En el último número de la revista Nexos, Luis de la Calle y Luis Rubio abordan un tema que quizá sea el más importante para el desarrollo económico, político y social del país: la clase media.
En su artículo hacen una distinción crucial entre la clase media que surge de grupos que buscan asegurar la permanencia de sus derechos adquiridos (burocracias y sindicatos, por ejemplo) y la que se basa en el mérito (empresarios formales e informales y profesionistas). Es en este segundo grupo donde me parece que se puede hablar también de la “clase creativa”, un concepto importante que acuña el urbanista Richard Florida en el libro que lleva el mismo título y cuya primer edición salió en 2002.
La tesis central de Richard Florida es que en los países desarrollados surge un grupo de personas cuyo común denominador es que realizan actividades profesionales basadas en el conocimiento y la creatividad. Aunque los “creativos” son personas de todas las industrias, en el corazón de este grupo se encuentran científicos, ingenieros, profesores universitarios, poetas, novelistas, artistas, diseñadores, arquitectos, programadores, investigadores, etc. El autor incluso estima que, al menos en los Estados Unidos, 30 por ciento de la mano de obra pertenece a esta nueva clase social.
Muchas personas han criticado el concepto de “clase creativa” porque consideran que la creatividad es un factor transversal y que este cúmulo de personas “creativas” no se ve a sí mismo como un grupo, es decir, no tienen conciencia de clase. Sin embargo, lo relevante es que los “creativos” sí comparten una identidad basada en patrones de consumo, hábitos en el trabajo y preferencias con respecto a dónde y cómo vivir.
Por ejemplo, la mayoría de los miembros de la clase creativa no son dueños de propiedades significativas en el sentido físico. Su propiedad es más bien un intangible que está literalmente en sus cabezas. La clase creativa valora la individualidad, la meritocracia, la apertura y la diversidad, y esto tiene implicaciones en el ámbito laboral, en las políticas públicas y en el intercambio diario entre las empresas y este tipo de consumidores.
En el ámbito laboral, por ejemplo, la clase creativa valora temas que van mucho más allá de un ingreso o de la seguridad laboral: valoran el reto, la responsabilidad pero también la flexibilidad y el involucramiento con la sociedad. Para retener a un miembro de la clase creativa se requiere una cultura laboral particular. El ejemplo clásico son empresas como Google, donde el trabajo se da a través de estructuras flexibles que permiten el intercambio de ideas y donde trabajar es un juego, sin que esto vaya en perjuicio de la productividad.
Desde la perspectiva de políticas públicas y urbanismo, la clase creativa no se puede concebir sin el concepto de ciudad. De ahí que, desde la publicación del libro de Richard Florida, se hayan realizado muchos estudios sobre qué tan propicias son las ciudades para albergar a comunidades creativas. En efecto: la clase de los “creativos” se fortalece en la medida en la que sus miembros tienen contacto unos con otros: el acervo de conocimiento y la innovación es exponencial cuando las personas intercambian ideas.
La estrecha relación “creatividad”-ciudad tiene implicaciones fuertes para el urbanismo. Antes, las ciudades eran lugares donde la gente no quería vivir. Los centros urbanos -el downtown de las ciudades- eran asociados a inseguridad, contaminación y suciedad. De ahí la migración durante la segunda mitad del siglo 20 del centro a los suburbios, donde la tierra además es más barata. Sin embargo, desde la década de los noventa se da un movimiento en sentido contrario gracias a la clase creativa (e inteligentes políticas de revitalización urbana): los “creativos” buscan vivir en lugares donde se pueda tener acceso peatonal a comercios, restaurantes y parques, y donde la interacción e intercambio de ideas sea fácil.
El surgimiento de la clase creativa nos lleva entonces a la restauración de viejos edificios, la creación de espacios públicos seguros, transporte público eficiente y, en general, una buena planeación urbana. Es así cómo en la Ciudad de México la clase creativa se instala en zonas como el centro de Coyoacán, La Condesa o la colonia Roma… versus lugares chic, pero desalmados como Santa Fe.
Por otra parte, desde la perspectiva de las empresas, la clase creativa busca tener acceso a determinados servicios que van desde internet en los cafés hasta la renta de bicicletas. Asimismo, venderle a la clase creativa implica entender que ésta se compone de un grupo muy diverso de personas. Así, por ejemplo, en cualquier establecimiento que busca atender a este sector se debe tomar en cuenta que personas con diversas preferencias sexuales, migrantes y “bohemios” deben sentirse como en casa.
Si México quiere poder ser competitivo en el Siglo 21, en un mundo regido por el conocimiento y la creatividad, tendrá no sólo que pensar en cómo darle oportunidades a la clase media, sino en qué tipo de clase media queremos propiciar. Podemos seguir protegiendo a los grupos del pasado, los que están enraizados en el erario público y son adversos al cambio y a la competencia, o podemos pensar en cómo construir una clase creativa de verdad.
Tener en México ciudades que albergan, hoy por hoy, a pequeños grupos de la clase creativa es, sin lugar a dudas, un buen indicador. Pero la decisión convencida de apostarle a este grupo no la hemos tomado aún como país.
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