La modernización del gobierno es un tema candente en la actualidad. A lo largo y ancho del mundo, es difícil encontrar un país en el cual no se discuta la necesidad de adecuar el gobierno y sus funciones. Si bien es razonable plantear la noción de que hay consenso acerca de la urgencia de debatir el tema, no existe acuerdo alguno sobre la naturaleza, objetivos y funciones que el gobierno debe tener. Las posiciones al respecto son tan encontradas como siempre y no hay razón para suponer que se van a acercar en un futuro mediato. Quizá la excepción esté en aquellos países en que, debido a los notables avances alcanzados -medidos en términos de crecimiento económico, disminución de la pobreza u otros indicadores semejantes-, resulta relativamente fácil lograr un consenso para reformar la naturaleza misma del gobierno.
Si bien no hay coincidencia sobre el papel del gobierno en la actualidad, a nadie escapa el hecho de que su función ha experimentado cambios trascendentales. Así, de simples mecanismos de transmisión de demandas, más que de entidades orientadas a resolver problemas específicos, un número cada vez mayor de gobiernos se ha ido ajustando para poder adoptar esa nueva modalidad tan necesaria en nuestros tiempos, que es la promoción del desarrollo. De este modo, es muy difícil encontrar un gobierno que no conciba su función como la de promotor del desarrollo. Pero esto no fue siempre así. Por siglos, los gobiernos cumplieron una función conciliadora y mediatizadora. El gobierno abocado al desarrollo es un concepto del siglo veinte, esencialmente posterior a la última guerra mundial.
Hasta hace cincuenta o sesenta años se daba por sentado que el éxito de un país, así como el fracaso de otro, dependía del azar, de ventajas excepcionales, sobre todo de orden natural, o de factores sobre los cuales nadie tenía control. Hoy en día, esa visión ha cambiado de manera sustancial, ya que se reconoce, a todo nivel, que el desarrollo depende de las condiciones creadas por cada sociedad. Puesto en otros términos, actualmente es abrumadora la evidencia que prueba que los éxitos o fracasos de los países dependen única y exclusivamente de las acciones gubernamentales orientadas a crear las condiciones idóneas para ese desarrollo.
Los países que hace décadas emprendieron el camino del desarrollo y que adoptaron las políticas idóneas para lograrlo -como Corea, Singapur y Taiwán- se encuentran ahora gozando de niveles de vida cercanos a los de los países desarrollados. Por su parte, los países que intentaron el desarrollo pero que jamás lograron avanzar en su cometido, se caracterizan, en general, por haber adoptado políticas incompatibles con el desarrollo.
Pero cualquiera que haya sido la lógica del desarrollo hace cuarenta o cincuenta años, las circunstancias han cambiado de una manera inexorable. En ese entonces, los gobiernos enfrentaban un mundo tranquilo, en el cual la interacción a nivel internacional era relativamente limitada. Hoy en día en cambio las transformaciones son tan vertiginosas, que están alterando tanto la estructura económica de los países, como sus marcos de referencia. La globalización de la economía, por ejemplo, no es un tema que los países o sus empresas puedan soslayar. Se trata de una realidad con la que todo el mundo tiene que vivir. Lo mismo ocurre con la aparición de actores políticos nuevos, tanto nacionales como internacionales, que ejercen gran influencia en sus países, como las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), que con frecuencia tienen una enorme capacidad de acción, a pesar de no tener siempre mayor representatividad.
La mayoría de los gobiernos reconoce que enfrenta retos nunca antes vistos y muchos argumentan la necesidad de adecuarse a las nuevas realidades. Ese paso, sin embargo, es sumamente difícil y complejo. Difícil por la cantidad de intereses que se verían trastocados si se emprende una reforma, y complejo por la magnitud de la tarea que semejante proposición representa. Movilizar a toda la sociedad y todos los intereses que tienen representación en el gobierno es una empresa titánica para la cual pocos gobiernos están preparados o cuentan con el poder para lograr salir airosos. De una u otra manera, los cambios que se experimentan en la realidad generalmente no han venido acompañados de transformaciones en las estructuras políticas o en los grupos políticos de la sociedad. Es decir, la realidad puede haber cambiado, pero eso no significa que cambien los intereses privados, sindicales, políticos, partidistas o empresariales de la sociedad. El choque entre las expectativas y la realidad es, inevitablemente, enorme.
