido mal en las últimas décadas porque todos los funcionarios gubernamentales eran torpes o corruptos, suena más a la prescripción de una nueva crisis que a un proyecto serio y viable de desarrollo.
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