De hecho, si uno analiza la situación de la mayoría de los países , lo que más impacta es el contraste entre el discurso político y la realidad que enfrentan. En Latinoamérica este choque es particularmente agudo. Es una excepción el país en el que no siga teniendo primacía el concepto de soberanía en el discurso y en el comportamiento de los gobiernos. Aunque ese discurso y ese concepto choquen con la realidad tangible de la mayoría de los habitantes que, directa o indirectamente, producen exportan o tienen relación con economías a miles de kilómetros de distancia, la realidad política es que los gobiernos se siguen aferrando a un pasado que parece más atractivo, o al menos de menor complejidad que el presente. Esto lleva a distorsiones no sólo en el comportamiento de los gobiernos, sino también en las expectativas de los ciudadanos. Algunas de estas distorsiones, como el deseo casi ubicuo en Latinoamérica de que los gobiernos de los países que la conforman se asemejen a los gobiernos europeos y no al norteamericano, sobre todo en materia social, son fácilmente explicables por la historia o por el atractivo inherente que representan. Además, la tradición centralista arraigada en América Latina generó una cultura de veneración a la autoridad que en muchos casos impide que las sociedades funcionen sobre la base de reglas del juego perfectamente definidas y acordadas, como exige una economía moderna.
La literatura política confirma estas concepciones. Si uno se adentra en los estudios del gobierno y del Estado, lo más impresionante es comprobar que en la literatura, con algunas notables excepciones, no se reconoce el hecho de que ha habido un cambio ni la profundidad del mismo. Los ilimitados -o, al menos, enormes- poderes de que gozaban los gobiernos, imagen recogida por mucha de esa literatura, ha dejado de ser un testimonio de la realidad actual. Aunque, ciertamente, los países democráticos cuentan con sistemas sumamente avanzados de pesos y contrapesos, la efectividad y capacidad de acción de sus gobiernos es un tema tan álgido en esos países como en todos los demás.
En el caso latinoamericano no existe una tradición acabada y desarrollada de pesos y contrapesos. Mucho menos de exigirles cuentas a los gobiernos y funcionarios (como lo señala la palabra inglesa de accountability); de concederle facultades a la población para que se retire del gobierno un determinado funcionario (la figura inglesa del recall) o, incluso, de definir reglas del juego públicas y transparentes a las que todos los actores, políticos y económicos, se ciñan. Es decir, no existe una tradición ni cultura ni incentivos para adoptar el tipo de mecanismos que son naturales y necesarios para el desarrollo de la economía de mercado que los gobiernos dicen perseguir y que se han convertido en necesarios para el funcionamiento de las sociedades en esta época.
La adopción de nuevas modalidades políticas y económicas podría parecer innecesaria o, en todo caso, equivalente a incorporar formas ajenas e incluso extranjeras en la vida interna de países con una historia y cultura radicalmente distintas a las de los países hoy desarrollados. Esto ha llevado a una discusión fundamental sobre la disyuntiva que muchos países han enfrentado recientemente: ¿es necesario adoptar formas e instituciones políticas, legales y económicas que han probado su efectividad para promover el desarrollo pero que son producto de una historia y de una cultura distintas a la latinoamericana? o ¿es posible encontrar modelos alternativos para la economía y la política de un país que tomen en cuenta la historia y la cultura existentes para salir adelante, en lugar de adoptar modelos que corren el riesgo de ser rechazados? No existen respuestas fáciles a estas preguntas. Lo que sí existe es cierta evidencia empírica que sugiere que algunas de esas formas e instituciones son una condición sine qua non para el éxito económico, en tanto que otras son expresiones culturales ajenas. Los países exitosos probablemente tuvieron capacidad de distinguir unas de las otras.
Parte del desarrollo político que tiene que ocurrir en forma paralela al cambio económico se refiere precisamente a la creciente participación política que experimentan las sociedades latinoamericanas. No es imposible que ese desarrollo llegue a requerir la adopción de formas híbridas en la legislación, así como modalidades de participación que son ajenas a la cultura histórica. No obstante lo anterior, la adopción de nuevas instituciones políticas podría constituir una oportunidad de avance político, pues muchos de los sectores que más se oponen a los cambios económicos serían los que obtendrían mayores beneficios de dicha transformación política. Es decir, un importante avance político en materia de apertura a la participación de grupos políticos antes marginados de los procesos legislativos y, en general, de decisión (a través de la adopción de medidas conducentes hacia temas como los antes citados de accountability y recall), puede hacer posible la generación de reformas económicas muy significativas, logrando con ello la consecución de los tres objetivos de gobierno más trascendentes: la estabilidad política, la paz social y el desarrollo económico. El espectacular desarrollo político de España en las últimas décadas y su exitosa incorporación a la Unión Europea hacen más que evidente que es perfectamente factible romper con las barreras que enfrentamos, muchas de ellas claramente autoimpuestas.
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